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Tres libros festivaleros para calentar motores desde la primera fila

Tomorrowland

Mónica Zas Marcos

Hay varias cosas que marcan el comienzo del verano: las terrazas, los termómetros, los anuncios de cerveza y los festivales de música. Aunque ahora trufan los rincones más remotos del mundo, la historia de estos últimos, sobre todo en España, es relativamente joven.

El primer festival registrado se celebró en 1954 y fue el Newport jazz festival, en el antiguo punto de venta de esclavos de la bahía de Rhode Island. Sus organizadores heredaron la filosofía de los recitales de música clásica decimonónicos y adaptaron el cartel a lo que sonaba entonces en la costa Oeste de Estados Unidos: jazz y folk.

A España llegaron dos décadas más tarde coincidiendo con la muerte del dictador. El primero al aire libre fue el de música celta de Ortigueira, en 1978. Aunque la coyuntura política nos había dejado rezagados, pronto cogimos el ritmo y nos convertimos en el mayor anfitrión de festivales de los 1.500 que se celebran al año en todo el mundo.

Sin embargo, si existe una Meca festivalera en este planeta, es el Reino Unido. Con Glastonbury como el padre padrone de los macroeventos musicales y Reading como el principal acontecimiento mundial de 1989 para los semanarios más importantes del país (por delante de la caída del Muro de Berlín), los colegas británicos ocupan el primer puesto del podio. Se mueven como pez en el agua por el camping y aguantan carruseles de conciertos contra lluvia, viento y granizo. No obstante, solo para el 45% la música es la principal motivación.

“La mitad admitía haberse comportado de manera que jamás se hubiera permitido en otro recinto”, informaba una encuesta realizada hace unos años entre 2.000 fiesteros profesionales. Las drogas ilegales, el sexo esporádico, las peleas y la salida de la rutina eran los placeres “culpables” de muchos de ellos. ¿A quién le extraña? La experiencia festivalera incluye un anecdotario digno de estrella del rock; la música a veces es solo la excusa.

Por eso sorprende la falta de literatura y cine inspirada en estos grandes eventos. Quizá se deba a un pacto de silencio para no romper esa magia hedonista, pero lo máximo que encontramos son libros sobre el “detrás de las cámaras” de las citas más legendarias de la historia, de vez en cuando alguna crónica salvaje o las memorias de aquellos grupos que desataron la locura frente a decenas de miles de personas.

No así este año: da la casualidad de que se han alineado en el catálogo estival tres títulos que tienen a los festivales como telón de fondo. Dos de ellos muy patrios y, el tercero, una oda a los pinchadiscos que cierran las jornadas maratonianas y nos acunan con su música hasta altas horas de la madrugada.

Roadie Advisor: Así se cocinan las giras indie, de Laura Ramos (Reservoir Books)

Roadie Advisor: Así se cocinan las giras indie, de Laura Ramos

Los vemos como mucho un par de veces en todo el verano, pero, al otro lado, las giras de los grupos indie son odiseas eternas que no se organizan solas. Detrás de la magia, los tour managers hacen gala de una paciencia infinita y de la falta de ego necesaria para estar siempre en la sombra supervisando.

La periodista Laura Ramos les rinde un homenaje en Roadie Advisor, una recopilación difícil de catalogar que es a la vez una guía de restauración y un retrato confidencial de algunas de las bandas más destacadas del panorama español.

Love of Lesbian, Vetusta Morla, Sidonie, León Benavente y Lori Meyers son vistas a través de sus intermediarios, sin trampa, cartón, ni campañas de marketing que los distorsionen.

“La gastronomía, todo hay que decirlo, ha sido la excusa perfecta para observar cómo se mueven cuando no están encima del escenario”, reconoce Ramos. De hecho, las preferencias culinarias son solo una parte del rosario de confesiones que harán las delicias de los fans del indie español. Otras, por ejemplo, son el miedo a volar de Jess, vocalista de Sidonie, que les obliga a viajar siempre en furgoneta, o la alergia al aire acondicionado de otro miembro de la banda, que condena al resto a vivir en una sauna constante.

Aunque Roadie Advisor tiene un target de lectores muy concreto, y que se corresponde con el gusto musical de la propia escritora, lo más interesante es descubrir la figura del manager. “Los hay románticos, poliamorosos y businessmen”, y todos ellos se adaptan a la personalidad -muchas veces escondida- de cada banda.

Porque de eso va su trabajo: de comenzar a planificar una gira tres meses antes de que dé comienzo, de organizar la vida en carretera, de marcar horarios, de cuidarles hasta el más pequeño detalle o manía, de ser paciente y de vigilar que todo salga perfecto antes, durante y después del concierto. Y, de cuando en cuando, de encargar una buena mariscada.

Festival, de Guillermo Sáez (Algaida)

Festival, de Guillermo Sáez

Primavera Sound, cinco amigos, año sin determinar. Lo mismo da. Los cuatro días que relata Guillermo Sáez en el festival indie más famoso de España podrían ser aplicables a cualquier otra cita musical de la última década. Lo especial de la suya es que se hizo con el último Premio Logroño de Novela por reproducir la esencia, según el jurado, de Historias del Kronen de José Ángel Mañas.

“Los personajes no tienen mucho que ver: aquellos eran unos pijos de La Moraleja que se aburrían tanto que la liaban; los de mi novela también la lían, pero no por aburrimiento, sino por convencimiento”, ha diferenciado Sáez.

Es más, aunque él bebía de Alta fidelidad, al final también se separó de la novela de Nick Hornby porque tuvo que dejar la música de lado para centrarse en las peripecias de los personajes.

Por supuesto hay alcohol, drogas y rock and roll, pero sobre todo un marcado síndrome peterpaniano. Son hombres que sobrepasan con mucho la treintena y pretenden soltar una cana al aire en un ambiente sin reglas ni prejuicios. Como indicaba aquella encuesta británica, parece que las motivaciones de este quinteto son más carnales que musicales. Y no es algo generacional, simplemente mundano.

Sáez, que además de periodista también ejerce de Dj en eventos como el Sonorama, se ha basado en su propia experiencia y en la de sus colegas para escribir Festival. Es ficción reconocible y justo por eso su lectura fluye suave como si fuese mantequilla. Borracheras, líos de faldas, vomitonas, peleas al fragor de la ebriedad, música sorda, testosterona y hasta brutalidad policial. El libro perfecto para los nostálgicos que quieran revivir su último Primavera Sound y apuntarse a un nuevo desenfreno.

Anoche un DJ me salvó la vida, de Bill Brewster y Frank Broughton (Temas de Hoy)

Anoche un DJ me salvó la vida, de Bill Brewster y Frank Broughton

Para Bill Brewster y Frank Broughton, el DJ es como el brujo o el chamán que distribuía las hierbas y tocaba la música en los cultos de la Antigüedad. De la misma forma, afirman, “es el DJ quien preside nuestros ritos extáticos” seleccionando el repertorio de forma propicia e influyendo en el estado mental de la gente.

Los autores son unos entusiastas sin complejos de los platos y de las mesas de mezclas, y se han propuesto contar esta historia en su compleja totalidad: desde sus humildes orígenes en el underground de Londres, París y Nueva York hasta su conversión en superestrellas que viajan por el mundo ganando sueldos astronómicos. Del reggae al techno, pasando por la música disco, el hip-hop y el house.

El título del libro, heredado de la canción de Michael Cleveland, Last Night a DJ Saved my Life, de 1982, le hace perfecta justicia a la historia que contaba el cantante de R&B. Porque el disc-jockey es la libertad hecha artista: tiene en su mano todas las músicas y estilos del mundo.

“En lo que respecta a talento, destreza y habilidades artísticas únicas, casi siempre suele sobresalir el músico. Pero en materia de alcance, receptividad, en la habilidad para tomar rumbos sumamente distintos, el DJ domina la escena”, comparan.

Tampoco es casualidad que sean ellos los encargados de cerrar los festivales de todo el mundo. Un DJ responde a los sentimientos de la masa en trance y usa luego la música para acentuarlos y elevarlos. Si alguien duda todavía de que el pinchar es un arte, Brewster y Broughton despliegan un “brevísimo” argumentario de 816 páginas para convencerlo de lo contrario.

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