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Poco ha cambiado en la industria de la moda cinco años después del derrumbe del Rana Plaza

Una mujer, familiar de una de las víctimas, reza al finalizar las tareas de rescate tras el derrumbe del complejo textil en Daca (Bangladesh).

Laura Villadiego

Yakarta (Indonesia) —

En la mañana del 24 de abril de 2013, el Rana Plaza, un edificio a las afueras de la capital de Bangladesh que albergaba, entre otros, varios talleres textiles, se había levantado con grietas en sus muros. Como cada mañana, miles de empleados habían llegado para ocupar sus puestos de trabajo pero, al ver las grandes brechas de las paredes, muchos se negaron a entrar.

Sin embargo, apremiados por los voluminosos encargos, muchos de los trabajadores de los talleres textiles fueron obligados a ponerse frente a las máquinas de coser. Unas horas después, el edificio colapsó, sepultando a más de 1.100 personas, la mayoría trabajadores de esos talleres que cosían para marcas de medio mundo.

Aquel derrumbe parecía que iba a cambiarlo todo en la industria de la moda. El Rana Plaza fue el desastre más mortífero de la historia de la industria textil y, durante semanas, las historias de supervivientes y de familias de víctimas llenaron las portadas de los principales diarios mundiales y abrieron miles de telediarios. Los consumidores exigían a sus marcas favoritas que mejoraran las condiciones laborales de sus trabajadores y las empresas hacían grandiosas promesas de cambios.

Pero la ilusión duró poco. A las pocas semanas del accidente, las ruinas del Rana Plaza desaparecieron de las portadas y las promesas de cambios se fueron diluyendo poco a poco.

“No hay ningún cambio fundamental, al contrario”

Una de las primeras promesas en generar polémica fue el Acuerdo de Bangladesh sobre Seguridad en la Construcción de Edificios y de Instalaciones de Sistemas contra Incendios, al que se adhirieron unas 150 marcas, la mayoría entre ellas, entre las que se incluían H&M, Carrefour, Inditex o Mango.

El acuerdo pretendía establecer las bases para una mayor seguridad en las fábricas con el objetivo de evitar una nueva catástrofe como la del Rana Plaza. Sin embargo, algunas de las principales empresas, como Walmart y Gap, consideraron el acuerdo demasiado exigente y crearon otro esquema, la Alianza por la Seguridad del Trabajador en Bangladesh, que solo funcionaría, sin embargo, para las fábricas que no se rigieran por el acuerdo.

Esos dos acuerdos fueron la principal respuesta de la industria a la catástrofe, asegura Samantha Maher, coordinadora internacional de Acciones Urgentes de la campaña Ropa Limpia, quien califica las medidas de “limitadas”. “No ha habido ningún cambio fundamental en la industria tras lo que ocurrió en el Rana Plaza. Más bien al contrario. El tamaño de la industria está creciendo y nuevos países participan, por lo que se está volviendo cada vez más inestable”, asegura Maher.

Pero el Rana Plaza no puso solo en evidencia la falta de control sobre las infraestructuras en Bangladesh. En sus relatos, las víctimas contaban las duras jornadas y los magros salarios que recibían, una realidad que llevaba décadas siendo expuesta por medios, sindicatos y organizaciones no gubernamentales.

Los medios diseccionaron el volátil modelo de negocio de la industria en el que las marcas cambian de proveedores continuamente para mantener la presión sobre las fábricas y bajar así los precios. Mientras, las ONG y los sindicatos se quejaban por la falta de compromiso de las marcas a la hora de ofrecer compensaciones a las víctimas.

Salarios bajos y acoso a los sindicatos

Cinco años después, poco ha cambiado en la industria. Según la Organización Internacional del Trabajo, en Asia, donde la industria emplea a 43 millones de personas, “los salarios siguen siendo bajos” y casi nunca llegan a los 200 dólares mensuales, a pesar de los incrementos experimentados en algunos de los países.

Según la Organización Internacional del TrabajoAsí, los trabajadores en Bangladesh se beneficiaron de un incremento del 77% en los salarios mínimos poco después del desastre. En Camboya y en Indonesia se aprobaron también incrementos, pero, al igual que en Bangladesh, solo se consiguieron tras violentas protestas.

Pagar ese salario mínimo ni siquiera quiere decir que haya buenas condiciones laborales, recuerda Gema Gómez, directora y fundadora de Slow Fashion Next, una plataforma de divulgación sobre moda sostenible. “Hay quien piensa que un salario legal es un salario justo, pero no es así. Muchas veces no da para lo básico”, afirma Gómez, quien es además coordinadora nacional de la iniciativa Fashion Revolution creada tras el desastre del Rana Plaza para concienciar sobre las condiciones de la industria.

Tras el derrumbe, H&M se convirtió en una de las principales esperanzas de extender el concepto de salario justo cuando prometió implementarlo en todos sus proveedores en 2018. Sin embargo, en su último informe de sostenibilidad, la marca aseguraba que había implementado salarios justos en 227 fábricas, que producían solo un 40% de la ropa que venden. La campaña Ropa Limpia denunció además en un comunicado que H&M estaba intentando “cubrir” el incumplimiento de su promesa y que la empresa no había informado de cuáles son las cantidades que considera salarios justos en cada país.

La situación de los sindicatos tampoco ha mejorado en los países en los que la industria es fuerte. Así, aunque después del Rana Plaza se facilitó el proceso para crear sindicatos en Bangladesh, estos siguen sufriendo el acoso de autoridades y empleadores.

Uno de los últimos incidentes ocurrió a principios de mes, cuando siete líderes sindicales fueron arrestados tras una protesta en una fábrica textil. En Camboya, se aprobó en 2016 una nueva ley sindical que también ha dificultado la defensa de los derechos de los trabajadores por parte de los sindicatos. “Estamos teniendo más problemas para operar. Ahora no podemos utilizar el arbitraje para resolver disputas”, explica Athit Kong, vicepresidente la Coalición Sindical Democrática de Trabajadores del Textil de Camboya (CCAWDU).

Medio ambiente y automatización, los retos del futuro

A pesar de la polémica que suscitó el Rana Plaza y otros escándalos, la llamada Fast Fashion [moda rápida] no ha parado de crecer. En los primeros nueve meses de 2017, las ventas de Inditex crecieron un 10%, hasta 17.963 millones de euros. Las de H&M se incrementaron un 6% en 2016.

Y ha sido precisamente esta rapidez de la industria, casi volatilidad, lo que ha impulsado las ventas. Las tiendas cambian continuamente las prendas que cuelgan en las perchas, alentando al consumidor a hacer compras casi instantáneas. Si no se compra hoy, puede que mañana ya no esté en la estantería. Las revistas de moda, Instagram y los influencers se encargan del resto. En este frenesí, el textil movió en 2016 5.532,7 millones de euros tan solo en España, un 1,5% más que el año anterior.

Sin embargo, tras las estéticas fotos de Instagram se esconde un alto impacto medioambiental. Así, se calcula que la industria textil genera un 5% de las emisiones de efecto invernadero globales, superando al transporte aéreo y marítimo. “Tienen un modelo de negocio que se basa en la venta masiva y con ese modelo, el medio ambiente nunca puede ir de la mano”, asegura Gema Gómez. “Y la industria se está preparando para dar respuesta a una demanda [aún mayor], no para ser más responsables”.

Esta carrera frenética se da también en el lado de la producción y cada vez se abren nuevos centros de producción. En Asia, el país más deseado ha sido Myanmar, aunque muchas empresas se han mudado también a países africanos. “La forma en la que trabajan, cambiando de un proveedor a otro continuamente, ha hecho que toda la industria sea muy inestable”, asegura Samantha Maher, de la campaña Ropa Limpia.

No obstante, algunos de los países en los que los costes laborales se han incrementado han desarrollado estrategias para evitar que las marcas se marchen a otros países. Así, Indonesia aprobó en 2015 una nueva regulación sobre salarios mínimos que está incrementando las diferencias entre provincias y que está haciendo que muchas fábricas se trasladen a las regiones más pobres.

Los trabajadores se enfrentan además a la amenaza de ser sustituidos por máquinas que reduzcan aún más los costes. “Va a ser uno de los grandes problemas en los países donde la industria textil es importante porque no se va a generar empleo”, asegura Gómez.

Y ante este panorama, el consumidor tiene pocas opciones sostenibles. “Los consumidores se lo han empezado a plantear [comprar de forma más responsable]. Pero las alternativas aún no están ahí”, asegura Gema Gómez, quien ha participado en la creación de un Directorio de Moda Sostenible en España.

Sin embargo, para Gómez el futuro será más sostenible. “Quizá no nos estamos dirigiendo a quien deberíamos. A los jóvenes no les resulta nada extraño hablar de sostenibilidad”, asegura. “Aún no sabemos cómo será el consumidor del futuro, pero sin duda se va a plantear estas cuestiones”.

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