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OPINIÓN | 'Pesimismo y capitalismo', por Enric González
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Interferencia (Wikipedia): “fenómeno en el que dos o más ondas se superponen para formar una onda resultante de mayor o menor amplitud”.

Interferencias es un blog de Amador Fernández-Savater y Stéphane M. Grueso (@fanetin), donde también participan Felipe G. Gil, Silvia Nanclares, Guillermo Zapata y Mayo Fuster. Palabras e imágenes para contarnos de otra manera, porque somos lo que nos contamos que somos.

El germen del fin (sobre el derribo de estatuas)

'Esclavitud sin comillas', acción del colectivo Enmedio, fotografía: Oriana Eliçabe

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Uno no es el mismo en todo momento. Yo, sin ir más lejos, no encuentro muchas similitudes entre quien fui ayer cuando bajé a la playa de la Barceloneta a darme un baño –aprovechando que este año no hay tantos turistas–, y el que soy en estos momentos mientras escribo estas líneas. Y eso por no hablar del que fui cuando nací, hecho que sin duda debió de acontecer pero del que no conservo ningún recuerdo.

Esta inestabilidad del “ser” trae consigo, además de una pesada carga de inseguridad, una obviedad manifiesta: la estatua de alguien no representa nunca a la persona que fue. ¿Qué es lo que representa entonces una estatua? Responder a esta pregunta como se merece nos llevaría sin duda un tiempo del que ahora mismo no disponemos, pero resumiendo mucho podemos decir que las estatuas de personajes históricos más que ser la representación fidedigna de alguien, son, en realidad, un medio para expresar, legitimar y, en cierta medida, imponer un poder.

Una gran furia iconoclasta se ha desatado estos días por todas partes, y las estatuas de los héroes han comenzado a caer al suelo sin parar. El rey belga Leopoldo II; el traficante de esclavos Edward Colston; el general confederado Robert E. Lee; el presidente Roosevelt; y Colón, sobre todo, Cristóbal Colón.

Al verlas caer, algunos ponen el grito en el cielo. Dicen que derribar una estatua es borrar la historia. Esta afirmación me parece bastante exagerada, pero he de reconocer que algo de razón tiene. Al fin y al cabo, todo acto iconoclasta es siempre un intento por erradicar la historia asociada a la imagen que destruye. Lo que pasa es que nunca lo consigue del todo, del mismo modo que la estatua erguida en su pedestal tampoco consigue nunca imponer del todo su poder. Lo que ambas manifestaciones consiguen a lo sumo es suprimir o imponer tan solo una parte de la historia.

La parte de la historia que tratan de eliminar estos últimos ataques iconoclastas perpetrados contra la estatuaria de corte imperialista es aquella que presenta a estos hombres (porque son todos hombres) como héroes. “Tenemos que dejar de ver a estos personajes como héroes y empezar a verlos como lo que realmente fueron”, declaró ante las cámaras de televisión uno de los jóvenes que derribó la estatua de Colón en Virginia. Y yo estoy con él.

Para mí estas estatuas imperialistas responden a un sentido muy antiguo del ser humano. Uno en el que, por ejemplo, los seres humanos de raza negra quedaban excluidos y humillados por siempre. Los jóvenes activistas de Black Lives Matter tumban estas estatuas con el deseo de pasar de página en este oscuro capítulo de la historia y dejar atrás la tradición racista del supuesto universalismo burgués. Yo comparto su deseo, a mí también me gustaría pasar página y terminar de una vez por todas con este pesado libro.

Levantar cualquiera de estas estatuas en una plaza fue siempre un acto de separación. Algo parecido a levantar una frontera. Sus pedestales nunca fueron otra cosa que muros entre personas. A sus pies, no se pudo llevar a cabo nunca ningún acto de unión entre iguales. Estas estatuas negaron siempre nuestra condición de seres sociales necesitados los unos de los otros. Por eso creo que acarrean tanto descontento, porque son monumentos a la desigualdad que no permiten establecer lazos de amistad.

Puede que en el futuro se sorprendan viendo que hubo un tiempo en el que los humanos vivimos bajo la sombra de las estatuas de unos hombres que fueron tratantes de esclavos, colonialistas o, en el caso de Leopoldo II de Bélgica, genocidas. Quizá vean el nuestro como el tiempo de una civilización oscura incapaz de vislumbrar para sí misma otras referencias, otros valores y otros símbolos que aquellos referidos al dolor y a la humillación de nuestros semejantes.

Rebelarse contra el mundo que construyó estas figuras de lo monstruoso no me resulta, pues, una mala idea. Forzar su caída, disociarlas de lo heroico y comenzar a vincularlas con unos nuevos relatos como, por ejemplo, el de los campos de concentración en el caso de Roosevelt, o el del genocidio congoleño en el caso de Leopoldo II, me parece un buen plan. Pero es un plan que no está exento de peligros.

Cuando un sentido se encuentra tan arraigado en la cultura como se encuentra el de estos personajes (al menos en la cultura occidental), tratar de erradicarlo por la fuerza suele provocar dos reacciones antagónicas. Por un lado, cada estatua que cae al suelo abre una grieta en la creencia oficial de la historia; pero, por otro, esa misma caída apuntala y refuerza la fe de sus creyentes. Este es un problema muy antiguo, la historia está llena de ejemplos de revoluciones iconoclastas que, al tratar de inaugurar un nuevo relato del mundo, lo que consiguieron fue colaborar activamente en el reforzamiento del viejo.

El caso de la Unión Soviética es un claro ejemplo de ello. Visto con la perspectiva que nos ofrece el paso del tiempo, resulta evidente el vínculo entre la aceleración simbólica impuesta por el proyecto comunista y el odio con el que terminaron derribándose sus imágenes en toda la Europa oriental tras su caída en 1989. Habían pasado casi cien años y, aun así, las estatuas del antiguo régimen volvieron a alzarse (bajo una nueva forma) con el mismo ímpetu de antaño o incluso mayor.

Es la paradoja de las revoluciones iconoclastas: que en su intento por acelerar el curso del tiempo inscrito en la piedra terminan muchas veces compitiendo con la política en su afán por atestiguar y conceder peso a la historia. Y es que política y arte mantienen una estrecha relación desde el momento mismo en que ambas hicieron aparición en nuestras sociedades (mucho antes incluso de que las dos se llamasen así). En cuanto la política descubrió el modo de organizar y ordenar la materia que ofrecía el arte, quedó absolutamente prendada por él. Fue como si adivinase en el arte la magia capaz de ordenar el desorden de un mundo en constante cambio. Desde entonces, tanto el arte como la destrucción del arte no han dejado de ser para la política más que el instrumento con el que provocar cambios en nuestros modos de vida y la manera de perpetuarlos una vez acontecidos.

Las esculturas históricas están hechas para durar (por eso están esculpidas en piedra o fundidas en bronce), pero nunca duran tanto como las ideas que contienen. Seguramente era esto en lo que pensaba Roland Barthes cuando dijo aquello de que es siempre más subversivo alterar un signo que tratar de destruirlo. Entre otras cosas, porque las esculturas, como cualquier otro artefacto, están destinadas a desaparecer tarde o temprano, independientemente del uso que les demos. No hay más que ver en qué estado se encuentran hoy muchas de las imágenes religiosas que fueron concebidas para ser besadas y acariciadas, para darse cuenta de que incluso la veneración termina por convertirse a la larga en un agente destructivo, un tipo de iconoclastia.

Las creencias, sin embargo, resisten el paso del tiempo mucho más y mejor. Como lo hacen también los valores y las normas asociados a una estatua. Por eso yo soy partidario siempre de modificar una imagen añadiéndole una nueva capa de sentido más que de destruirla. En primer lugar, porque su destrucción, como digo, está asegurada; y, en segundo lugar, porque al tratar de acelerar la destrucción de cualquier imagen corremos un grave riego de alargar su vida inmaterial. Así que aplaudo las protestas antirracistas y las demandas de igualdad y de inclusión que están detrás de los últimos derribos de estatuas imperialistas, pero mucho me temo que no van a obtener los resultados que esperan aquellos que las han tirado al suelo.

Para el historiador del arte André Chastel el hecho de que la historia del arte francés esté tan llena de actos de destrucción iconoclasta se debe a que Francia es “un país de guerras civiles”. Me parece que tiene razón; yo también creo que todo el derrumbe de estatuas que estamos presenciando estos días es señal inequívoca de que andamos sumidos en una guerra civil. Cada día que pasa se extiende más la intolerancia por la corteza de nuestra cultura, y cada vez soportamos menos opiniones e ideas distintas a las nuestras (ideas que, por cierto, se sostienen con alfileres en nuestra cabeza). Andamos todos ahora en el sendero fiero y la humillación pública y el ostracismo son tendencia al alza en el conjunto del cuerpo social. No hay más que observar con detenimiento la actividad de las redes sociales para percatarnos de que la guerra civil es hoy la forma que define nuestra vida cotidiana, y mucho me temo que el hecho de derribar una imagen para poner otra en su lugar no hace más que incrementar el espíritu de esta guerra civil.

Tratar de traer de vuelta los “verdaderos valores” derribando las imágenes de otros, por muy negativas que estas puedan ser, abre las puertas a más violencia. Y si hay algo que no necesitamos es, precisamente, más violencia. Ningún gesto iconoclasta convencerá nunca a nadie que esté en contra de las ideas que nos llevan a cometerlo. Más bien al revés: se acentuará en ellos la idea de su mundo contra el nuestro y, a partir de ese momento, todo lo que venga del nuestro será para ellos ya siempre falso, igual que para nosotros todo lo que venga del suyo. Seguir por esta vía es, desde mi punto de vista, adentrarse en el desierto de una civilización que ya no vislumbra ningún mundo compartido.

Ese podría ser un destino de la humanidad como cualquier otro si no fuera porque nos necesitamos y estamos obligados a seguir viviendo relacionándonos los unos con los otros. ¿Qué hacer, pues, cuando debemos seguir viviendo juntos y no nos permiten hacerlo unas imágenes y tampoco su destrucción? No es fácil responder a este interrogante. Yo diría que hay que seguir erosionando el sentido incrustado en esas viejas imágenes, y tratar de hacerlo sin incrementar la separación entre nosotros. Debemos evitar por todos los medios ser como las imágenes que rechazamos, creadas y levantadas en la calle precisamente para separarnos.

Quizá haya llegado el momento de apartar nuestra mirada de los pedestales de esas estatuas y volver a mirar al suelo. Creo que dar con una nueva idea compartida del mundo exige volver a mirar al suelo, pues toda idea está siempre instalada en un paisaje, y ese paisaje no puede ser el de la guerra civil. En cuanto apartemos la mirada de esas estatuas y la pongamos en el suelo, veremos que la tierra está exhausta. Esta revelación puede que nos ponga en camino de sostener de nuevo una idea compartida del mundo. Una idea ajena a las certezas morales que traían consigo las viejas estatuas imperialistas, surgida de la consciencia de nuestra complicidad en el espectáculo de violencia y sufrimiento que se extiende hoy por todo el planeta.

Aprovechemos, pues, ahora que todavía quedan en pie algunas de estas terribles esculturas, y preguntémonos qué tipo de representaciones queremos crear una vez que hayan caído todas. Cómo serán, de qué estarán hechas estas nuevas representaciones capaces de interpelarnos a todos y no sólo a unos pocos. Cómo haremos para que actúen como un llamado que nos hacemos a nosotros mismos, como un contagio, como una llama viva. Para que nos acerquen de nuevo al mundo en el que vivimos y, a la vez, nos ayuden a tomar distancia de nosotros mismos. Para que nos desidentifiquen, que nos desintoxiquen, y para que nos otorguen el espacio de calma necesario para crear un nuevo modo de vida.

Prestemos atención por última vez a las viejas esculturas hechas de odio y rencor y comencemos a imaginar otras en las que no sea posible nunca jamás petrificar una única interpretación del tiempo y de la historia. Unas representaciones que no hagan sentirse a nadie intruso en el interior de su propia cultura y que no agredan a nadie, que no hablen de vencedores y vencidos, sino de personas situadas siempre en el camino infinito de convertirse en algo y nunca hechas del todo. Unas representaciones que al alzarse en mitad de la calle redefinan por completo aquello en lo que somos capaces de convertirnos. Unas representaciones, en definitiva, que, lejos de afirmar certezas incuestionables y verdades ya dadas, sean un permanente punto de interrogación. Pues todo lo que es perfectamente conocido lleva implícito el germen de su fin, y las esculturas de héroes imperialistas las conocemos ya demasiado bien.

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