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Este es el primer capítulo del libro que Enrique Meneses ordenó publicar cuando muriera Castro

Enrique Meneses, junto a Fidel Castro. En el centro, Raúl Castro

Enrique Meneses

INTRODUCCIÓN, por Gumersindo Lafuente. Las vidas de Fidel Castro y el fotorreportero español Enrique Meneses se cruzaron a mediados de diciembre de 1957 en Sierra Maestra. Enrique había llegado a Cuba empujado por el amor, pero muy pronto quedó fascinado por la “revolucioncita” que unos barbudos estaban protagonizando en Sierra Maestra y decidió que de alguna manera lograría entrar en contacto con ellos. La aventura no fue sencilla. En ese momento, los potentes equipos de Life y Time, apostados en La Habana, estrechamente vigilados por la policía secreta de Fulgencio Batista, se disputaban el honor periodístico de ser los primeros en captar con sus cámaras las aventuras de los guerrilleros. Enrique, que trabajaba para Paris Match, la competencia europea, jugó sus cartas en solitario y explotando su ingenio y su encanto personal logró la exclusiva de su vida. Ya en la sierra, convivió varios meses con los guerrilleros y publicó los primeros grandes reportajes de lo que estaba ocurriendo en Cuba. El impacto de la portada de Paris Match fue tremendo. De su experiencia cubana Enrique se trajo muchas historias que se convirtieron en artículos y libros, y unas fotografías imprescindibles para comprender por qué una revolución impulsada por un puñado de aventureros pudo triunfar contra todo un ejército. Enrique siguió toda su vida fascinado por lo que allí vio, y los recuerdos precisos de sus encuentros con Fidel o con el Che, llenaron páginas y horas de jugosas charlas de los que tuvimos la suerte de conocerle. También se convirtieron en un libro sobre la vida de Castro, destinado a ser publicado justo después de su muerte. Un día, Meneses, consciente de que el revolucionario sobreviviría al reportero (Enrique murió en enero de 2013) encargó a su amigo Jon Lee Anderson el prólogo y lo dejó todo organizado para que la obra fuese una realidad. Ese momento ha llegado y el libro, “Fidel Castro, patria y muerte”, del que eldiario.es ofrece el primer capítulo, estará en las librerías el próximo 5 de diciembre editado por Ediciones del Viento.

CAPÍTULO I. Nace un héroe. Enrique Meneses

“Poco antes de las cinco de la madrugada del 26 de julio de 1953, las calles de Santiago de Cuba estaban más frecuentadas que de costumbre a esas horas. El día había sido de fiesta, y numerosos santiagueros aún festejaban a su patrono. Por eso, a nadie le extrañó el paso de una caravana compuesta de veintiséis vehículos que se dirigía hacia el cruce de las avenidas Trocha y Garzón. Ahí, los vehículos se dividieron en tres grupos que tomaron la Avenida de las Enfermeras. En el último grupo, un hombre alto fijaba su mirada miope en los vehículos que precedían y aferraba sus manos a una metralleta. Se llamaba Fidel Castro, y, con sus dos centenares de compañeros, iba a tallarse un nombre en la historia contemporánea.

Aquella expedición que avanzaba por las calles de Santiago sigilosamente, tenía por finalidad atacar a las guarniciones de Bayamo y Santiago. Treinta hombres estaban ya situados frente a la confiada guarnición de Bayamo y ciento setenta se acercaban al cuartel Moncada, la segunda guarnición de Cuba. Dos posibilidades habían sido previstas por Fidel Castro: reducir a los defensores del Moncada logrando un éxito singular sobre el régimen de Batista, o tener que retirarse capitalizando sobre la publicidad que el ataque tendría en toda Cuba. En ambos casos, la audacia de los atacantes se vería recompensada.

Todo había sido planeado durante varios meses. En el elegante barrio habanero del Vedado, en la calle 25 y O, Fidel Castro había estudiado esta operación en sus mínimos detalles junto con sus más fieles amigos. Todos eran miembros del Partido Ortodoxo de Eduardo Chibás, y todos se sentían frustrados por la toma del poder por Batista, que, el 10 de marzo de 1952, había depuesto al presidente Prío Socarrás. Este golpe de fuerza echaba al suelo las esperanzas de todos los que aguardaban con impaciencia las elecciones del primero de junio. Pese a ser miembros del Partido Ortodoxo, Fidel Castro, Abel Santamaría, Jesús Montané, René Guitart y otros muchos, representaban los “jóvenes leones” del partido y no gozaban del apoyo absoluto de sus mayores, quizá porque éstos tenían otra edad y corrían más riesgos por ser personajes conocidos del nuevo Gobierno.

Los insurrectos trabajaron duro preparando el ataque. Obtuvieron fondos empeñándose, sacando dinero de sus familias y hasta falseando firmas de cheques, según sus adversarios. En una finca de Siboney, cerca de Santiago de Cuba, el propietario, Ernesto Tizol, comenzó a esconder las armas que le eran enviadas, ayudado por Haydee Santamaría, hermana de Abel.

[…]

A las tres de la madrugada del 26 de julio, Fidel Castro había dado sus últimas instrucciones. Los hombres de Bayamo ya estaban en aquella localidad listos para el ataque. En Santiago, Pepe Suárez, Montané y Guitart debían apoderarse de los centinelas del cuartel Moncada por sorpresa. Para ello, contaban con una fecha festiva, por lo que los uniformes rebeldes podrían ser confundidos con los de soldados de permiso que regresaban al cuartel.

Raúl Castro, hermano de Fidel, pese a sus veintidós años, recibió orden de ocupar con sus hombres el Palacio de Justicia, situado frente al cuartel, para instalar una ametralladora en el tejado.

Otro grupo debía ocupar una emisora de radio por la que emitirían, en caso de victoria, la cinta magnetofónica del último discurso de Eduardo Chibás pronunciado frente las cámaras de televisión, minutos antes de suicidarse en los estudios de CMQ. También se debía leer una proclamación de Fidel Castro que comprendía nueve puntos, y en la que, junto con sus planes para una nueva sociedad cubana, el jefe insurrecto subrayaba que los motivos de aquella rebelión se debían exclusivamente al deseo de todos los cubanos de restablecer la Constitución de 1940, violada por Fulgencio Batista al tomar el poder mediante la fuerza.

También había que tomar el hospital Saturnino Lora, situado frente a la entrada principal del cuartel. Al mando de Abel Santamaría, el médico Mario Muñoz, Julio Trigo, Haydee Santamaría y Melba Hernández, estas dos vestidas de enfermeras, ocuparon el hospital sin problemas. Su misión era, junto con el médico, prestar auxilio a los heridos.

A las 5:15 de la madrugada se hicieron los primeros disparos. Eran los de Fidel Castro, obligado a cubrir con su fuego la salida de los rebeldes de uno de los coches que había volcado accidentalmente. Este incidente eliminaba el elemento sorpresa que tanto había cuidado Fidel Castro. Otro error fue el poco conocimiento que los atacantes tenían del interior de la fortaleza. En el patio del Moncada se dirigieron a la armería, pero se encontraron con la barbería del cuartel.

Un fuego nutrido caía sobre los atacantes que permanecían en medio del patio sin saber a dónde ir. Guitart cae muerto. Fidel Castro ordena la retirada. Los rebeldes huyen deshaciéndose de sus uniformes y quedándose con sus ropas civiles que llevan debajo en previsión de esta eventualidad. Los hombres de Castro escapan en tres direcciones: unos, a refugiarse en el hospital ocupado por Santamaría; otros, a casas de amigos en pleno Santiago y un tercer grupo, hacia la finca de Siboney primero, y a la Sierra Maestra después.

Los que buscaron refugio en el hospital, lo lamentaron muy pronto. Después de disfrazarse de pacientes vendados para escapar a la búsqueda que el Ejército no dejaría de hacer, se metieron en las camas libres. Los soldados no tardaron en venir, y ya se retiraban al comprobar que allí sólo había enfermos, cuando un empleado del hospital denunció a los rebeldes. El Ejército apresó a veinte hombres y a las dos falsas enfermeras. Al salir del hospital, un soldado dio muerte por la espalda al Dr. Muñoz.

Los que se habían escondido en Santiago de Cuba tampoco fueron muy afortunados. Uno tras otro iban siendo descubiertos por la Policía batistiana, que registraba todas las casas de la ciudad.

El general Martín Díaz Tamayo vino urgentemente a Santiago. Traía órdenes de La Habana para actuar con el máximo rigor. Por cada soldado caído en el ataque, diez prisioneros rebeldes debían ser fusilados. Fidel Castro, entretanto, se había retirado junto con algunos compañeros a las laderas de Sierra Maestra. El arzobispo de Santiago, monseñor Enrique Pérez Serantes, se entrevistó con el coronel Alberto del Río Chaviano y le pidió que respetase la vida de los rebeldes que se rindiesen.

El Ejército buscaba ahora en la Sierra Maestra a los restantes atacantes del Moncada. El teniente Pedro Sarria conocía personalmente a Fidel Castro, y fue elegido para mandar una patrulla encargada de localizar al jefe rebelde. Agotados, hambrientos, sin municiones, Fidel Castro y dos de sus hombres se toparon con la patrulla de Sarria. En lugar de descubrirlo, el teniente murmuró al oído de Castro, mientras lo registraba, pidiéndole que no se identificase, pues su vida corría peligro.

En lugar de llevar a los presos al cuartel de Moncada o ejecutarlos en el acto, como tenía orden, Pedro Sarria los llevó a la cárcel municipal de Santiago, donde, aunque se supiese la identidad de Fidel Castro, no corría un peligro inmediato. Como consecuencia de su acto, el teniente Pedro Sarria fue destituido.

El coronel Chaviano redactó un informe en el que trataba a los atacantes del Moncada de «maleantes». También decía que muchos de los hombres que habían seguido a Castro lo hicieran engañados y que, cuando se percataron de su error y quisieron huir, Fidel Castro y sus amigos los mataron por la espalda. En total, bajo la causa 37, como se denominó el proceso de los insurrectos, se iba a juzgar a ciento veinte hombres y dos mujeres. Otros más no pudieron ser juzgados por haber sido muertos en sus celdas o torturados hasta el punto de ser impresentables ante la Corte.

Los enjuiciados fueron encerrados en la cárcel de Boniato hasta que se celebrase el juicio fijado en Santiago para el 21 de septiembre de 1953.

Un millar de soldados guardaba el trayecto por el que debían pasar los presos hasta llegar al tribunal. En Santiago se temía que los más importantes fuesen muertos aplicándoseles la «ley de fugas», pero todo el país estaba pendiente del juicio, sobre todo en la segunda ciudad de Cuba, donde la Policía había cometido excesos al registrar las casas en busca de fugitivos.

En el juicio, el fiscal quiso demostrar que la organización del ataque había sido financiada por el ex presidente Prío Socarrás desde Miami, pero Fidel Castro, que actuaba como su propio defensor, deshizo el argumento sacando de su bolsillo una lista completa de los gastos de la malograda expedición. Los 16.480 pesos que había costado el ataque eran producto de donativos de los mismos participantes.

Suspendido por unos días, el juicio se reanudó el 26 de septiembre sin la presencia de Fidel Castro. Cuando la Policía alegó que el preso no podía presentarse por encontrarse enfermo, Melba Hernández, que también se defendía a sí misma por ser abogada, sacó de su moño un rollito de papel que entregó al presidente del Tribunal. Este leyó un mensaje de puño y letra de Fidel Castro en el que declaraba encontrarse en perfecto estado de salud y acusaba al Gobierno de planear su eliminación. Pedía al Tribunal que nombrase un delegado para investigar «su enfermedad» así como vigilar las idas y venidas de los presos entre cárcel y Tribunal con el fin de evitar la aplicación de la «ley de fugas». El presidente accedió a la solicitud, pidiendo que se realizase un examen médico del jefe rebelde.

El 28 de septiembre la acusación dijo que los rebeldes habían utilizado puñales para asesinar soldados, pero los expertos del Tribunal, oficialmente nombrados, negaron que los muertos militares presentasen heridas de arma blanca.

Por su lado, Haydee Santamaría denunció el asesinato del Dr. Muñoz, así como otros 25 presos, entre los que se encontraba su hermano Abel. Refiriéndose a éste, Haydee dijo que la Policía le había traído hasta la celda un ojo arrancado a su hermano, pidiéndole que evitase los sufrimientos de Abel confesando la participación de Prío Socarrás en la conspiración. A1 negarse Haydee, le trajeron el segundo ojo.

Fidel Castro basó su defensa sobre el hecho de que no podía acusárseles de intentar derribar al Gobierno constitucional, puesto que precisamente era Batista el que había derrocado dicho Gobierno el 10 de marzo. En cuanto a atacar la inconstitucionalidad de Batista por medios jurídicos, Fidel Castro subrayó que lo había hecho ante el Tribunal de Garantías Constitucionales y el Tribunal de Urgencia de La Habana sin resultado alguno.

Pese al impacto que la defensa de Fidel Castro causó ante los presentes, el juicio no obtuvo eco inmediato en el país porque Batista había impuesto la censura, junto con la suspensión de garantías constitucionales, al día siguiente del ataque al Moncada.

Durante las cinco últimas horas que Fidel Castro habló en su defensa, mencionó las torturas de la Policía y el Ejército batistianos, expuso sus proyectos para el futuro de Cuba, criticó el imperialismo y subrayó el paro obrero existente. Habló para el «guajiro» analfabeto, para el estudiante idealista, para «los jueces justos», para todos los resentidos del país. Pidió que no se le hiciese trato de favor a la hora de sentenciar, y concluyo gritando: «¡Condénenme! ¡No importa! ¡La Historia me absolverá!».

Fue condenado a quince años de penitenciaría en la isla de Pinos, la famosa «Isla del Tesoro» de R. L. Stevenson, en la parte sur occidental de Cuba.

Doscientos hombres habían tomado parte en el ataque a Bayamo y al Moncada. Setenta habían muerto en combate o en las celdas de la Policía o del Ejército. Fidel Castro había fracasado en su intento insurreccional, pero había sembrado para futuras cosechas. Al provocar la violenta y hasta cierto punto desmesurada represión batistiana, había ganado mucho más que una victoria militar. Con sus mártires, aún frescos, había logrado despertar en sus compatriotas el odio hacia un gobierno nacido de un golpe de estado incruento, sacudir la inercia de los grupos políticos de oposición y crear la atmósfera propicia para una guerra civil.

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