Viento del Norte es el contenedor de opinión de elDiario.es/Euskadi. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.
Defensa propia
La puerta del autobús se cierra con ese resoplido cansado, casi asmático, de todas las mañanas. Dentro, el calor de los cuerpos y el vaho en el cristal nos convierten en una única criatura anónima, un organismo colectivo que avanza a trompicones por las arterias de la ciudad. Miro los rostros. Nadie mira a nadie, o todos lo hacemos de reojo, con esa pericia de carterista visual que se aprende en el transporte público. Unos cascos para aislarse, un libro como trinchera, la pantalla del móvil como un escudo luminoso contra la intromisión del otro. Y en ese pequeño ecosistema de las siete y media, en ese confesionario laico y ambulante, una se da cuenta de que lo primero que hacemos al empezar el día es practicar el olvido de nuestra propia especie.
Es un ensayo diario, concienzudo. Vemos a la mujer que sube cargada con bolsas y pensamos en el espacio que ocupa, no en el peso que carga. Oímos un acento que no es el nuestro y el cerebro, más rápido que el corazón, ya ha levantado un pequeño muro de prejuicios, una aduana invisible donde se inspecciona al recién llegado. Nos cruzamos con alguien que lleva un periódico cuyo titular detestamos y, en un instante, esa persona deja de ser una suma de complejidades —un padre, una hija, alguien que teme a la soledad o que anoche soñó con volar— para convertirse en una etiqueta andante: el enemigo. Y así, sin darnos cuenta, nos pasamos la vida deshumanizando en defensa propia. Porque es más fácil.
Es infinitamente más sencillo blindarse en la trinchera de la ideología, del equipo de fútbol, de la patria o de cualquier 'ismo' que nos ofrezca un manual de instrucciones sobre quiénes son los nuestros y quiénes los demás. Se dice que las fronteras más peligrosas no están en los mapas, sino en el corazón helado que se niega a reconocerse en la herida ajena. Quizá todo este empeño en rechazar al otro no es más que el eco de un miedo antiguo, el pánico a nuestra propia fragilidad, a esa intemperie que es, a fin de cuentas, la condición humana.
Porque ahí está la verdadera raíz del asunto, la madre de todas nuestras batallas perdidas. Nos empeñamos en rechazar al diferente porque en él vemos, como en un espejo deformado, todo lo que no queremos afrontar en nosotros mismos. Su vulnerabilidad nos recuerda la nuestra. Su necesidad nos grita a la cara que nosotros también necesitamos. Y qué cosa más triste, qué humillación insoportable para este yo moderno y autosuficiente, tener que levantar la mano y decir: “No puedo sola”.
Pedir ayuda se ha convertido en el último tabú. Antes que pronunciar esas palabras, preferimos rompernos por dentro, en silencio, con una sonrisa de protocolo en la cara mientras el alma se nos llena de grietas. Es más digno —nos decimos— aguantar el tipo, fingir que la vida no duele, que las deudas no asfixian, que el desamor no desgarra. Es más valiente —creemos— convertir el sufrimiento en una procesión que solo va por dentro. Y en esa farsa nos dejamos la vida, construyendo un personaje heroico y solitario que aplaudimos en los demás pero que nos destroza cuando nos toca interpretarlo.
Nos pedimos tanto. Nos exigimos ser productivos, eficientes, informados, tener una opinión contundente sobre el último conflicto geopolítico y, al mismo tiempo, estar al día de la serie de moda. Nos pedimos tener un cuerpo que no envejezca, una mente que no dude y un ánimo que no decaiga. Nos pedimos una coherencia de acero, como si fuéramos un bloque de granito y no un revoltijo de contradicciones, miedos y anhelos. Nos pedimos ser máquinas perfectas de generar resultados.
Pero en esa lista infinita de exigencias, se nos olvida la única que de verdad importa, la única que podría salvarnos: no nos pedimos estar bien con nosotras mismas. No nos concedemos el derecho a la falla, a la duda, al cansancio. No nos permitimos ser, sencillamente, humanos. Criaturas imperfectas que a veces se equivocan, que necesitan un abrazo sin pedirlo, que lloran por una tontería y que, de vez en cuando, solo aspiran a sentarse en un autobús, mirar por la ventana empañada y sentir, por un breve instante, que el desconocido de al lado no es una amenaza, sino un compañero de viaje en este extraño, caótico y maravilloso trayecto de estar vivo.
El autobús frena. La gente se levanta, se recompone las chaquetas y las armaduras. El organismo se disuelve. Cada uno a su trinchera. Y yo me bajo en mi parada, pensando que quizá la humanidad no sea una gran declaración, ni un tratado filosófico, sino simplemente la decisión, minúscula y revolucionaria, de limpiar un trozo de vaho del cristal para ver, de verdad, al que tenemos enfrente.
Sobre este blog
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