Verborrea

El problema de los políticos españoles es que hablan demasiado. En países de democracias antiguas, asentadas en largas estaciones lluviosas de cielos derrumbados, lámparas encendidas, chimeneas humeantes y un tedio tecnológico de mucho Internet, mucho alcohol y mucho cuarentón suicida incapaz de soportar la tediosa repetición de los días, países arios, nórdicos o sajones, calvinistas casi todos, los ciudadanos se saben administrados por políticos mediocres pero discretos. Políticos grises, blandos, casi, casi anodinos, sin hazañas, estridencias ni comportamientos heroicos que les retraten y sometidos a la dureza de tener que dimitir cuando se les sorprende en un mínimo error.

Los políticos españoles, sin embargo, además de no dimitir ni aunque se les descubra estrangulando a su suegra, hablan tanto porque se sienten incómodos, sospecho, con la monotonía que genera la democracia. La mayoría se toma demasiado en serio, no solo a sí mismos sino también a sus convicciones, como si aún no hubiesen advertido que la contabilidad es la única ideología que ha sobrevivido al fin de la historia.

En cierto modo es un hábito adquirido, de procedencia genética, supongo, ya que los españoles siempre hemos tenido cierta tendencia a concedernos demasiada importancia y a combatir la monotonía hablando más de la cuenta – eso en el mejor de los casos, ya que, con tal de no soportar el aburrimiento, también nos hemos procurado una ingente cantidad de guerras fratricidas-.

Los políticos españoles todavía no han aprendido que, para nuestro bien, han de procurar pasar desapercibidos. La mayoría aún no sabe que su trabajo solo consiste en conseguir que los españoles vayamos en contra de nuestras costumbres históricas y nos matemos lo menos posible. No resulta necesario que nos digan lo que tenemos que hacer o lo que tenemos que pensar porque la única proeza que se les pide es procurarnos la pequeña y cotidiana felicidad de leer en los periódicos cada mañana la noticia de que aún estamos vivos y de que disponemos de una cierta tranquilidad económica y social para afrontar la jornada con un mínimo de confianza. Nada más.

Para las restantes cuestiones, ya saben, para enseñarnos a ser felices, a educar a nuestros hijos, a atarnos los cordones de los zapatos, a decorar los cincuenta metros cuadrados de la mansión familiar o a manejarnos por la vida con los miserables salarios que percibimos, ya están los sociólogos, los psicoterapeutas, los escritores de libros de autoayuda, los diseñadores con vocación pedagógica, los cocineros con vocación filosófica, los tertulianos que adoran la simétrica elegancia que se deriva de todas las estadísticas que nos resumen una vida que nunca vivimos y, como no, los miembros de la inevitable Conferencia Episcopal.