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El terrorismo, los demócratas y la manipulación del miedo

Una pintada a favor de ETA.

Adolf Beltran

El absurdo fundacional de ETA fue pensar que el miedo jugaría a favor de su causa. Todo su lenguaje paramilitar nunca ha logrado esconder la brutal simplicidad de su estrategia, consistente en golpear una y otra vez al “enemigo” con toda la sociedad como objetivo potencial. Pero si algo enseña la historia es que el miedo suele reforzar el poder y el autoritarismo. El terrorismo acaba sirviendo, así, de palanca para orientar el Estado hacia dinámicas de involución.

Pese a que un pacto como el denominado “acuerdo por las libertades y contra el terrorismo” que el PP y el PSOE firmaron en diciembre de 2000 comprometía a sus firmantes a excluir de la confrontación partidista y electoral las políticas antiterroristas, la derecha española aprovechó cuanto pudo, singularmente durante la presidencia de José Luis Rodríguez Zapatero, la conmoción que los atentados causaban para boicotear los intentos de negociación y sacar ventaja con la política de la inseguridad.

Aun así, el conjunto de la ciudadanía se mantuvo tan firme en el rechazo a ETA y en el apoyo a su represión como una mayoría fue siempre permeable a buscar cualquier oportunidad de encarrilar el final de su acción violenta.

Ahora que ETA se ha disuelto, es de justicia recordar a sus víctimas, pero también aprender del proceso. La indignación moral ante la violencia no puede llevar a una exageración que la convierta en una especie de maldición bíblica imposible de entender y, por tanto, de abordar fuera de la persecución policial y judicial.

Tony Judt, que rememoró para ello en su libro Sobre el olvidado siglo XX, las advertencias de Hannah Arendt contra la consideración “diabólica” del mal que podía llevarnos a no entender nunca su significado, escribió hace una década:  “El peligro de abstraer al ‘terrorismo’ de sus distintos contextos, colocarlo en un pedestal como la mayor amenaza a la civilización, la democracia o ‘nuestra forma de vida’ occidental, y declararle una guerra indefinida es que así ignoramos los muchos otros desafíos de nuestro tiempo”. 

Las declaraciones de Eulàlia Lluch en una reciente entrevista de Neus Tomàs para eldiario.es son un ejemplo emotivo de cómo pensar en el sentido que Judt propugnaba. En boca de alguien que perdió a su padre asesinado por las balas de un pistolero de ETA, y que expresa con sinceridad su dolor -“Es tan duro, que más que perdonar a los asesinos de mi padre, hay que ignorarlos, decirles que no van a hacerme más daño”-, adquiere un significado especial que destaque la importancia de que se buscaran en su momento interlocutores en la izquierda aberztale para facilitar el final de la violencia.

Ernest Lluch, el ministro socialista que promulgó la ley que generalizó la asistencia sanitaria en España, era un político, pero antes un intelectual y, antes que eso, un demócrata. Lo asesinaron el 21 de noviembre del año 2000 porque se implicó con vehemencia en el conflicto vasco a favor precisamente de una salida dialogada hacia la paz. Catalán de nacimiento, fue también valenciano de adopción por méritos propios. En Valencia fue profesor de la Universidad, militó en la política antifranquista y publicó un ensayo influyente, La via valenciana, que enriqueció la reflexión sobre el País Valenciano abierta por Joan Fuster en los años sesenta.

Fue pues, además de un catalán ilustre, uno de los valencianos con relevancia pública asesinados por ETA, junto al expresidente del Tribunal Constitucional Francisco Tomás y Valiente, muerto en Madrid en 1996, y al catedrático de Derecho Mercantil Manuel Broseta, tiroteado en Valencia en 1992.

A lo largo de su lamentable historial, la banda armada mató también en Castellón a Clément Perret, supuestamente vinculado a la guerra sucia, en 1985; al empresario José Edmundo Casany en Valencia en 1991 y a dos policías locales, José Luis Jiménez y Víctor Manuel Puertas, y al conductor de una grúa, Francisco Cebrián, en Mutxamel, también en 1991; a Josefina Corresa, clienta de unos grandes almacenes en Valencia en 1995; y al jubilado Cecilio Gallego y la niña Silvia Martínez en Santa Pola en 2002… Hubo heridos, secuestrados, como el empresario Luis Suñer en 1981, y daños cuantiosos, en fin, en decenas de atentados.

Como hace su hija, Lluch defendió el diálogo, y luchó activamente por socavar con él los argumentos, los apoyos y la legitimación de ETA en su “contexto”. Le costó la vida. Recordar a las víctimas consiste en no abstraerlas, en rescatarlas de la negra estadística de asesinados. Y en el caso de Lluch, en aprender de ellas.

“¿Unas víctimas merecían ser asesinadas y otras pasaban por ahí y sólo les pido perdón a estas? Las víctimas eran todas personas y en una democracia se puede luchar con las palabras pero nunca con las armas. Que solo pidan perdón a una parte de la sociedad me parece poco o nada sincero”, dice Eulàlia Lluch sobre el polémico comunicado de ETA. Y sin embargo defiende el acercamiento de presos a las cárceles vascas. “Mi padre ya lo defendía”, recuerda. “Somos víctimas de diferente índole, de diversas creencias”, reconoce con lucidez y sin una pizca de acritud sobre las reacciones de unas familias y otras, de unas personas y otras ante la tragedia.

Advertía Tony Judt contra lo que denominaba “visión en túnel ideológica”. El terrorismo no se puede convertir en un absoluto que justifique la suspensión del juicio o la censura del debate. Mucho menos la renuncia a la libertad o su limitación. Una vez más, Eulàlia Lluch, que es federalista como lo era su padre, da una lección en eso al advertir que no se puede utilizar el concepto de terrorismo en vano ni invocar la violencia forzando la realidad para inventar terroristas donde no los hay.  “Intentan vender que hay violencia porque interesa venderlo al resto de España. Es una de las bases para poder acusar de rebelión, sedición, violencia, terrorismo. Esto no es verdad”, dice sobre la actuación judicial contra los independentistas catalanes, de quienes se distancia y a quienes advierte que empieza a producirse una “fractura social”. Y añade que los políticos encarcelados no deberían estar en prisión. “En caso de que tuvieran que estar, cosa que niego rotundamente, como mínimo que se les acerque a su casa”, concluye.

Las recetas simples, diría Judt, no sirven de ayuda en un mundo complejo. La ideología de la inseguridad es una respuesta contagiosa a esa complejidad. Conviene, por tanto, estar en guardia contra los que buscan sacar provecho político de la violencia, sea dramáticamente real o haya que construirla en un informe de la policía o un auto judicial.

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