Paolo Pecere, filósofo: “Tras la idea del viajero aventurero suele haber ricos que se pueden permitir un yate privado”
Paolo Pecere (Roma, 1975) es un filósofo viajero. Sus expediciones le han llevado a recorrer medio mundo y a conocer tribus, bosques, pueblos y senderos a los que pocos turistas llegan. Esas experiencias han modificado su trabajo, que se parece más al de un antropólogo que al de un filósofo, y le han llevado a desarrollar toda una teoría sobre la importancia del viaje en la vida humana. Para él, viajar es un derecho, no un privilegio. Y defiende de manera ferviente que el ser humano necesita traspasar sus fronteras y no perder el contacto con la naturaleza.
Pero, en un momento en que el turismo supone el 9% de las emisiones mundiales de gases de efecto invernadero en un planeta acuciado por la crisis climática, se abre necesariamente el debate sobre el decrecimiento. ¿Hay que dejar de viajar? Y, de hacerlo ¿qué consecuencias tendría para la sociedad?
Esas preguntas, cuyas consecuencias van mucho más de pensar qué haremos con nuestras vacaciones, son algunas de las que plantea Pecere en su libro El sentido de la Naturaleza (Anagrama, 2025). En base a las reflexiones plasmadas en ese libro, Pecere acude a Barcelona a participar de un ciclo de debates organizado por el CCCB sobre el sentido de viajar.
¿Qué importancia que le ha dado la historia de la filosofía a la idea de viajar?
Mucha. Piensa en Descartes, que empezó a viajar para entender las diferentes culturas antes de escribir su libro más importante, El discurso del método. La conexión con el otro, el descubrimiento de otras tierras y la exploración del entorno han sido importantísimas para el desarrollo de la filosofía y de las ciencias naturales.
Esta idea, que empezó siendo una manera de justificar mi propia pasión por viajar, cobró sentido cuando vi que tenía sentido vincular mis travesías con mis investigaciones. Creo realmente que hay cosas que solo se pueden entender viéndolas. Me ha pasado mucho con los pueblos amazónicos, que tienen una relación con el entorno que no tiene nada que ver con lo que creemos en occidente.
Pero desde el momento en que se permite la entrada de un turista ¿no estamos ya ante una realidad alterada y adaptada?
Claro. Y por eso es importante el tipo de viaje. El turismo de masas, para mí, no es viajar. Viajar significa experimentar una manera diferente de vivir, pero muchos paquetes turísticos se basan en permitir que puedas mantener tus hábitos donde sea. Vale, irás al desierto del Sáhara, pero tendrás agua corriente. Ese no es el viaje del que hablo, porque es una aproximación con un alto impacto ecológico y cultural.
Vivo en Roma y a eso lo llamo ‘el efecto Medusa’, porque es un turismo que petrifica los lugares y no permite la vida. Como barcelonesa lo sabrás: los centros históricos se vuelven inhabitables y se llenan de tiendas de lujo. A pesar de eso, es ahí donde los turistas quieren ir, mientras que evitan otros lugares menos visitados porque piensan que son peligrosos, ya que, al no haber circuitos turísticos, nadie les garantiza que puedan reproducir allí sus hábitos. Y eso les da miedo.
Como persona que vive en una ciudad muy turística pero que, a la vez, entiende la importancia de viajar para entender el mundo ¿cómo convive con la contradicción de saber que sus viajes tienen consecuencias negativas?
Pienso mucho en eso e, insisto, creo que todo depende de la manera en que viajes. Cuando era joven, trabajaba de guía turístico y me enfadaba mucho que viniera gente a Roma que no entendía nada de nuestra historia. Uno me llegó a preguntar, bastante sorprendido, que por qué no restaurábamos el Coliseo…
Se ha convertido en un problema que todo el mundo pueda viajar, pero regular el turismo no debería significar perder las conquistas de la clase obrera
¿Es de los que cree que hay diferencia entre ser turista y viajero?
[Risas] Es una pregunta tramposa. Por un lado, sí, pero por otro me opongo a la contraposición entre el viajero romántico y el turista estúpido. Porque eso nos lleva a los orígenes del turismo, cuando solo la aristocracia podía viajar. Lejos de ser exploradores y aventureros eran, en realidad, la definición perfecta de turismo de masas porque, allá donde fueran, había sirvientes que les servían su té de las cinco, aunque estuvieran a los pies de un volcán.
Por eso no me gusta la idea de reducir el turismo tal y como se plantea, porque entonces solo podrán ver lugares bonitos los ricos y eso no es justo. Si podemos ir a París una semana con nuestras familias es gracias a trabajadores que, hace años, conquistaron derechos como las vacaciones remuneradas. Es verdad que ahora se ha convertido en un problema que todo el mundo pueda viajar, pero regularlo no debería significar perder estas conquistas de la clase obrera.
Para muchos países, el turismo es la única fuente de ingresos que permite pagar las tareas de conservación de ciertos entornos naturales. Pero, a la vez, el impacto de los turistas no es inocuo. ¿Cómo se puede solventar?
Este es el único aprendizaje negativo que me he llevado de mis viajes: no hay alternativa. En el libro comparo dos casos de estudio, que son Nigeria y Ruanda. Por un lado, después de que se descubriera petróleo en Nigeria, el país dejó de preocuparse por el turismo y cualquier alternativa económica. Ahora es una catástrofe porque la gente no obtuvo la riqueza prometida y el ecosistema está destrozado. Fruto de la pobreza, la gente ha empezado a talar árboles hasta hacer desaparecer el 97% de los bosques y se ha extendido la caza.
Por otro lado, está Ruanda. Después del genocidio, se enfocaron prácticamente solo al turismo. Tienen hoteles, rutas e infraestructura. Y esa fue la manera de establecer enormes parques naturales. De hecho, un tercio del país está protegido y han pasado de la economía de la caza furtiva a la de los guardabosques. Gracias a eso, los gorilas de montaña están sobreviviendo. Es cierto que han desarrollado un turismo muy caro y exclusivo, pero fue la única manera que tuvieron de apartarse de lo que tenían.
Que el turista occidental se convierta en la única manera de mantener el entorno puede derivar hacia una idea de superioridad y a afianzar la identidad del salvador blanco. ¿Le preocupa?
Entiendo tu punto de vista, pero espero que esta dependencia cambie y que los países africanos de los que hablo puedan desarrollar otras actividades económicas. Pero es cierto que sí me preocupa en términos medioambientales y la huella que estas actividades puedan dejar.
Cuando los ricos van a estos complejos naturales, quieren reencontrarse con una naturaleza que no es real y sólo existe en sus cabezas
Dice que los humanos pertenecemos a la naturaleza y que vivir en ciudades nos crea una nostalgia que curamos viajando. Pero si vamos a un resort turístico o a ciertos parques naturales, ¿nos reencontramos con la naturaleza real o con una idea romantizada?
Por supuesto que es romantizada. Cuando los ricos van a estos complejos naturales, quieren reencontrarse con una naturaleza que no es real y solo existe en sus cabezas: aquella que se ha mantenido impertérrita a lo largo de los siglos, impermeable a los avances tecnológicos o científicos. Pero hoy, por ejemplo, los pueblos amazónicos que viven en el bosque, están incorporando ordenadores, paneles solares, teléfonos o motosierras.
La mitología moderna nos hace pensar que la gente que vive en entornos naturales son ignorantes, buenos e inocentes. Pero son seres humanos inteligentes que quieren una vida más fácil, aunque eso choque con nuestra visión idealizada de la vida en el campo. La única manera de romper estas ideas es encontrar una manera más armónica de vivir en las ciudades.
¿Tiene alguna idea?
[Ríe y vacila] La verdad es que no. Es que depende mucho de dónde hagas esta pregunta, si en China, Italia o Brasil. Hay contextos y sistemas políticos que marcan la diferencia. Lo que creo es que debería haber una gestión política de la relación entre las ciudades y el entorno que garantice una vida en la urbe más saludable.
Vivo en Roma, que es una de las ciudades más verdes de Europa. Y, cuando viajo, extraño esos parques. Pero no solo por el verde en sí, sino lo que significan para la comunidad. Hay grupos de vecinos que los cuidan y protegen. Pero claro, plantear eso en Brasil, con el Amazonas al lado; o en China, con toda esa explosión industrial, no tiene sentido. Lo que sí tengo claro es que no es suficiente con poner un parque e ir a tomar aire fresco. Tiene que haber algo más.
Y como normalmente las planificaciones urbanas no contemplan ese “algo más”, la primera idea que se nos viene a la cabeza para satisfacer el deseo de desconectar de la ciudad es viajar. Pero, cuanto más viajamos, más tenemos que trabajar para pagarlo. Y cuanto más trabajamos, más necesitamos desconectar. ¿A dónde nos lleva este círculo vicioso?
Esa es una idea que tiene mucho que ver con la polarización de la experiencia en las ciudades, que nos lleva a la necesidad de salir. Es algo que me pasa a mí también porque estoy siempre trabajando. Y, aunque tengamos espacios naturales en nuestras ciudades, para disfrutarlos hace falta tiempo. Espero que las siguientes generaciones tengan más tiempo libre para poder deshacer esta relación viciada con las ciudades y la naturaleza.
¿Está diciendo que una manera de acabar con todo el turismo de masa sería reducir la jornada laboral?
Es posible que, con más tiempo libre, tengamos menos necesidad de salir y desconectar, sí. Pero evidentemente esto no funcionará si no empezamos a educar el turismo para entender que no hay que ir a Colombia para sentirse mejor en un entorno verde. Que hay otras maneras más cercanas para atajar nuestros malestares.
Debemos acabar con el consumismo que se basa en tachar países de una lista porque no es sostenible. Si no, llegará un momento en el que solo la gente rica se podrá permitir viajar tal y como lo hacemos nosotros hoy. Claro que podremos conocer otros países, pero no debería ser una cosa frecuente.
He visto que la aproximación de los ricos al ecosistema está inspirada en el consumismo, no en el amor por la naturaleza
Pero entonces el viajar sí se convertirá en una experiencia de lujo. Y, a menudo, tal y como usted cuenta en su libro, quienes viajan porque pueden no buscan conectar con la naturaleza, sino poseerla y subyugarla. ¿Qué consecuencias tendrá para el ecosistema un turismo basado en esa premisa?
Pero es que el turismo del rico que quiere poseer lo que ve no va a desaparecer nunca, pase lo que pase. Por eso me da un poco de reparo despreciar el turismo de masas y elogiar a los viajeros, porque muchas veces, detrás de esa idea del viajero aventurero e independiente solo hay gente rica que se puede permitir un guía, un coche, un barco, todo privado, para llegar a unas islas remotas y aisladas.
Yo he estado en una de esas islas, debido a una desafortunada coincidencia, con una familia rica y he visto que su aproximación al ecosistema está inspirada en el consumismo, no en el amor por la naturaleza. Fue en las Galápagos y exigieron -que no pidieron- bañarse con ballenas cuando es algo que debería estar totalmente prohibido.
Aquello fue hace años y las cosas han cambiado: ahora ya solo aceptan a muy pocas personas. Es verdad que solo puedes llegar allí si tienes un barco privado que te lleve y, por tanto, sigue siendo un destino reservado para ricos, pero ahora para un número menor de ricos.
Perdone que insista, pero es que esos pocos ricos, con sus yates privados, siguen contaminando más que muchos visitantes juntos de los que se entrarían en la categoría del turismo de masas.
Por supuesto. Yo soy de los que duerme en lugares baratos, comiendo en las calles y moviéndome a pie, intentando que mi impacto sea el menor posible. Tanto en términos ecológicos como culturales. Por eso creo que deberíamos promover que haya lugares del mundo, regiones enteras, donde simplemente no se pueda llegar.
En Chile, por ejemplo, los parques naturales siguen esta idea. Hay una parte a la que puedes acceder y, con el dinero de la entrada, se conserva otra zona, mucho más grande, a la que no puede ir nadie, ni siquiera la gente rica que puede pagar un precio desorbitado. No creo en la idea de prohibir el turismo, pero sí en dejar zonas sin explotar para que resurjan especies e, incluso, recursos para el uso humano.
Habla de prohibir el acceso a entornos naturales. ¿Estaría también de acuerdo con prohibir la entrada de turistas a ciertas ciudades o zonas habitadas que estén saturadas?
Bueno, eso pasa ya de cierta manera en tierras indígenas de Sudamérica o Australia, en las que no puedes entrar sin autorización o si no eres aborigen. Como pueden quedarse en sus tierras, no sienten la necesidad de crear grandes metrópolis y, aunque viven en casas provistas por el Gobierno y no en tiendas de campaña, por lo general han mantenido sus formas de vida. Así que me parece una buena idea.
Deberíamos promover que haya lugares del mundo, regiones enteras, donde simplemente no se pueda llegar
En tanto que el viajar fue una consecuencia tras la consecución de derechos laborales, ¿cree que el turismo es un derecho o un privilegio?
Creo que es un derecho. Immanuel Kant ya reconocía en el siglo XVIII el derecho a viajar a donde fuera. Y hay que dejar claro que ese no es un derecho garantizado a todos los pueblos. Yo tengo pasaporte italiano y puedo ir a casi cualquier lugar, pero eso no les pasa a muchos de los amigos que he hecho en África, que no pueden venir a Roma a verme. Eso no es justo. El turismo, como forma de aprender, conocer e, incluso, de buscar nuevas oportunidades, debería ser regulado pero nunca prohibido.
Si llegara el caso, ¿qué nos supondría como seres humanos tener que dejar de viajar?
Es muy difícil responder a eso. Miremos atrás: la astronomía moderna, por ejemplo, nace porque Copérnico empieza viajar para conseguir mapas de estrellas más precisas. Pero también ha influido en nuestras ideas políticas. El terrible y violento proceso de la colonización tuvo la contrapartida positiva de abrir los ojos a filósofos europeos que, por primera vez, entraron en contacto con culturas no cristianas y sin reyes, lo que les llevó a dar forma a la Ilustración y pensar, por primera vez, en los derechos universales.
Si no viajamos, creo que perderemos perspectiva respecto a las cuestiones globales. Un ejemplo práctico: ahora quiero ir a Rusia para un proyecto, pero no me dan la visa porque piensan que hablaré con la gente sobre cómo en Europa vemos la guerra de Ucrania. Ese es el poder de viajar. Los gobiernos que te quieren empujar a ir al frente son los que no quieren que viajes. Las guerras calan mejor en zonas recluidas del mundo en los que la gente ha sido convencida de que tiene que morir por su país y defenderlo del otro que, sea como fuere, siempre es peor.
Al escritor Miguel de Unamuno se le atribuye la frase de que el fascismo se cura leyendo y el racismo viajando. ¿Concuerda?
No conocía la cita y no acabo de ver la relación, pero es cierto que el fascismo se puede ver muy beneficiado con unas bases de población que no saben qué hay fuera de sus fronteras y, por eso, están dispuestos a defenderlas con tanta pasión. Y eso me lleva a una idea en auge ahora mismo: el ecofascismo.
Se trata de un postulado defendido por quienes ya no pueden negar el cambio climático, así que ahora proponen proteger los bosques. Pero solo los suyos. Y eliminar la libertad de movimiento porque los inmigrantes contaminan, no tienen conciencia y no saben cuidar el entorno. Así que nos encerramos y protegemos solo nuestro jardín. Pero eso, por supuesto, no tiene ningún sentido a nivel ecológico. Por lo tanto, sí, creo que podernos mover libremente es importante y necesario en estos tiempos que vendrán.
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