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Sobre este blog

Me dedico al periodismo, la comunicación y a escribir libros como “Exceso de equipaje” (Debate, 2018), ensayo sobre el turismo que se desborda; “Biciosos” (Debate, 2014), sobre bicis y ciudades; y “La opción B” (Temás de Hoy 2012), novela... Aquí hablo sobre asuntos urbanos.

Densidad, diversidad y espontaneidad frente a dispersión, gentrificación y rigidez normativa

La calle que lleva de la Puerta del Sol a Times Square

Pedro Bravo

Suele decirse, incluso pensarse, eso de que admiramos lo que no somos y queremos lo que no tenemos. En el asunto de las ciudades pasa también. En Madrid, por empezar por lo concreto, mantenemos cierto complejo de pueblo grande y miramos a las urbes de Europa como modelos a seguir. Nos maravilla cuando vamos por ahí el orden del trazado de las calles, las infraestructuras poderosas y hasta los comercios rimbombantes y los escaparates de marcas globales. También nos hipnotiza la forma de ser de las ciudades norteamericanas, quizá porque las hemos mamado a través de la industria del entretenimiento. A los madrileños, y a los españoles en general, nos gustaría muchas veces ser londinenses, parisinos o de Dallas y nos disgusta, casi siempre, ser de donde somos y como somos. Y viceversa.

Digo que al contrario también pasa porque últimamente no paro de encontrar comentarios de norteamericanos que alaban el beneficio de lo latino en la forma de reconsiderar y reordenar sus ciudades. Así lo explica un reciente artículo de LA Times, en el que se elogia cómo la complicadita ciudad de Los Ángeles está cada vez más hospitalaria, sociable y alegre gracias al influjo hispano. No debe ser una alucinación del autor —el experto en arquitectura de dicho diario que, por el nombre, Christopher Hawthorne, no tiene pinta de ser mexicano— porque he encontrado conclusiones similares en dos libros recientes y recomendables sobre asuntos urbanos, Ciudad de llegada, de Doug Sanders (Debate, 2014), y Happy City, de Charles Montgomery (Penguin, 2013), y en otro dedicado al tema hace más años, Urbanismo mágico, de Mike Davis (Lengua de Trapo, 2012).

Los Ángeles está convirtiéndose poco a poco en una ciudad más humana según los gringos que saben de esto porque se está haciendo una ciudad más latina, una ciudad en la que el espacio se comparte, la vida se hace en la calle, las aceras son lugares en los que pasan cosas, se recupera el sentido de plaza del pueblo y hasta los alcaldes —el anterior, Antonio Villaraigosa, el primer mandatario latino de LA, y el de ahora, Eric Garcetti— impulsan medidas para mejorar el transporte público, hacen y planifican cientos de kilómetros de vías ciclistas, reproducen fenómenos sociales como la Ciclovía bogotana, que allí se llama CicLAvia, diseñan parques y, en general y según esos expertos, practican el “urbanismo latino”.

Y aquí es donde a uno le entran ganas de tirarse de los pelos que no tiene. Porque esa latinización plasmada en ciudades densas, diversas y espontáneas que elogian allá es lo que siempre ha habido aquí y a lo que hemos ido renunciando para hacer nuestras urbes más gringas (algo que también, por cierto y por desgracia, les ha pasado y les pasa a muchas ciudades latinas de abajo del río Bravo). Lugares cada vez más incómodos e impersonales diseñados en la dispersión al estilo americano, con urbanizaciones y centros comerciales lejanos y kilómetros de carreteras y autopistas para dejar bien claro que el centro de todas las cosas es el coche y no la persona. Nos hemos dejado cautivar por ese way of life y hemos ido perdiendo nuestra identidad urbana sin caer en que nuestro modo de vida no era tan malo sino todo lo contrario. Y, sí, hay culpas que echar a las industrias del coche y de la construcción, a los urbanistas y a los gobernantes, pero también a nosotros, que asistimos a esa mutación de nuestra forma de ser pensando en que así somos más nosequé.

Y hay ahora mismo un ejemplo claro y muy triste de todo esto. Los centros de nuestras ciudades dejan de ser nuestros el mañana mismo cuando los alquileres de renta antigua de los locales comerciales desaparezcan y, con ellos, parte de nuestra memoria colectiva y de nosotros mismos. Negocios de toda la vida que han ayudado a convertir los barrios en lo que son y que se esfuman ante nuestra indiferencia para convertirse, más que posiblemente, en nuevas sedes de cadenas internacionales e impersonales. La consecuencia del decreto Boyer, “una bomba programada hace 30 años”, como lo llama La Col en un artículo para el blog de Paisaje Transversal.

Y, así, obtenemos con el nuevo año la cuadratura del círculo de la modernidad. El centro comercial permanente, el que va del extrarradio al centro urbano y vuelta. El no lugar constante, la identidad regalada a las autopistas, los coches y los Zaras y los Starbucks. Tenemos por fin lo que tanto deseamos y ya podemos presumir de ser gringos del todo. O londinenses. O de cualquier lado. Porque, en el fondo, lo que estamos logrando es no ser. 

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Me dedico al periodismo, la comunicación y a escribir libros como “Exceso de equipaje” (Debate, 2018), ensayo sobre el turismo que se desborda; “Biciosos” (Debate, 2014), sobre bicis y ciudades; y “La opción B” (Temás de Hoy 2012), novela... Aquí hablo sobre asuntos urbanos.

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