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La larga sombra de las luces de feria en Melilla

Fotografía: Jesús Blasco de Avellaneda

Jesús Blasco de Avellaneda

Melilla —

Apenas comienza a dejarse ver el sol en el horizonte mediterráneo melillense, en este lunes 9 de septiembre de 2013, cuando por los alrededores de la playa de los Cárabos aparece Mohamed acompañado de un amigo que, como él, lleva el cuerpo completamente lleno de grasa de motor, polvo y carbonilla.

Dice que ha sido imposible colarse en una de las atracciones de feria que desde este lunes y hasta el próximo miércoles parten desde la ciudad autónoma norteafricana hasta tierras peninsulares en lo que se ha venido a denominar 'Operación Feriante'.

Asegura que este año hay demasiados jóvenes con poca experiencia, lo que hace que se estorben entre ellos y que colapsen las bateas con mayores recovecos, facilitando a los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado su localización y privando a muchos chavales de su única oportunidad de escapar de la miseria en la que viven.

Llegó a Melilla proveniente de un pueblo marroquí cercano a Fez hace ya tres semanas. Durante estos días ha estado durmiendo en las escolleras del puerto comercial y cuidando coches en el barrio industrial para poder pagarse la comida, el tabaco y la droga. “Si no fumo droga no puedo dormir, son muchos los problemas”, comenta en un francés chapurreado con el poco español que ha ido aprendiendo estos días.

Él es uno más de los cientos de chiquillos que durante el mes de agosto se cuelan por la frontera con mayor desigualdad social y económica del mundo en busca del sueño europeo. Proceden en su mayoría de Marruecos, pero también hay muchos que llegan desde Argelia. Todos son pobres y la mayoría arrastra graves problemas familiares, educativos y sociales. La violencia doméstica, la desestructuración familiar, la exclusión social o la drogodependencia son factores constantes en estos cientos de jóvenes de entre 10 y 21 años que se juegan la vida viajando en las entrañas o los bajos de grandes vehículos.

La cara más amarga de una ciudad fronteriza

Cada año, al término de la celebración de las fiestas patronales, Melilla muestra la cara más amarga y la miseria más horrible que una ciudad fronteriza, a caballo entre Europa y África, puede tener.

Durante semanas, cientos de críos y adolescentes comienzan a copar las calles de esta maravillosa ciudad enclaustrada que no ofrece la amplitud de miras deseada a aquellos que llegan huyendo del hambre.

Las playas, las zonas adyacentes al recinto portuario, las escolleras, las cuevas de la ciudad vieja y los bajos de los puentes del río de Oro se llenan de almas en pena que buscan un lugar donde refugiarse de la humedad durante la noche y donde sentirse a salvo.

Estos días los contenedores de papel y cartón se recogen vacíos, ya que las cajas son la piedra angular en la que se asientan los cimientos de estos hogares ambulantes construidos sobre piedras, arena, aceras y escombros.

La mirada perdida. Sobre el cuerpo, la ropa justa normalmente harapienta. En los bolsillos, la documentación, si se da el caso de que la porten; un teléfono móvil, en el mejor de los casos; un mechero y algún cigarro para pasar el tiempo y olvidar el hambre. Y, en la cabeza, el deseo de escapar.

Las organizaciones defensoras de los derechos humanos en Melilla denuncian la actitud laxa de las Fuerzas de Seguridad durante las semanas previas a la finalización de la feria ya que informan de que se pueden ver cientos de muchachos mendigando, paseando, bebiendo o vendiendo chicles en las calles y que no son trasladados a centros de acogida o debidamente atendidos para engrosar las cifras de interceptaciones en la Operación Feriante.

Cada año lo intentan más jóvenes y cada año menos lo consiguen. El dispositivo policial es muy fuerte y los feriantes, sabedores de esta situación y de las consecuencias negativas que para ellos puede tener que localicen a algún chaval en sus atracciones, cada año se preocupan más de impermeabilizar sus bateas y de no dejar un solo espacio al descuido.

No todos esperan a estos días para probar suerte. Desde hace quince días, se vienen interceptando del orden de una veintena de chiquillos diarios que pretenden llegar al continente europeo a bordo de uno de los barcos que parten de Melilla hacia Almería, Motril y Málaga.

Son tres las principales formas que tienen de acceder a los ferrys: una es colarse en los bajos, la carga, la cabina o las transmisiones de los camiones que llegan al puerto comercial; otra, esperar un descuido de la vigilancia portuaria para saltar la valla que rodea los muelles y colarse en alguna de las bateas que espera su turno para ser introducida en alguno de los cargueros; y la tercera, saltar en el ultimo momento del rompeolas para colarse en los barcos subidos a los camiones, trepando por las amarras o directamente por el portón del navío escondiéndose entre la gente o los coches.

Una de las formas más peligrosas y, desgraciadamente, más recurrentes, es introducirse en los camiones que trasportan el desecho de la incineradora de Melilla a la Península. Afortunadamente, la mayoría son detectados a tiempo –ya que sus vidas corren serio peligro en estas circunstancias- y se les puede ver saliendo de la zona portuaria completamente cubiertos de una espesa ceniza gris.

Este año, en las primeras horas de dispositivo especial, ya habían sido interceptados 88 jóvenes dentro de las atracciones, 10 de ellos menores de edad. Quizá ninguno logre llegar al destino deseado, quizá aquellos que logren llegar a los buques mueran en el intento o sean interceptados a su llegada a puerto y devueltos a Melilla. Pero nada de eso les hará desistir en su apuesta por lograr una vida mejor. En la mayoría de los casos no tienen nada que perder y creen que vivir sin intentar progresar, sin marcarse una meta utópica, es estar sentenciado a muerte en vida.

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