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Disciplina en las aulas
Recientemente, en un centro educativo de Secundaria escuché una agria discusión entre varios compañeros/as sobre la pérdida de disciplina en las aulas. El más exaltado, seguramente recordando algún suceso penoso que no mencionó, se quejaba amargamente del descrédito que el profesorado venía sufriendo en los últimos años en su profesión y en el escaso interés de la administración educativa por dignificar este trabajo. La compañera que rebatió tal argumentación, provocando las iras de su interlocutor, le respondió que el problema residía, en realidad, en la bajísima autoestima que el colectivo manifestaba y que, por tanto, era fácil apelar a la defensa de otros, cuando los propios interesados/as no luchaban por recuperar su dignidad.
Lo que empezó siendo cosa de dos se generalizó rápidamente al conjunto de personas presentes, con defensoras y críticos de cada postura, elevándose considerablemente el volumen de las discusiones. Afortunadamente, la sirena que marcaba el fin del recreo, amortiguó las disputas hasta dejarlas al nivel de un diálogo cualquiera entre quienes aún permanecían en la sala. Así y todo, costó tiempo iniciar otras conversaciones que se alejaran de la encendida disputa anterior.
Y es que el tema se presta a interpretaciones de todos los gustos y estrategias sindicales, políticas y electoralistas de cualquier nivel. Pensemos un poco en la cuestión que suscitó el encendido debate mencionado, a través de una pregunta. ¿Es la disciplina en las aulas un asunto político o una preocupación social?
Ofrecer una respuesta a una pregunta aparentemente tan concreta encierra algún que otro peligro y condiciona la respuesta que se quiera ofrecer. Considero más adecuado empezar por enfocar de forma más precisa el término debate. ¿A qué tipo de debate nos estamos refiriendo? ¿al debate político, que está en la calle desde hace mucho tiempo, en torno a considerar a los docentes autoridad pública? ¿O estamos planteando un debate más profundo, eco directo de una reivindicación que el mundo escolar viene reclamando desde hace más de una década, de forma tozuda, aunque hasta el momento sin éxito?
Si lo que queremos señalar es el primer tipo de debate, el político, la respuesta, desgraciadamente debería ser que no es real, sino que obedece a ese conjunto de temas mezcla de intereses sociopolíticos, que sabiamente aderezado con anhelos mediáticos por los medios de prensa, se convierten fugazmente en asuntos de interés nacional, pero que, tras su efímero momento de gloria, muere devorado por la vorágine informativa de la instantaneidad.
Coincido con Rafael Feito al afirmar que tras la propuesta política se esconde descaradamente la idea decimonónica del concepto de disciplina, en el que el profesor, desde una tarima, llena las cabezas vacías del alumnado que calladamente sigue la explicación, desde el libro de texto abierto en la página correspondiente. Incluso llegaré más lejos en la caricaturización de la situación, recogiendo ejemplos actuales donde los uniformes, el tratamiento de Vd al profesorado y la enseñanza unisex cobran tanto protagonismo -si no más- que la cultura del esfuerzo. Da la sensación de que al rebufo del problema detectado, las soluciones más rancias se nos presentan como paradigma de la buena escuela.
Sin embargo, si el concepto está referido a la preocupación social, consecuencia de la pertinaz queja del mundo educativo, la respuesta deberá ser afirmativa. Sí, por supuesto, así entendido el debate, la falta de disciplina en las aulas es trágicamente real. Y me gustaría apoyar inicialmente mi respuesta con una constatación recogida en el penúltimo informe Talis de la OCDE (2009), que analizó las respuestas de más de 90.000 docentes -4.000 de ellos españoles-. Entre otras muchas conclusiones, se aseguraba que nuestros docentes, junto con los portugueses, eran los que peor ambiente percibían en sus aulas. De ello se hicieron eco, hace ya ocho años, en la conmemoración del Día de Mundial de los docentes los sindicatos de enseñanza más representativos al reivindicar un mayor reconocimiento social de la autoridad del profesorado.
No voy a insistir en las consecuencias que la falta de disciplina escolar deja patentes en el ámbito educativo (insultos, amenazas, agresiones entre iguales y/o entre diferentes, escaso éxito en el proceso de enseñanza-aprendizaje, aumento de la intolerancia y del matonismo, repliegue de los valores democráticos y ciudadanos,…) Prefiero exponer cuáles pueden ser alguna de las pautas que podemos y debemos utilizar para la mejora de los procedimientos de disciplina en el aula.
Para ello, utilicaré algunos de los señalados por la catedrática de Psicología de la Educación de la Complutense, Mª José Díaz-Aguado (Mª José Díaz-Aguado 'Convivencia escolar y Prevención de la violencia' [CNICE]), quien propone distintas pautas de actuación. Por ejemplo, enseñar a respetar los límites, uno de los principales objetivos de la disciplina. Para ello es absolutamente necesario establecer normas claras y coherentes, elaboradas por todos los miembros de la comunidad escolar, incluido el alumnado.
Otras de las pautas tiene que ver con aprender a diferenciar entre agresores y víctimas, superando distorsiones, en el caso de violencia en las aulas. Esta propuesta tan elemental ha generado, sin embargo, en muchos centros educativos -ante la falta de actuación clara por parte de las direcciones o de los Consejos Escolares- una sensación de que las verdaderas víctimas eran los agresores.
De ser así –y entramos en la tercera- será preciso que la disciplina ayude a luchar contra la exclusión en lugar de aumentar su riesgo. Investigaciones realizadas por la profesora Díaz-Aguado con alumnado de Secundaria refuerzan tal idea: la exclusión social puede estar en el origen de su identificación con la violencia y la intolerancia. La dificultad para sentirse aceptado y reconocido por la escuela y el sistema social puede justificar perfiles de alumnado inmaduro, antipático, agresivo o con fuerte necesidad de protagonismo.
Por ultimo, conviene incluir la disciplina en un contexto de democracia participativa, porque cuando todos los miembros de una comunidad tienen un papel activo en la creación de normas y “(...) éstas se conceptualizan como un medio para mejorar el bienestar de todos y todas, su incumplimiento deja de representar una mera desobediencia y pasa a ser comprendido como una incoherencia, como una falta de lealtad, con uno mismo y con el grupo al que se siente pertenecer” (Díaz-Aguado, Mª José. Op.cit).
Volviendo al interesante concepto de “democracia participativa”, la autora aludida establece tres pasos necesarios en el entorno escolar. El primero, tiene que ver con dar a todo el alumnado la oportunidad de participación en la organización del centro. El contexto idóneo sería las actividades de tutoría, entendida como una asamblea de aula.
El segundo paso, repartir el poder y la responsabilidad, desarrollando contextos en los que participen profesorado y alumnado, tomando decisiones de forma democrática, a través del diálogo, el consenso y votando (por ejemplo, comisión de medioambiente o de actividades extraescolares,…)
Para finalizar, la propuesta incluye el desarrollo de un nuevo concepto de comunidad, de relación con las normas y de autoridad. “Así aumenta la eficacia del profesor en la transmisión de valores, al disminuir su asociación con el poder coercitivo y aumentar su legitimidad y poder de identificación”, concluye la autora.
Paremos en este punto y dejemos para otro momento el verdadero debate cuando se habla de disciplina o salvajismo en las aulas, que no es otro que preguntarse en torno al cuestionamiento de la autoridad del profesorado. O lo que es lo mismo, si estamos o no cuestionados/as por la sociedad. Hay tiempo para ello y las próximas fiestas será un buen momento para hacerlo.
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