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Espacio para la reflexión y el análisis a cargo de parlamentarios europeos españoles.

Cuando las palabras se fueron, las vallas seguían ahí

Miguel Urbán

Eurodiputado de Podemos —

Después de varios meses de éxodo masivo de migrantes y de una de las peores crisis humanitarias de refugiados desde la II Guerra Mundial, este lunes 14 de septiembre por fin se reunieron de urgencia los ministros de Interior de la UE para acordar una política conjunta. Hoy ya sabemos lo que muchos nos temíamos: que aquella reunión, y con ella todo lo que la envolvió, simplemente fracasó. Pero veamos el cuadro completo.

Antes de este encuentro habíamos escuchado discursos cambiantes por parte de dirigentes europeos que, en gran medida empujados por la presión mediática y popular, lanzaban promesas y discursos que muchos podríamos haber firmado. Ese fue el caso de Jean-Claude Juncker, presidente de la Comisión Europea que el pasado miércoles asistía en Estrasburgo al pleno del Parlamento Europeo para participar en el debate sobre el estado de la Unión. Allí dirigió hermosas palabras a la Europa de los valores, la solidaridad y la acogida. Pero se le olvidó un detalle: las políticas concretas, señalar cómo iban a implementarse y cuánto iban a costar aquellas promesas, aquellos compromisos en el aire. Solo hemos tardado cinco días en comprobar el nulo efecto de esas bonitas palabras vacías.

Juncker aseguró que mientras él fuera presidente no se suspendería Schengen. Alemania, Austria y Eslovaquia ya lo han hecho, mandando al ejército a controlar sus fronteras. Juncker aseguró que las cuotas de refugiados por países serían obligatorias y que oscilarían entre 120.000 y 160.000. Pero la reunión de ministros del lunes se cerró con un acuerdo que apenas superaba los 32.000 refugiados, incluyendo a quienes lleguen de aquí a finales de 2017, sin acordar cuánto corresponderá a cada país y dejando en cualquier caso claro que se trataría de cupos voluntarios. Incluso algunos mandatarios europeos han llegado a defender que solo aceptarían refugiados cristianos, como ha sido el caso de Eslovaquia, el primer país europeo que establece un criterio religioso para filtrar a los miles de demandantes de asilo, lo que choca directamente con la no discriminación por cuestiones de raza, género o credo que establece los derechos fundamentales de la UE.

El carácter voluntario de las cuotas de refugiados y la inacción de las instituciones europeas con esta crisis humanitaria destaca ante el carácter vinculante del Pacto de Estabilidad Presupuestaria o con los esfuerzos que despliegan las instituciones europeas y sus Estados miembro cuando se trata de castigar a un país que se ha desviado del rumbo neoliberal fijado desde no sabemos bien qué centros de poder no elegidos democráticamente. Y unas cifras que contrastan con la cruda realidad de la actual crisis humanitaria: solo en lo que va de año han llegado casi 400.000 migrantes solo a Grecia e Italia. Cifras irrisorias, indefinidas, irreales. La UE se mueve entre el ridículo, la hipocresía y la sinvergüenza.

Hungría como síntoma, no como excepción

Ayer martes el parlamento húngaro aprobaba las nuevas medidas migratorias, entre las que destacan los hasta cinco años de cárcel para los migrantes que atraviesen de forma irregular sus fronteras o la utilización de material antidisturbios para repelerlos. Pero no es solo Hungría. De hecho, otros Estados miembro agitan interesadamente el caso húngaro para desviar la atención sobre sus propias palabras y acciones. En las últimas semanas varios países europeos han endurecido su política de fronteras. Esta misma semana el Gobierno danés publicaba en uno de los principales periódicos del Líbano un anuncio dirigido a los refugiados sirios en el que les recomendaban que no solicitasen asilo político en Dinamarca ante las puertas cerradas que acarreará la inminente reforma legislativa impulsada por el partido gobernante con el apoyo de sus socios de extrema derecha, el Partido Popular Danés.

Durante el verano David Cameron le prometía a su homólogo francés “más perros adiestrados, más vallas y más asistencia” para atajar la crisis migratoria en el Canal de la Mancha. Su ministro de Inmigración, James Brokenshire, confesó hace poco que la intención del Gobierno británico no era otra que crear “un ambiente hostil para los sin papeles” que residiesen en las Islas, mientras su secretario de Estado de Exteriores, Philip Hammond, declaraba poco después que “los inmigrantes procedentes de África amenazan el estándar de vida de la Unión Europea y su estructura social”, por lo que resultaba prioritario enviarles de vuelta a sus países si se encontraban en situación irregular. Sin duda en todo este envilecimiento de la agenda política tiene mucho que ver la presión social y electoral del ultraderechista UKIP, cuyo líder Nigel Farage calificó recientemente en sesión parlamentaria a la actual crisis de refugiados como “una plaga de dimensiones bíblicas”.

El recurso sistemático a esta gramática pseudo-belicista y de exclusión para afrontar un asunto humanitario genera el caldo de cultivo perfecto para el reforzamiento de una retórica punitiva que pretende abordar la inmigración como un problema amenazante ante el que solo caben soluciones represivas: vallas más altas, alambres de espino más punzantes, devoluciones irregulares en caliente, centros de internamiento, más policía en las fronteras y el ejército si fuese necesario. La misma olla de odio y desesperación que primero calientan y de la que luego se alimentan las derechas radicales emergentes, como el Front National francés que, a través de su líder Marine Le Pen, busca encender la lucha de clases de los últimos contra los penúltimos al declarar que ayudar a los refugiados sería como “escupir a la cara de los desempleados franceses y europeos”.

A un lado, odio. Al otro, desesperación. Entre medias muros cada vez más altos. Y mientras tanto la UE, la misma que moviliza en cuestión de horas todo su potencial ante una crisis financiera, mira para otro lado y no mueve un dedo ante una crisis de refugiados histórica. Definitivamente, desde el punto de vista humano y social, Europa está fracasando. Y el fracaso concreto de la reunión de ministros nos recuerda una vez más que no basta una suma de Estados para formar una unión. Mucho menos si dejamos un asunto de política exterior en manos de ministros del Interior que solo piensan en la seguridad de sus respectivos países y se pasan los problemas entre sí como si se tratase de una patata caliente. La suma de egoísmos nacionales simplemente resta.

Pero mientras aquel encuentro oficial encallaba, fuera del Consejo tenía lugar la primera movilización de un renacido movimiento popular belga en apoyo a los migrantes y refugiados que desde hace varias semanas celebra asambleas ciudadanas masivas y que el próximo 27 de septiembre ha convocado su primera movilización a escala estatal. El fracaso institucional se vuelve aún más obsceno en el contraste con la iniciativa popular. Afortunadamente Europa se parece cada vez menos a los discursos de sus dirigentes. Porque solo el pueblo salva al pueblo, solo los pueblos podrán refundar este Europea fortaleza neoliberal. La disputa ahora es si ante los muros y la inacción europea triunfará la solidaridad o, por el contrario, el vacío será ocupado por el odio. Viejas batallas para tiempos que creíamos tan nuevos.

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