Conocí a Kirikú hace 16 años. Kirikú era entonces un niño valiente y bondadoso. Un niño fiel a los principios del entorno que le vio crecer: la cooperación, el respeto y el amor al medio ambiente. Kirikú, siendo muy pequeñito y perteneciendo a un mundo muy distinto al mío me enseñó cosas que llevaré conmigo para toda la vida.
Kirikú creció. Luchó por generar recursos para su familia en su país de origen. Pero no lo logró. Y aún siendo consciente de los graves riesgos que comportaba y sobre todo, siendo consciente de que no había garantías de éxito, decidió emprender un viaje para intentar llegar hasta España. Para intentar dar el salto a Europa.
Al partir, Kirikú no tenía unas aspiraciones complejas, “Quería cruzar para poder dar de comer a su familia”, describen algunas de sus amistades. Kirikú era un estupendo bailarín. “Solíamos escuchar juntos canciones de su país. Yo le gustaba porque siempre escuchaba música de Costa de Marfil en mi móvil”. Unos días antes de emprender el viaje hicieron una fiesta y todos comentaban lo bien que se movía. A menudo se reunía con amigos en un claro que denominan “campo de fútbol” donde juegan sin balón o cualquier bola de trapo. También le encantaba cantar. Y divertirse en común.
“Kirikú es pequeñito y no tiene miedo”, decía de sí mismo cuando no era más que un niño. De adulto mantenía esa valentía. Pero no fue suficiente para enfrentar el pavor que pasó en el agua mientras intentaba cruzar a nado para llegar a nuestras costas. Como muchos otros, Kirikú no lo consiguió.
Puede que la parábola de Kirikú te resulte insuficiente como homenaje a las personas que murieron en Ceuta y de las que ni siquiera conocemos su nombre (a pesar del trabajo de periodistas como Gabriela Sánchez, que como otros se está esforzando por contar qué ocurrió). A mi me sirve para pensar que por cada una de esas personas que han muerto por culpa directa o indirecta del brazo ejecutor de la Fortaleza Europea, hemos perdido la oportunidad de conocer a alguien increíble, a “un Kirikú” bondadoso y valiente.
Este incidente nos muestra además la más hedionda y racista de las representaciones mediáticas de migrantes que podamos hacer: “Los migrantes como un problema a resolver donde la estrategia comunicativa es evidente: cosificarlo, criminalizarlo, tratarlo como un invasor, como un asaltante, como un ladrón, como un enemigo. En definitiva, como un Otro, como algo que no es como Nosotros” (Rubén Díaz). Solo una sociedad encerrada en sí misma es capaz de mantener un absurdo en el que se usa la palabra “inmigrante” como el traje de un reo. Y en realidad los reos somos nosotros y Europa nuestra cárcel.
Lo que no sabe este pobre infeliz es que el “todos somos migrantes” no es ninguna falacia hippie. Nuestro pasado genético es prueba de ello. Que las fronteras estén basadas en divisiones artificiales y contingentes, también. Todos somos migrantes. Todos somos Kirikú. Y Kirikú no pertenecía a un solo lugar. Kirikú era atravesado por algunos lugares. En ocasiones, por un país, en otras por una casa, por un barrio, por un paisaje. Algunos los escogió y otros le vinieron dados. Era de aquí y de más allá.
Kirikú llegó hasta Ceuta. Y murió. Y con él una parte de nosotros.
Sobre este blog
Interferencia (Wikipedia): “fenómeno en el que dos o más ondas se superponen para formar una onda resultante de mayor o menor amplitud”.