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Sobre este blog

Viento del Norte es el contenedor de opinión de elDiario.es/Euskadi. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

Tulipanes

Tulipanes en el centro de Pamplona

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Ahí está ella. Pongamos que es abril, o quizás ya mayo, cuando la luz ha dejado de ser una promesa tímida y se ha convertido en una afirmación rotunda, casi insolente. Pasea por ese campo de Holanda. Y la miran. Vaya si la miran.

La miran filas y filas de tulipanes, erguidos como soldados en un desfile de gala, pero un desfile feliz. Ella camina, quizás un poco más despacio de lo normal, dejando que la mirada se llene de esos colores que parecen imposibles, como si alguien hubiera derramado botes de pintura fresca sobre la tierra.

Un rojo tan perfecto que parece lacado, que grita “vida”. Un amarillo que es pura luz solar concentrada, una alegría que casi se puede tocar. Un rosa que tiene la delicadeza de una confidencia. Un púrpura tan profundo que parece guardar un secreto. Ella sonríe, claro. ¿Quién no sonreiría?

Se deja seducir por esa belleza que parece tan fácil, tan gratuita. Es una ilusión óptica del alma. Vemos el resultado, el estallido, la inauguración del banquete. Y sentimos que la vida, a veces, es sencilla. Que las cosas buenas, de vez en cuando, simplemente brotan, como un regalo del cielo, porque sí, porque el mundo se ha despertado generoso.

Creemos que esa flor es un milagro de un día. Qué poco sabemos. Qué poco queremos saber de la trastienda de la luz, de la contabilidad secreta de los milagros. Porque esa fiesta de color, esa perfección que nos conmueve, no empieza con el sol. Empieza, como todas las cosas que importan, en la estación opuesta. Empieza con el frío, con la retirada, con el olor de la tierra húmeda que se prepara para el largo sueño. La verdad de esa flor comienza en otoño. Empieza con un objeto humilde, algo feo, un corazón terco envuelto en túnicas de papel seco. Un bulbo. La antítesis de la fiesta. Es un puño cerrado, una promesa guardada bajo llave, un proyecto en un cajón. Y aquí, en el frío que cala los huesos, empieza el esfuerzo.

Es un trabajo de manos sucias. Es el gesto de arrodillarse, de doblegar la espalda ante un suelo que ya no promete nada. Es cavar. Es un acto de fe que roza la locura: enterrar algo que parece muerto con la esperanza de que recuerde cómo vivir. Es, casi siempre, un trabajo que se hace en soledad. Nadie te aplaude por plantar bulbos en otoño. Nadie te saca una foto mientras, tiritando, entierras tus esperanzas. Es un esfuerzo clandestino, ingrato, invisible. Es la decisión de empezar la tesis, de ahorrar la primera moneda para un viaje imposible, de cuidar al que está enfermo, de empezar a sanar una herida que nadie ve. Es la siembra. Un acto de resistencia silenciosa.

Y después de la siembra, llega lo peor. La espera. El invierno. El invierno es la paciencia convertida en una forma de vida. Es la resignación. Pero no la resignación de quien se rinde, sino esa resignación activa de quien acepta las reglas del juego. La de quien entiende que no se puede forzar el resultado, que hay un tiempo para la acción y un tiempo para la confianza.

El bulbo está ahí abajo, solo, en su cripta de tierra helada. Y nosotras también. Estamos en nuestro invierno particular. La vida, en la superficie, sigue con su ruido, sus luces de Navidad, sus prisas y sus fiestas ajenas. Pero nuestra verdadera batalla, el esfuerzo que importa, se libra en la oscuridad. En la clandestinidad del alma.

Ahí abajo, en el silencio, es donde estamos luchando. Es un impulso lento, de pura digestión interna, que convierte la herida en el pigmento exacto que un día, en la superficie, todos llamarán belleza. El bulbo aguanta. Como aguantamos nosotras. Sosteniendo la estructura, confiando en el proceso, ejerciendo ese mimo invisible, ese cuidado que nadie reconoce, pero que es el único que importa.

Hasta que un día, un imperceptible cambio en el aire. Y el suelo se rompe. Un pequeño cono verde. Afilado. Vulnerable. Aún no es la flor. Es la evidencia. La prueba de que la lucha sirvió, de que la paciencia no fue en vano. Por eso, cuando esa mujer pasea en mayo, deslumbrada por el campo de tulipanes, lo que ve no es un milagro. Es una consecuencia. Es la cosecha. Es la fe del otoño y la soledad del invierno convertidas, por fin, en materia visible. Esa flor que se yergue tan orgullosa no es arrogante. Simplemente, se sabe merecedora. Sabe, con cada una de sus células, el frío que le costó fabricar ese color. Sabe que la belleza no es un regalo. Es, siempre, la recompensa visible de un trabajo que fue, durante mucho, mucho tiempo, obstinadamente invisible.

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