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Rosalía cambia la M de Motomami por la de Madrid

Rosalía durante el concierto de este 19 de julio en Madrid

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Es difícil saber quién ha llorado más esta noche, si Rosalía o sus fans. M de Madrid. “Madrid, siempre que vengo aquí me siento muy querida”, dice la patrona, la motomami, la gran artista de nuestro tiempo en la primera de sus dos noches en la capital haciendo rodar, todavía en las primeras vueltas, la potente cilindrada del Motomami Tour.

“Motomami es distinto a El mal querer, y tengo los mejores fans del mundo porque haga lo que haga siento que me apoyáis en todas mis locuras”, le dice a los 17.000 espectadores que caben en el WiZink Center. El Palacio ruge y clama el nombre de la artista. La devoción es extrema. Con cada gesto de Rosalía tiembla la grada: cuando se pone las gafas, cuando se tumba en el suelo, cuando se agita la trenza, cuando mueve los glúteos con hipervelocidad, cuando se sienta a horcajadas sobre los bailarines que han formado una moto con sus cuerpos.

D de Dinamita. Motomami Tour no es solo una exuberante y desbordante demostración del talento de una cantante y compositora, es también una bomba que hace estallar por los aires el viejo concepto del show en vivo. Primero, por la ausencia de músicos de acompañamiento, que nadie echa en falta (son, en cambio, los bailarines quienes la arropan). Segundo, por el diseño del escenario: sobrio, mínimo, un lienzo en blanco. Y tercero, por la audaz e innovadora mediación de la cámara y la pantalla como parte de la representación, y no como tecnología de amplificación.

Rosalía encarama su voz sobre las bases pregrabadas, aunque no siempre lo consigue y a veces desaparece disuelta entre la música y los coros que le brinda el propio público. No siempre es así, y otras veces le saca un brillo espeluznante y desgarrador a una interpretación que con absoluta tranquilidad se alza en los agudos o desciende en los graves, que transita con naturalidad entre el flamenco y lo latino. Que se transforma. En un par de ocasiones, Rosalía se hace acompañar por un discreto teclista, apenas iluminado, y para Dolerme ella se cuelga la guitarra y para Hentai, se sienta delante del piano.

La escenografía de Motomami Tour consiste en una pasarela blanca que se eleva hacia el techo en el fondo del escenario y dos pantallas verticales a ambos lados. Las proyecciones sobre la banda blanca central funcionan como un fondo virtual: Rosalía delante de agua, Rosalía y fondo gris, Rosalía en un prado verde chillón. Una steadicam consigue hacerse invisible a fuerza de permanecer en el escenario, moviéndose constantemente, casi tanto tiempo como la cantante, integrándose en las coreografías. Y además de él, multitud de lentes: en manos de los bailarines, de Rosalía, frente al escenario, en el techo, a los lados. El concierto es permanentemente retransmitido, filtrado, editado en directo, con una calidad extrema incluso en su descuido más estudiado. Rosalía canta a menudo mirando la cámara con un gesto íntimo y ese es el momento en el que el público no puede mirarla a ella directamente —porque hay algo de impudicia en ese gesto— y se ve obligado a devolverle la mirarla a través de las pantallas.

Ya se sabía, porque fue de lo más viral tras el primer concierto de la gira, el pasado 6 de julio en Almería, pero el momento en el que se corta las trenzas y se desmaquilla cantando Diablo es de una belleza arrebatadora, a pesar de su calculado dramatismo. Es algo que va a funcionar todas las noches, incluso más —o lo mismo— que cuando cante al pie del escenario, llenándolo todo, la versión de Perdóname de La Factoría. “Así despeinada, así mejor”, dice agitándose el pelo.

Los fans de la primera fila tuvieron su recompensa por las horas de espera bajo el tórrido sol de la plaza en la que se ubica el Palacio de Deportes —fueron regados a manguerazos por los bomberos— cuando, justo antes del desmaquille, Rosalía leyó los carteles que le enseñaban y bajó al foso de fotógrafos que separa al público privilegiado del borde del escenario: alguien quería que le firmase el TFM que había escrito sobre ella, Álvaro celebraba su “motocumple” (Rosalía le tendió el micro, le dejó cantar La noche de anoche y le felicitó su cumpleaños… casi le da un s de síncope, p de parraque, q de que le va a dar un algo), una chica le acercó su mano en forma de medio corazón, que Rosalía completó con la otra mitad.  

Rosalía alimentó el meme del gesto masticando exageradamente un chicle al principio de Bizcochito con la Rosalía de traje motero rojo, un nuevo outfit para sumar a la colección de modelos diferentes que ha enseñado en cada cita. No faltó Despechá, la que todavía no ha sido editada, la que sus fans ya se saben solo por los conciertos, la que “oficialmente”, dijo, tituló así esta noche, debatiéndose entre ese nombre y De lao a lao. Y subieron a las tablas, para bailar, un grupo grande y variado de fans, mientras la artista se retiraba a un lado y los observaba. El show que propone Rosalía es, en cierta manera, un metaespectáculo, algo que se narra a sí mismo a la vez que está sucediendo.

El concierto se acaba. Es un hecho. N de ni se te ocurra ni pensarlo. La incógnita antes de comenzar esta gira era cómo se las apañaría Rosalía para ofrecer un directo que combinase dos sonidos tan diferentes, como ella misma admite, provenientes de Motomami, por un lado y sus discos anteriores, por el otro. Aunque el peso del concierto lo lleva el último disco, Malamente, Pienso en tu mirá o De aquí no sales tienen su hueco en el set list. La conjunción no chirría y la única explicación para semejante salto al vacío es que la artista ha creado un universo propio donde siempre es ella, donde todo cabe, donde este alien, bandido, coqueta, jineta, titánica, alumna de Aeon Flux, lo puede todo.

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