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Viento del Norte es el contenedor de opinión de elDiario.es/Euskadi. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

Memorial de otoño y otras estupideces

Gonzalo Bolland

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En algunos pueblos y algunas pequeñas ciudades de provincias el otoño, en esta época tan vertiginosamente ruidosa, todavía tiene un sosiego de melancolías que las películas francesas, a veces, solo a veces, rescatan –es lo que tiene cierto cine francés, que todavía se interesa por la dimensión humana de las cosas-. En estas comarcas la gente no termina de encerrarse en sus casas, la larga siesta del invierno aún no ha comenzado y todavía resulta muy agradable pasear por las calles, por las playas vacías o por las veredas surcadas de árboles que aún tienen pendientes en sus ramas las hojas muertas. Ignorantes, más por hartazgo que por desidia, de cuantos desastres acontecen de a diario en los medios de comunicación, todas estas comarcas revelan, de pronto, la íntima ceremonia del otoño, sus costumbres, sus conmemoraciones, sus herencias, ya saben, todos esos tópicos literarios que se manifiestan en una plenitud de silencio, caracoles, setas, bruscos chaparrones, hojas muertas de Prevert, humo blanco de chimeneas, luz horizontal y el canto intermitente de los últimos grillos. Es entonces, solo entonces, cuando uno, sin apenas desearlo, desea huir del tedio urbano, de la próxima oscuridad, de los estúpidos incompetentes que nos gobiernan y, ya de paso, también de las deudas tristes de todo lo que ya no tiene remedio, para merendar, de nuevo, pan con mantequilla en alguna de las amplias cocinas del pasado; pan con mantequilla y tazones de leche acompañados de una mermelada de moras o de higos y nueces y miel y castañas...

La especie, la nuestra, en otoño, tiende hacia la melancolía. Esto es evidente. No hace falta ninguna película francesa para cerciorarse de este hecho, basta con escuchar las conversaciones de los borrachos cuando regresan de sus borracheras a sus intimidades a altas horas de la noche o con observar la lenta molicie de la luz, el lánguido cansancio de la tierra, el paso lento de los animales que emigran y los colores que, de pronto, brotan en la naturaleza: colores dorados, calientes, casi, casi incendiados...

Es posible que el otoño, según muestran los suplementos dominicales de los periódicos, sea también la estación propicia para cambiar la decoración de la casa, para fracasar elegantemente, para pasar las tardes marinando lomos de galápago birmano, para casarse en Venecia o para dedicarse a coleccionar dedales, frustraciones, borracheras, soldaditos de plomo, buques embotellados o remedios naturales contra el desaliento pero, gracias a satanás, en algunos pueblos y algunas pequeñas ciudades de provincias todavía no se toman muy en serio todas las consignas publicitarias tan difundidas por los medios de comunicación. En estos lugares el otoño no tiene remedio. Es decir, siempre se plagia a sí mismo, año tras año, estación tras estación, de septiembre a diciembre, siempre entre los marchitos veranos que desaparecen tan rápidamente y el agridulce turrón de las próximas navidades... Sin embargo, en las ciudades que tan multitudinariamente habitamos, se están perdiendo, no sé bien por qué, las frágiles sutilezas que caracterizan estas estaciones intermedias – tanto el otoño como la primavera – para oscilar brusca, cruel y tajantemente de invierno a verano y de verano a invierno. No sé bien a que es debido: quizá al continuo aumento del tráfico rodado, quizá al inmenso ruido, quizá al imparable avance del pensamiento único, quizá a la pérdida de nuestra limitada capacidad de contemplar cuánto nos rodea o tal vez a la suicida y sumisa inmersión en una realidad virtual que, poco a poco, nos va alejando no solo de los ciclos propios de la naturaleza sino también de los demás y, ya de paso, también de nosotros mismos.

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