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CRÓNICA

Mad Cool celebra su propio 'orgullo' rindiendo culto a Muse y a Florence

Foto ambiente del sábado en el Mad Cool

Mónica Zas Marcos / Javier Zurro

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La cumbre de la OTAN provocó el retraso del Orgullo LGTBI, que ha terminado coincidiendo en tiempo y en espacio con el Mad Cool. Mientras la calles de la ciudad se llenaban de colores, cánticos por la igualdad y fiestas libres de prejuicios, en Valdebebas se vivió otro tipo de 'orgullo' que contrastaba, sobre todo, por el beneplácito político que ha recibido un evento sobre el otro.

Las trabas que el Ayuntamiento ha puesto al Orgullo más grande del país –con unas limitaciones imposibles de sonido, por ejemplo– desentona con la alfombra roja que le ha desplegado al Mad Cool, cuyos conciertos retumbaban en diferentes puntos de la ciudad. En este aspecto, el macrofestival se ha convertido en el reflejo del Madrid que quiere el gobierno de la Comunidad: ultrapatrocinado y paraíso de lo privado sobre lo público.

El sábado, los grupos de jóvenes con bermudas, camisas y zapatillas Pompeii (también náuticos, aunque no tantos como el día de Metallica) inundaron el espacio. La ropa puede ser una forma de marcar territorio, sobre todo en un festival. Algunos lucían camisas de manga larga a 40 grados a la sombra y otros directamente se las quitaban para lucir músculo. Extranjeros, en su mayoría, hicieron que el escenario elegido para la banda de rock The Struts se quedara pequeño. Los de Derbyshire tocaron todos sus hits ante un público entregado, sudoroso y británico. A simple vista parecía una sala de Bristol en lugar del Mad Cool.

Más tarde tocaron Pixies, intérpretes del tema final de El club de la lucha y Kings of Leon, que provocaron un subidón generalizado con su Sex on fire final. La poca diversidad del recinto se concentró en torno a Zara Larsson, que no se dejó ninguno de sus exitazos en el tintero, como Lush Life o Symphony.

Y, por fin, apareció la sacerdotisa Florence (+ The Machine), que no cambia una coma del show que siempre ofrece, una especie de ceremonia –así se llamaba su segundo álbum– mística pero inmensa. La cantante no paró de correr de punta a punta, bajó a saludar a la gente y hasta se abrazó con los fans de primera fila. Ella fue la única que logró una estampa icónica cuando pidió que todo el público apartara sus móviles, dejaran de grabar el concierto y disfrutaran de la experiencia colectiva de estar allí. Costó, pero durante unos minutos se vivió algo parecido a un concierto de antaño.

Fue un espectáculo breve, donde no faltaron los grandes hits de la banda, como Dog days are over, Shake it out, Spectrum o los singles del nuevo álbum, Dance Fever. También Never let me go, canción que durante más de diez años no ha estado en su repertorio por resultarle demasiado dolorosa pero que volvió a sonar pletórica en su voz. Una experiencia casi de brujería y un paréntesis entre tanta testosterona disparada.

Muse impone su metaverso

Más allá del público festivalero, Mad Cool ha reunido a verdaderos melómanos y mitómanos. De un simple vistazo al ambiente se puede adivinar qué grupos han tocado cada día y cómo cambia el estilo de la audiencia dependiendo del cabeza de cartel. El viernes, sin ninguna duda, arrasaron los fans de Muse. La jornada empezó tranquila con un divertido concierto de las Haim, que han disparado su fama con la actuación de una de ellas de Licorize Pizza. y unos sobresalientes The War on Drugs.

La fiesta tempranera la ofreció la danesa MØ, que demostró ser mucho más que los coros de Lean on, el hitazo de Major Lazer. La artista desplegó toda su potencia vocal y su energía para competir con Incubus desde su escenario, al que se iban uniendo adeptos que volvían de cenar o del baño atraídos por esta vikinga de trenzas pelirrojas. Ella lo agradecía con pequeños discursos mencionando lo duro de la pandemia y lo afortunados que son –somos– por volver a disfrutar de la música en directo.

Pero entre letras y diatribas, ni MØ ni The War on Drugs ni Incubus pudieron evitar hacer mención en sus conciertos a los reyes de la noche: “¿Quién tiene ganas de Muse?”, preguntó la primera. Unos minutos más tarde quedó patente que las 70.000 almas del recinto solo tenían un destino el viernes y para todas era el mismo.

La explanada frente al escenario se comenzó a llenar una hora antes del concierto de Muse, que empezaba a las 00:15. Los luminosos de Uber, Tous y otros patrocinadores se apagaron por fin y la masa se fundió en un grito. Una señal enorme con las iniciales de Will of the People –título del nuevo álbum– ardió en llamas mientras los tres miembros de la banda fueron saliendo vestidos de cuero y enmascarados. Ese fue el primer tema, después llegarían Supermassive Black Hole, Pressure, Hysteria, Psycho o Madness.

Pero para histeria, sicosis y locura, la que provocó Matt Bellamy con sus solos de guitarra. Una enajenación que alcanzó su punto máximo cuando el cantante hizo volar sus dos eléctricas por el escenario, reventándolas contra el suelo, como la gran estrella de glam rock que es. El público también respondió enfervorecido cuando una máscara metálica gigante, símbolo de su nuevo trabajo, apareció en el escenario como una deidad futurista o un V al que rendir pleitesía.

La producción de las pantallas estaba milimétricamente medida y durante los interludios proyectaban “una historia ficticia ambientada en un metaverso ficticio en un planeta ficticio gobernado por un estado autoritario ficticio dirigido por un algoritmo ficticio manifestado por un centro de datos ficticio que dirige un banco ficticio..”, como describió el propio Bellamy. A este no le hizo falta interactuar con el público –al que apeló con un escueto “Madrid” en un par de ocasiones– para protagonizar uno de los conciertos más memorables del Mad Cool, si no el que más.

La caótica 'operación salida'

Mad Cool se jugaba mucho en estos cinco días. El año que viene ya no será el único macrofestival de la capital y la edición de 2022 marcaba su poderío frente al Primavera Sound, que ha decidido expandirse por Madrid para disputarle el trono. De puertas para adentro, Mad Cool sale más fuerte que nunca. Si hubiese un botón para congelar la imagen justo cuando acaban los conciertos, el balance sería sobresaliente: cinco veladas de buena música y una gran organización de 70.000 personas, que se dice pronto. Pero ese botón no existe y fuera del rectángulo de Valdebebas había mucho mad y poco cool.

Teniendo al Ayuntamiento y a la Comunidad comiendo de su mano, es llamativo que el festival no les haya presionado para organizar mejor el transporte público. El primer error fue otorgarle a Uber el trozo grande del pastel. Se ha visto que era demasiado grande para un servicio que, a lo sumo, cuenta con 7.000 coches en Madrid (4.000 propios y 2.000 taxis). A pesar de las quejas del miércoles y el jueves, la operación retorno no mejoró los siguientes dos días.

Miles de personas se han quedado “tirados” a la intemperie cada madrugada sin alternativas para abandonar un recinto que queda a una hora a pie de los principales puntos de la ciudad. La frecuencia de los autobuses nocturnos era irrisoria y el Metro, siendo la mejor opción, tampoco fue la panacea.

El Mad Cool ha tenido un papel protagonista en la guerra del taxi contra las VTC en Madrid. El festival se buscó la enemistad de los taxistas favoreciendo a Uber, que además aprovechó para hacer su agosto con tarifas que llegaban a los 100 euros por carrera. Tuvieron cinco días para intentar solucionarlo, pedir al Ayuntamiento que pusiera más lanzaderas o a la Comunidad que abriera un servicio mínimo de Cercanías. No solo no se hizo, sino que la policía municipal se dedicó a poner multas de aparcamiento a diestro y siniestro. Los alrededores del recinto estaban inundados por sábanas de coches aparcados de cualquier manera por aquellos que, a la desesperada, apostaron por el único medio que garantiza llegar a casa a una hora decente.

Pero no todo han sido errores: los baños del festival han aguantado impolutos todos los días, con colas ligeras y facilidad para entrar y salir. Lo mismo ocurría con las barras de bebidas. Era un poco más difícil librarse de esperar en la zona de restauración, a pesar de la amplísima oferta de comida. A destacar la colocación de fuentes de agua, un recurso sencillo y necesario a estas alturas del verano que brilló por su ausencia en el Primavera Sound. En definitiva, con sus luces y sus sombras, Mad Cool parte con una posición privilegiada para el año que viene si consigue que la gente apriete el botón de pause en su cabeza y haga la vista gorda con la odisea final de cada día.

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