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Libertad, cerdos rebeldes y cañas bien tiradas

Ilustración de Fede Yankelevich

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Empecemos por lo fácil. La libertad es una idea básica para el funcionamiento de la democracia. En eso no debería haber mucha discusión. Pero a partir de ahí las interpretaciones llegan al punto de pervertir el propio concepto y acabar reduciéndolo a la posibilidad de tomarse unas cañas mientras morían miles de ciudadanos en plena pandemia, defender un concepto desfasado de la familia o despreciar algunas orientaciones sexuales que todavía hoy luchan por sus derechos.

Billy Bragg (Barking, Reino Unido, 1957), cuya faceta como ensayista y activista es casi más interesante que la de cantautor (disculpen los fans de la sala), publicó hace tres años un libro en el que analizaba la libertad a través de tres parámetros: la franqueza, la igualdad y la responsabilidad. 

Bragg lo escribió motivado por la llegada de Donald Trump al poder, como si fuese un manual para aprender a identificar a los que equiparan libertad con el todo vale. “En su sentido más benévolo, la libertad evoca emancipación; y en su sentido más peligroso, impunidad”, advierte.

Esa libertad mal entendida, confundida con la impunidad, no brota de la nada. Es una concepción que tiene autores intelectuales y que explican cómo hemos llegado hasta aquí. 

En 1960, Friedrich Hayek (1899-1992) publicó ‘Los fundamentos de la libertad’, que aún está considerada como una obra de referencia para el liberalismo y más allá. Este economista austríaco apuntaba que la mayor amenaza para la libertad era la regulación del mercado. Cuando escuche hablar del neoliberalismo acuérdese de este premio Nobel porque sus ideas ejercieron una gran influencia en políticos como Ronald Reagan y Margaret Thatcher. Para la historia y su biografía ha quedado el momento en que la política británica blandió en una reunión del partido un ejemplar del libro de Hayek y exclamó ante sus colegas conservadores: “This is what we belive in!” (esto es en lo que creemos!)

La que fuera primera ministra del Reino Unido durante más de una década, cuyo catecismo ideológico se basaba en el principio de que no hay libertad a menos que haya libertad económica, acuñó el concepto TINA (There Is No Alternative), probablemente uno de los más perniciosos y que con variantes distintas ha hecho más fortuna hasta llegar a nuestros días. En las sucesivas crisis, provocadas por un mercado cada vez más feroz, la respuesta para los que han sido sus principales víctimas ha sido la misma: no hay más remedio. Aunque tras la pandemia se entendió que la receta no podía ser la del 2008, el modelo extractivo de un capitalismo descontrolado, que deja impotentes a los gobiernos, sigue beneficiando a los de siempre. Libertad no debería rimar con desigualdad.

A lo mejor si Thatcher o Isabel Díaz Ayuso hubiesen leído a Rousseau (Ginebra, 1712-1778), su percepción de la libertad hubiese sido distinta. En ‘El discurso sobre el origen de la desigualdad’, este filósofo parte de la base de que todos los hombres y mujeres nacemos iguales, pero la sociedad es quien nos convierte en desiguales. Probablemente la clave está en quiénes son los iguales y quiénes los desiguales y si en nombre de la libertad se limitan o se refuerzan las diferencias.

Rousseau llegó a una conclusión que es la contraria a la del neoliberalismo que tan bien representan Thatcher y Ayuso. No hace falta ser de izquierdas para entender que las desigualdades perjudican al conjunto (si es que se acepta el concepto de sociedad, algo que la política británica rechazaba con su mantra de “solo hay individuos, hombres y mujeres y hay familias”) y que reducirlas debería ser un propósito de cualquiera que tenga instrumentos para hacerlo. O al menos intentar que los desiguales sean más iguales, en palabras del pensador Norberto Bobbio. El autor de ‘Derecha e izquierda’ (Taurus) alertaba en este ensayo, publicado hace una década, de cuáles son las tres fuentes principales de desigualdad en nuestros tiempos: la clase, la raza y el sexo. Lo de nuestros tiempos podría ser literal viendo cómo se plantea esta campaña electoral en España. 

Si creemos, como Rousseau, que todos nacemos libres, algo que es como mínimo cuestionable por más que así conste en el primer artículo de La Declaración Universal de Derechos Humanos firmada en 1948, los gobiernos tendrían que esforzarse en garantizar que podamos serlo en igualdad de condiciones. El filósofo ya apuntaba que la educación o los impuestos son necesarios para que una sociedad funcione. “Lo más necesario y quizás lo más difícil del gobierno es esa severa integridad que busca la justicia para todos y principalmente la protección del pobre contra la tiranía del rico”.

Libres e iguales pese a que no sean conceptos simétricos. Quien probablemente mejor lo resumió fue George Orwell en ‘Rebelión en la granja’, la fábula satírica en la que a partir de los famosos siete mandamientos que se escriben en una pared no solo critica el stalinismo sino que cuestiona la ética humana y describe cómo funciona el abuso de poder. La conclusión acaba siendo un solo mandamiento, una frase que se ha convertido en uno de los dichos del escritor británico más repetidos: “Todos los animales son iguales, pero algunos son más iguales que otros”. 

El filósofo Daniel Innerarity reflexiona en su último libro, ‘La libertad democrática’ (Galaxia Gutenberg), sobre cómo hemos llegado al punto en que la libertad se ha convertido en un eslogan para la derecha mientras la obediencia parece ser un valor de la izquierda. Una primera conclusión es que si bien tanto derecha como izquierda coinciden en considerar que la democracia es un régimen de libertad y que los gobiernos están para modificar ciertas dinámicas sociales, en lo que discrepan es en cómo y cuánto hacerlo.

Innerarity recurre a una caricaturización para que se entienda por qué existen estas percepciones: “A una persona de derechas lo que más le inquieta es ser molestada por el Gobierno, mientras que la preocupación fundamental de una de izquierdas es ser excluido de las decisiones públicas. En ambos casos se tiene la libertad como principio. En el primero como sinónimo de capacidad de soberanía mientras que en el segundo es un elemento de participación”. Por lo tanto, siguiendo con la tesis del ensayista vasco, no es tanto el valor que se le da a la libertad como la manera de entenderla lo que nos hace tener una visión determinada de ella. 

Entre los ejemplos más recientes tendríamos la interpretación que se hizo durante la pandemia: “Existe una libertad para salir de casa, por supuesto, pero no para infectar. ¿Hay un sentido de responsabilidad mayor que limitar la propia libertad de movimiento para no contribuir a la extensión de una pandemia?”. 

Tras dos años de restricciones para salvar vidas y de la perversión que de manera evidente se hizo por parte de la extrema derecha y de dirigentes como Ayuso del concepto de libertad, en una parte no menor de la sociedad española ha germinado la idea de que la izquierda es intervencionista y excesivamente reguladora mientras la derecha se dedica a facilitar la buena vida. En el caso de la Comunidad de Madrid se confrontaron las cañas en las terrazas con la lucha por la supervivencia en residencias y hospitales. No debería hacer falta apelar a la tradición judeocristiana para entender que la libertad conlleva una responsabilidad y que para ser una persona libre hay que ser también justa.

Ahora, PP y Vox han fijado “la libertad, las familias y las señas de identidad” como prioridades en los acuerdos que han alcanzado en municipios y varias autonomías. ¿Libertad para qué? En su caso para defender un concepto arcaico de la familia frente a los nuevos modelos y una visión retrógrada de las distintas orientaciones sexuales hasta el punto de censurar banderas arcoíris o la proyección de la película infantil 'Lightyear' porque en ella aparecen dos mujeres besándose. 

Así de reduccionista. Así de efectivo. Así de peligroso.

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