Has elegido la edición de . Verás las noticias de esta portada en el módulo de ediciones locales de la home de elDiario.es.
CRÓNICA

Toda Nicaragua es una inmensa casa

Alberto Arce

Managua, Nicaragua —
“Ya ves, viajero, está su puerta abierta, todo el país es una inmensa casa. No, no te equivocaste de aeropuerto: entra nomás, estás en Nicaragua.”

Julio Cortázar, 1980.

En casa de la familia Valle hay una silla vacía desde el 14 de julio. Y no siempre es la misma. La casa de la familia Valle en Managua es una cárcel en la que una madre, sus dos hijas y su hijo esperan a que un día la policía eche la puerta abajo y los lleve como ya ha llevado a cientos. No quieren huir. No pueden. No mientras el padre siga encerrado en el penal del Chipotle. Alguien tiene que llevarle la comida y recordarle los martes, aunque solo sea durante media hora, que no está solo. Que siguen allí. Juntos en la lucha contra la dictadura de Daniel Ortega y Rosario Murillo.

Rebeca Montenegro, la madre, siempre se levanta la primera. Apenas termina de lavarse y tomar café, pone carbón en una estufa. El sol de la mañana irrumpe en el patio. El humo es lo único libre en esta casa. La luz marca su ruta de huida mientras asciende entre las láminas del tejado y un palo de mango. La carne de res se hace a fuego lento hasta ponerse negra, un poco dura. Rebeca la cocina para su marido, Carlos Valle, que cumple más de 100 días preso sin que se hayan presentado cargos en su contra.

Para el almuerzo, alista esa carne, el arroz con chismol, los frijoles y las tajadas y una botella de agua congelada a la que Carlos añadirá algo de cebada para prepararse un refresco. Las dos bandejas de durapax en las que coloca la comida antes de cerrarlas con cinta, a reventar. Escribe el nombre de su esposo con un marcador negro.

Bajo el nombre, tres letras, T.Q.M.

Rebeca está lista para su peregrinación diaria al penal de memoria más oscura del país. A sus 44 años derrocha presencia. Es alta y fuerte. De pelo en moño y cara limpia, elegante en el gesto, no desfallece. Derrocha actitud. Se despide de su hijo David, de 22, remolón y lento, colocho y barbudo. De sus hijas. La recia Elsa, de 19 años, piel mate y pelo largo y muy cuidado. Rebeca, una adolescente de 16, vestida de negro y sin palabras. No puede llegar tarde. La policía deja de recibir la comida con una puntualidad que forma parte del castigo. No sería la primera vez que su marido se quedase sin comer por un retraso. La casa, modesta pero bien organizada, destila firmeza y determinación pero también tristeza, agotamiento, tensión ensimismada y consumo compulsivo de series en el sofá. Van por el décimo capítulo de la quinta temporada de Vikingos.

El taxi, a mano alzada y colectivo, que sale más barato. Durante el trayecto no abre a boca. Todos saben. Al meter la cabeza por la ventanilla y pedir precio ha dicho dónde va.

El Chipote.

Para subir al Chipote hay que agarrar aire y moral. La cárcel de cuanta dictadura ha sido en Nicaragua proyecta su sombra sobre el país anclada desde hace casi 90 años en la Loma de Tiscapa, centro de Managua. Está al final de una cuesta pronunciada. Regada por un chorro de calor.

Prologada por dos escenas en blanco y negro.

En la primera vemos a una mujer joven que reparte bolsas de comida. Viene de la iglesia católica. Algunas de las esposas, madres y hermanas de los presos y presas en la cárcel no tienen suficiente -dinero ni tiempo- para llevar dos tiempos de alimentos al día. La joven apunta el nombre en una libreta de anillas y entrega la bolsa. Escueta, nerviosa, incómoda, ocupada, señala hacia arriba con la mirada y una leve inclinación de la cabeza. “Nos molestan mucho. A veces llegan y nos quitan las bolsas”.

La segunda escena muestra a quienes entorpecen sus vidas. Una docena de hombres sentados sobre un pequeño muro. En las manos, bastones de madera y metal. Cuando Rebeca pasa delante de ellos, cargada y sofocada, los golpean contra el suelo. Toc, toc, toc. Clavan la mirada, perseguidora. Ella no se la devuelve. “Antes era peor, agredían, empujaban, insultaban”, explica ignorándolos. Son la turba. La fuerza de choque del gobierno. Aquí no manda la policía. Mandan ellos, su estado de ánimo, las órdenes que hayan recibido. Pueden hacer lo que quieran con los familiares de los presos.

El último tramo de la subida recorre el pasillo formado por toldos del Frente Sandinista de Liberación Nacional decorados con mensajes alusivos a su paz, la de los francotiradores, entre las fotografías y nombres de dos docenas de policías. Según la propaganda del gobierno esos son los agentes asesinados por los manifestantes de las protestas contra el gobierno de los últimos meses. Según esa misma versión falsaria de la historia, esa turba no es turba. Son los familiares de esos agentes. Rebeca se ríe. “Ya nos conocemos. Son tan familiares de policías como yo. Muertos de hambre es lo que son, que nos agreden por un saco de frijol”.

Frente al portón, silencio e incomodidad. Durante la espera, una a una,se acercan las mujeres, agarradas a bolsas y carpetas llenas de papeles. Sin dejar de mirar hacia la verja y los policías, como si no estuviésemos hablando, mascullan el nombre de su familiar y el tiempo que lleva detenido. Un mes, tres meses, siete meses. Quienes están encerrados aquí, en el hoyo de la detención arbitraria, no saben de que se los acusa. No hay cargos contra ellos, dicen, ni han sido, en muchos casos, presentados ante el juez. La policía abre la puerta. Sin cruzar una palabra, casi sin mirarse, Rebeca da el nombre del preso, Carlos Valle, deja las bolsas, entrega su cédula, firma y tiene que irse. Como todas las demás.

Del interior sale una picop abierta quemando llanta. Tres policías encapuchados y bien agarrados a sus armas se llevan a un hombre esposado. Una de las mujeres reconoce a su mamá en la cabina. Se emociona. Llora. Dice “¡Mamá! ¿Adónde la llevarán?” Las otras responden. “Corré, corré, andá, pedí taxi, andá al juzgado, seguro que la podés ver”. Corre cuesta abajo, sola. Las demás se despiden. Volverán a verse al día siguiente. Y al siguiente. Y al siguiente. Y al siguiente. Más adelante sabremos que ir a ver a una presa al juzgado puede provocar que la visita termine con la familia en el Chipote.

De regreso en casa la madre convoca a sus tres hijos alrededor de una mesa cubierta por un mantel de plástico. David, de 22, visiblemente enfadado con la vida, incómodo. Elsa, de 19, muy seria. Rebeca, de 16, tímida. Ausente. Ya sea por imposición militante, orden materna o voluntad sincera de aportar su testimonio, todos participan. Cada uno imprime su estilo y momento. Las heridas abiertas por sus experiencias coreografían el modo de procesarlas ante el extraño. Rotan por las sillas, hablan, vienen y van, se levantan de la mesa al cuarto, caminan por el patio o se tiran en el sofá. Regresan a la mesa para apostillar o solo escuchar.

Los cuatro lo están pasando mal. El padre lleva detenido 100 días. Rebeca, la madre, madre, abogada y notaria pública ha sido golpeada y despedida de su empleo en la administración después de 16 años trabajando en el área de la formación técnica de estudiantes. David, el hijo mayor ha sido golpeado, amenazado, detenido y espera que cualquier día vengan a llevárselo de nuevo. Solo sale de casa para trabajar en un call center –de amigos que nos apoyan, matiza- o para ver su hijo de año y medio con el que no vive por motivos de seguridad. A la mediana, Elsa, la tuvieron 75 días presa. Sufrió un aborto en la cárcel. Asesinaron al padre del bebé. No sale de casa. A Rebeca-hija la golpearon, detuvieron y mantienen acosada en la escuela. Mientras dura el receso de invierno tampoco sale de casa.

La familia Valle paga así su cuota de sufrimiento por participar en el levantamiento azul y blanco contra el régimen de Daniel Ortega y Rosario Murillo. Desde que comenzó la rebelión, el 18 de abril, quedan en la memoria más de 300 muertos y más de 600 presos políticos; Miles de personas han huido exiliadas al extranjero o languidecen escondidas en casas de seguridad por todo el país; Un diario, Confidencial y dos canales de televisión, Esta Semana y 100% noticias han sido confiscados mientras el resto de los medios críticos y sus periodistas están listos para seguir el mismo camino de la cárcel o el exilio; casi todas las organizaciones no gubernamentales nicaragüenses que peleaban han sido clausuradas y los organismos internacionales de derechos humanos que han denunciado lo que sucede en Nicaragua han sido expulsados del país.

La familia Valle al completo es víctima de lo que el Grupo de Expertos Independientes nombrado por la Organización de Estados Americanos ha calificado en su informe sobre lo sucedido en Nicaragua como “crímenes de lesa humanidad” perpetrados por el gobierno. Han sido asesinados, perseguidos, detenidos de manera arbitraria, acusados, golpeados, de algún modo torturados, sometidos a tratos vejatorios, amenazados y represaliados laboralmente por su compromiso político. Son los perdedores de una ofensiva contra la oposición política lanzada por la policía y fuerzas paramilitares coordinada desde las instancias más altas del estado. La familia Valle, unida, es recordatorio y testigo de que algún día los responsables de la represión en Nicaragua podrían acabar sentados ante la justicia internacional.

La detención de Carlos Valle.

Como casi todas las historias nicaragüenses, la historia política de Carlos Valle es un círculo de lucha contra la dictadura que se cierra sobre sí mismo. Comienza durante la dictadura de Anastasio Somoza en la década de los 70 y sigue durante la de Daniel Ortega y Rosario Murillo, casi medio siglo después. La cárcel del Chipote, el hilo que une Nicaragua a lo largo de sus dictaduras. Pasa el tiempo y la represión se repite. Hay más presos políticos en Nicaragua hoy que al final de la dictadura somocista.

Según cuenta Rebeca la vida de su esposo Carlos y la política son una desde que tuvo uso de razón. A los 16 escapó de casa. Fue miembro de la guerrilla sandinista. Su último combate de entonces fue en Managua. Aún tiene el brazo derecho lleno de charneles (metralla). Tras el triunfo de la revolución trabajó en el área de granos básicos y distribución de alimentos. Se desencantó, explica, por la diferencia entre el socialismo de palabra y el real. En algún momento cayó preso –no abunda- vivió un primer exilio y regresó a Nicaragua como miembro del Partido Liberal Constitucionalista, del que fue concejal en Managua entre 2001 y 2007. De ahí pasó a rebuscarse la vida como cronista de béisbol para la emisora radial Corporación e incluso tuvo un taxi. Hablaremos del taxi después, su esqueleto yace en el patio de la casa. Su familia ha recorrido Nicaragua de punta a punta y de mitin en mitin. Nunca dejó el activismo. Aunque lo esperase -quizás lo deseara- no sabía que sus hijos tomaban nota de lo que veían y acabarían asumiendo el testigo de su lucha. Es más, si hoy está detenido fue por manifestarse pidiendo la libertad de su hija, apresada incluso antes que él.

Dice David. “Mi papá siempre nos enseñó a luchar por lo que uno cree. Es la educación de la casa y eso marca. Ese sentimiento nos lanzó a la protesta con una determinación clara. No quita el miedo pero amarra a la lucha”.

A Carlos Valle lo detuvieron en la calle el día 15 de septiembre de este año. Regresaba a casa tras una marcha de protesta junto a su esposa, su hija pequeña y su hijo. Cargaban una pancarta. Pedían la libertad de Elsa, de 19 años, la hija mediana, que llevaba presa desde el 14 de julio. Existe una grabación de teléfono del arresto. A la altura del mercado Huembes se les acercó un hombre en moto. Llevaba una niña detrás. Entre la niña y él, un saco de grano. La versión de Rebeca-madre dice que a ese hombre lo envió la policía para provocar y que el grano lo demuestra. El saco, asume, es en pago por el servicio prestado. “Que diera gracias a dios que su hija no estaba engusanada o violada en un cauce”, recuerda que dijo el hombre de la moto. “A los nicaragüenses nos corre sangre por las venas y no gelatina”, justifica Rebeca, así que Carlos le soltó un puñetazo en el casco. Se lastimó la mano. Había caído en la trampa.

Varias cuadras después apareció una patrulla. De ella se bajaron media docena de policías y un par de hombres de civil. Carlos se deshizo del teléfono y la cartera y trató de huir. No lo logró. La familia entera reaccionó. En medio de la confusión, a sus 16 años, con la experiencia que dan meses de marchas de protesta, Rebeca-hija saltó. “Me puse a meterle golpes a los policías y ellos sin piedad me golpeaban en la cara y me apartaban”, cuenta. No tenía ninguna posibilidad. Se quedó sola en la calle. Llorando. Perdida. En estado de shock. Acababan de llevarse a su madre y a su madre. Había perdido a su hermano. Logró que alguien la llevara a casa de su abuela. “Sentí rabia y dolor. Más rabia que dolor”.

Rebeca-madre recuerda dos frases de los civiles a Carlos: Un “por fin te agarramos, pelón maldito golpista” y un “ya sabés lo que te espera, tiro y a un cauce”. Decidió pelear por su esposo. A Carlos lo tiraron a la parte de atrás de la camioneta. “Me mancuerné con los policías hasta que no pude más. Me subí. Aceleraba y frenaba para que me cayera. Un policía que iba sobre él monta el AK y le apunta. ”Disparale le digo, que te voy a perseguir hasta la vida eterna“. Al llegar a la estación número cinco a Rebeca le dieron dos culatazos y la sacaron a aventones del lugar. ”Mi esposo traía la boca llena de sangre“.

Desde la puerta vio como también metían dentro a su hijo. Durante el arresto, David se quedó con un número escrito en el vehículo que se llevaba a sus padres: Distrito cinco. Allá se fue. Cuando estaba cerca, se metió en una frutería para cambiarse de camiseta -no somos delincuentes, somos estudiantes- antes de entrar a preguntar por él. Un sapo (chivato), los sapos siempre, lo denunció a la policía. Entró a la comisaría, sí. Pero detenido. A golpe de culatazo. En una celda, recibiendo golpes, se comunicaron con gestos. Nadie debía reconocer que eran familia. Pero no contaban con el enlace político. Como en las cárceles, en las comisarías tampoco manda la policía. Un líder sandinista, un civil encapuchado, llegó a ver a los detenidos. Su trabajo, sacar fotos, recoger nombres y cédulas, circularlas por sus grupos para el señalamiento. Marcó a padre e hijo. Dio orden de enviarlos al Chipote. A los dos los enchacharon y los llevaron tirados en el suelo de una camioneta. “Nadie levante la cabeza que le doy con la culata”, repetido una y otra vez. Una vez allí, ocho horas sentados en el suelo. Ocho horas de interrogatorio colectivo. Piden nombres, insultan. “Ustedes perros van a morir” o “los tenemos en videos disparando a la policía”. Mienten para forzar confesiones. Decidieron que no tenían nada de qué acusar a David. No pueden quedarse con todo el mundo, no hay espacio. Lo pasaron a una oficina, de civiles de nuevo, para recibir un discurso moralizante. Esa misma noche lo soltaron. Desde que salió, no paró de vomitar hasta el día siguiente. Pudo reunirse con su madre y su hermana pequeña para regresar a su encierro en casa. Su padre, Carlos, se quedó en el Chipote.

Desde aquel 14 de julio, sólo su esposa Rebeca puede visitar a Carlos Valle en prisión. Los martes, en una sala donde los guardias colocan dos hileras de sillas en paralelo, una para los presos, otra para los familiares, sin ninguna privacidad y con prisas. A los hijos de Carlos Valle no les está permitido visitarlo. Por una regla no escrita pero sí explicada. Nadie que haya estado preso en el Chipotle puede visitar a un preso en el Chipotle. Y los tres hijos de Carlos Valle son veteranos del Chipote.

Elsa y David. Su batalla.

Elsa y David discuten para recordar cuál de los dos se sumó primero a la lucha.

Fue él. Ella cede. Apenas un par de días de diferencia. 19 y 21 de abril. David se fue con su novia a la UNAN (Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua). Dejaron a su hija de año y medio con la abuela, con Rebeca. Dejaron también sus trabajos en un call center, pidieron sus liquidaciones y con ese dinero compraron suministros para encerrarse en la universidad.

La última fase de calentamiento para la rebelión llevaba tiempo incubándose. El incendio de la Reserva de Indio Maíz y la desidia gubernamental en su extinción, los golpes, la represión. Los viejitos, la protesta por el recorte a la seguridad social, más golpes, la represión de nuevo. Los últimos diez años de sandinismo new age, cristiano socialista y solidario, el régimen de los saporotes -sapos y cerotes corruptos vigilando y delatando a sus vecinos por cuatro sacos de comida y una mochila de material escolar o un sueldo del estado- estallaron en lo que tardaron en correr decenas de cadenas de mensajes por whatsapp que llamaban a la protesta estudiantil. A ocupar la universidades.

Elsa estudiaba periodismo en la Uhispam (Universidad Hispanoamericana). Un grupo de amigos de Elsa lanzó la ocupación de la UPOLI (Universidad Politécnica). Pedían medicamentos, comida y gente dispuesta a proteger la universidad del ataque de la policía y turbas del gobierno. Agarró un bus y fue al trabajo de su madre.

- Disculpame mami, pero me voy a meter en esto. Ya tomé la decisión.

Sintió el apoyo. Sabía lo que hacía. No iban de fiesta. Su primera parada fue en las oficinas de la Cruz Roja para hacerse con insumos médicos. También cargaba una mochila llena de comida. Al llegar a la universidad ya había comenzado el baile de gases lacrimógenos y balas de goma. Iban en grupo. Tuvieron que meterse por un cauce y colarse un agujero en la verja. El primer día ya quebró sus lentes y aprendió que el mejor lugar para respirar cuando llovía el gas era bajo las regaderas de agua fría.

Los primeros días fueron duros. Tuve miedo. “Llamaba a mi papá. Él me apoyó. Vos sos valiente, no sos cobarde, no te voy a ir a traer, uno no se puede arrepentir, si llegaste con tus amigos, te quedás con tus amigos”. No tuvieron tiempo de pensar. Los tiros no se hicieron de rogar. “El primer día que yo miré un muerto eran las dos o tres de la mañana y un muchacho venía baleado por el pasillo”. Señala el cuello con el índice y lo hace resbalar. Recuerda exactamente donde estaba el agujero del que manaba sangre como si fuera un grifo. “Cuando oí que lo habían perdido. Colapsé”. Se acostumbró rápido. El segundo, el tercero, el cuarto se convirtieron en motivos para quedarse. “Una asume que o se gana o se muere”.

La nombraron encargada de la alimentación. Primero preparaban unas bolsitas de frijol con arroz que se comían a chupada. Al final, pasaron días enteros comiendo spaghetti con spaghetti. Noches con sus días y semanas de insomnio, largas como años. Enfrentamientos con la policía y paramilitares del gobierno y entre ellos. Brutalidad, infiltrados, asambleas, más muertos, más tiros, más hambre. Machismo. “Al principio decían que las mujeres no teníamos que estar expuestas a las balas”, recuerda. “Yo pensaba: el que tenga huevos que esté ahí, sea hombre o mujer. Había mujeres a las que no les importaba lo que los chavalos dijeran. Había mujeres al mando, mujeres tirando morteros. El machismo solo toma poder si la mujer lo permite. Cuando la mujer pone carácter, no la manda nadie. Hemos madurado a la fuerza”.

En cuestión de semanas, aprendieron todo lo que se aprende en una guerra. Lo malo y lo peor. Los detalles son escabrosos. Algunos de traiciones imperdonables demasiado recientes aún como para verbalizarlos. Otros, ultraviolentos, imposibles de verificar. Tan presentes en su memoria como para utilizar ya la palabra venganza.

Conoció a un chico. También hubo tiempo para eso. Siempre lo hay. Elsa se quedó embarazada de Tony Merlo. Aún lo llama su novio. “Su novio novio”, enfatiza. Tony Merlo murió asesinado en uno de los tranques. Tres meses después, el bebé que esperaba cayó como bola coagulada tras horas de sangrado sentada sobre un agujero en la cárcel. Todavía no lo ha procesado.

Elsa también llevaba comida al frente. A las barricadas, a los tranques. Un día, en la UNAN se encontró con su hermano, parte de la fuerza de choque que se enfrentaba a la policía y paramilitares con lo que tenía a mano. No quiso ni saludarla. Solo la echó de allí. “Para protegerla”, se defiende David que aprovecha para irrumpir con su cuota de dolor, sin mirar a los ojos, rascándose la barba. “La primera vez que un muchacho nos pidió permiso para ir a ver a su mamá, analizamos la situación. Estaba muy estresado, no dormía. Tenía semanas de no verla. Le dimos para el taxi. Estudiaba medicina, cuarto año. Apareció quemado la mañana siguiente. De aquí no sale nadie más, decidimos”. Repite dos ideas que comparte con su hermana. “Haber visto los muertos, haberlos cargado, haberse manchado con su sangre es algo que no se olvida nunca. Por eso vamos a seguir”.

Pese a la determinación, ambos perdieron sus batallas relativamente rápido. A finales de mayo, un mes después de entrar en las ocupaciones de las universidades, hubo que buscar salidas. Sobrevivir. “Pasamos de ser unos cientos a solo 30 sin darnos cuenta” recuerda Elsa. La derrota nunca deja indiferente. “Cuando yo vi que entraban las armas me asusté, claro. Pero hubo que usar las armas para limpiar aquello de elementos malos”, explica escueta a sus 19 años. Perdimos el control. La gente se iba. Quedábamos diez. Íbamos a morir. Decidimos entregar la universidad. El profesor que nos la recibió, un buen hombre, está en la cárcel acusado de terrorismo. Lo único que hizo fue intentar evitar el saqueo“.

Abandonada la universidad, Tony, que entonces aún estaba vivo llevó a Elsa y a otra pareja a una casa de seguridad. Ellas se quedaban dentro, ellos salían a las barricadas. El 23 de junio llegó un mensaje de voz por Whatsapp. Habían herido a Tony en una barricada y se lo habían llevado con los intestinos fuera. Al tercer hospital que llamó le confirmaron que había muerto. No hubo lágrimas ni gritos. Ella y su amiga salieron en ese mismo momento de la casa de seguridad para ir al velorio. “Nos reunimos todos los que habíamos estado en la ocupación de la UPOLI, que ya nos habíamos dispersado por casas de seguridad y nos reagrupamos de nuevo en las marchas”. Fue el regreso a la militancia directa tras unos días escondidas. “Con la camisa de él, la pancarta y la bandera de Nicaragua volvieron a marchar. A los quince días, en una de las marchas, muere otro amigo del grupo. Volvimos a replegarnos”.

La caída de Elsa.

Elsa cayó el 14 de julio. Estaba almorzando en casa de una amiga. “La policía abrió el portón a la fuerza. Nos denunciaron los sapos del barrio que nos habían visto entrar”. Lo único que encontraron fue una pancarta, una bandera de Nicaragua y una mochila con insumos médicos que yo llevaba encima. Se las llevaron en una patrulla. Pocas cuadras después se detuvieron para encontrarse con otra patrulla en la que vieron a un chavalo enchachado y bien golpeado. Junto a él, una bolsa negra con armas. Pusieron la pancarta con las armas y empezaron a insultar. “Ahora vais a conocer lo que es bueno, ahora os vamos a llevar al Chipote”, recuerda que les decían. “Comencé a llorar. Me vine abajo”.

Una vez en el penal, las llevaron a un patio lleno de camionetas. “Allí había hombres de civil, armados y encapuchados en fila. Pasamos delante de ellos. Nos decían que nos lo iban a hacer pasar bien. Uno detrás de otro. Nos dejaron al sol ,viendo a la pared y enchachadas. Si volteaba a ver, galletazo. Solo lloraba. Tiran una manta, agarran la bolsa negra y se escuchan fierros. Bastantes armas, AK, pistolas, morteros, chibolas tiradoras”.

“Elegí las tuyas”, me dice uno.

- “No”.

- “No te hagás la estúpida, elegí”.

- “Abrí la pancarta con el nombre y la foto de Tony”, dice Elsa.

- “Está bueno que esté muerto, por delincuente, así deberían estar todos, muertos”, le dijeron.

Cuando entró en el Chipote Elsa ya se había hecho tres pruebas de embarazo de las de farmacia barata. Habían dado positivo las tres. No quería creerlo porque era de Tony y Tony estaba muerto.

Una mujer policía la metió al área de interrogatorios, delante de un gran espejo.

- “Quitate la ropa”, le dijo.

Se la quitó lentamente, y se quedó en ropa interior.

- “Me crees estúpida, quitate todo”.

Con mucho miedo se lo quitó todo. Le habían dicho que la iban a violar. Sabía que estaba embarazada. La puso a hacer sentadillas hasta que no pudo más. A empujones la llevaron a la celda 37. Estaba oscura. Había otra muchacha llorando dentro. “Tranquila, no te vamos a hacer daño. Yo también soy presa política”, le dijo. Se tranquilizó. Los interrogatorios duraron tres noches. Eran siempre de madrugada. “Nos llevaban a rastras y nos preguntaban por los dirigentes. Siempre decía que no conocía a nadie”, recuerda.

- “Te tengo una propuesta. Si colaborás con nosotros, podés salir ahorita mismo. Simplemente tenés que decir que viste a este y aquel dando armas a los chavalos en la universidad”.

Elsa no cedió. “Si yo vendía a esos muchachos, ¿cómo iba a quedar delante del país? Tiene que pasar lo que tiene que pasar. Una se mete en esto y después de todo lo que pasó, todos los muertos, hay que asumir lo que una hace”.

Los interrogatorios pasaron a otra fase. Tenían todos los datos de su familia. Le dijeron que iban a quemar la casa, arrestar a sus hermanos y a su padre. Que iban a despedir a su madre del trabajo. Lo cumplieron. A su madre la despidieron el 30 de agosto, a su padre lo arrestaron el 15 de septiembre.

El 20 de julio, tras la primera audiencia ante un juez, la pasaron a la cárcel de mujeres de La Esperanza. “Yo siempre seguí diciendo que estaba embarazada, ya no aguantaba los dolores. Dormía, vomitaba, tenía mucha hambre. La comida estaba choca. Era basura. Pero en vez de mandarme a un ginecólogo me mandaron a un psiquiatra, decían que me lo inventaba para salir”.

Entró a una celda en la que vivían hacinadas 96 mujeres. Dos detalles. El primero, que en las paredes, estaban dibujados los “árboles de la vida”, coloridas estructuras metálicas de varios metros de altura que pueblan las rotondas de Managua diseñados por Rosario Murillo y convertidos en emblema del nuevo sandinismo. El segundo, que las obligaban a escuchar por la radio los discursos de Daniel Ortega y Rosario Murillo.

“Es tenebroso”, explica con mueca de asco.

Al principio solo eran cuatro presas políticas. Para protegerse incluso orinaban juntas. Ya estaba embarazada de dos meses. Cada vez que comía, vomitaba. A los 8 días le sacaron sangre. Le dijeron que no estaba embaraza. Era mentira pero lo creyó. Entró otro grupo de presas políticas. Las trasladaron a todas juntas. Las hicieron cargar sus camas. Le sentó fatal. Tardaron 15 días en sacarlas al patio. “Empecé a correr al sol y a estirarme. Y me doblé el tobillo. En poco tiempo, se convirtió en una gran pelota hinchada, por andar chinvaroneando (hacer cosas de varones) te pasa eso, me dijo la doctora”. Le dolía tanto que acabó convulsionando. Solo la atendieron después de una noche entera de protesta de todas las políticas. Y a cambio de silencio. “Mordiendo la almohada hasta callarme para que me dieran la pastilla del dolor”. Volvieron a trasladarla. Volvió a cargar su cama. Volvió a sentarle fatal. Obligarla a realizar esfuerzos físicos era parte del castigo.

“Ahí ya tenía tres meses de no reglar y comenzó la hemorragia. ”Entonces me paso el día sentada en el baño escuchando las gotas de sangre que caían. Eso no era normal. Estaba doblada todo el día. Me daba miedo desangrarme y me decían las funcionarias que estaba loca. Al tercer día, doblada, sentada, escuche un golpe seco caer contra el agua. Pensé que era una pelota de sangre. Supe que había abortado y me comenzaron las calenturas, la ansiedad, las sudadas, los lloros. Me picaban los ovarios. Quería meterme un bisturí y rascarme por dentro de lo que me ardía. Estaba infectada“.

El 22 de septiembre la llevaron a juicio. La fiscal no estaba preparada. No tenía la información ni los testigos. Se le zafó el caso. El 27 de septiembre la llamaron de nuevo.

- “Alisten sus cosas”.

- “¿Donde vamos?”, respondió.

- “Que alistés tus cosas”.

- “No hasta que no me diga donde vamos”.

- “Van libres”.

Eran tres. “Comenzamos a llorar y a abrazarnos. Salí gritando que iban a salir todas libres. Me taparon la boca y mordí a la funcionaria. Luego me llevaron a un despacho para convencerme de no sé qué. Ni caso les hice. Tuvimos que firmar que habíamos estado bien. Estaba muy mareada, iba sin comer, cojeando, con el dolor del pie y mi mamá me llevó directo al ginecólogo. Me metió a hacer un ultrasonido y ahí estaba. Me miró con tristeza y me lo dijo.

- “¿Estás preparada? Tenés una fuerte infección debido a que tuviste un aborto”.

“He ido superándolo. Los primeros días fueron los peores. Ellos se dieron cuenta de que estaba embarazada y permitieron que lo perdiera. Lo hubiera tenido”.

Después, la casa. Ya no ha salido más que a dar algunas entrevistas. Cuando quedaban canales y medios a los que dar entrevistas. O por una falsa alarma en la que cayó junto a Rebeca, su hermana de 16 años. Por la que ambas acabaron golpeadas y detenidas, si bien solo por unas horas, en el Chipote.

Rebeca

Fue el 13 de noviembre. Las hermanas cometieron el error de creer un rumor. Alguien les dijo que iban a llevar a su padre a los juzgados. No dudaron un segundo. Allí se plantaron las dos. Solas. Con un cartel. Dieron varias entrevistas mientras esperaban que llegara el vehículo que traería a su padre. Nunca llegó. Lo hicieron en su lugar dos patrullas con una docena de agentes a bordo. Los periodistas se separaron.

- “Si ustedes vuelven a dar entrevistas”, dijo el que mandaba, “las agarramos”.

- “No estamos cometiendo ningún delito”, respondió Rebeca.

- “No me estés faltando al respeto. Agárrenla”.

“No me dejé”, sigue Rebeca. “Comencé a jalonear para que no me llevaran. Ellos me agarran de piernas y brazos y me llevan a la tina del hilux. Se montaron los policías y me ponían las botas encima de la cabeza. Duele. Iba prensada contra el suelo”.

- “Tanto que se tiraba de huevoncita, mirá como la tenemos”.

Las llevaron al Chipote a las dos. Las interrogaron. Poco podían decir. Las metieron en la celda preventiva durante unas horas y les dijeron:

- “No anden diciendo nada, que esto tiene que quedar entre nosotros. Si quieren que todo esto se termine pronto, les recomendamos que callen y dejen de hablar”.

A Rebeca la arrestan por dar una entrevista. Por eso da entrevistas. “No tengo miedo. Tengo rabia. Aunque me arresten mil veces, aunque me golpeen, aunque me metan en el Chipote, yo voy a luchar contra ellos”.

A diferencia de los estudiantes universitarios, tras su propio arresto, después del de su padre, su hermana y su hermano, Rebeca nunca dejó de ir al colegio. No ha perdido el curso académico. Además de lo vivido en casa y en las calles, se curte también en las aulas. Cada día, cerca de la puerta del colegio, dice, hay policías. Sus amigos la acompañan para que no pase sola cerca de ellos. Explica, sin quejas, que la directora y las supervisoras, el pelo recogido con lazos rojinegros –incide en el detalle- se ríen de ella y le piden que deje de hablar de política. Que si sabe que un niño es sandinista, hijo de alguna de las profesoras sandinistas -aquí la filiación política se hereda- deja de hablarle. Que, claro, algunas profesoras muestran su apoyo en privado pero con miedo a que las despidan. Habla de su profesor de matemáticas. Con tristeza. Cuenta una anécdota. “Había una silla rota en la clase y dijo que era peligroso que estuviese ahí, cerca de mí, porque de los tubos de la silla salía un mortero para hacer terrorismo”. Ha crecido. Su reacción es propia de quien madura a golpes y no cae en provocaciones esperando que llegue su momento. “Yo lo miro y quedo callada para no hacer pleito. Un señor de la tercera edad insultando a una alumna de 16 años. Son tristes ellos”.

Rebeca y su comentario invitan al resto de la familia al análisis de sobremesa de la sociedad en la que se ha convertido Nicaragua hoy. El cómo vivir, el qué hacer. Todos tercian. David se explica a sí mismo lo sucedido. “Jamás había tocado un mortero, cargado un arma, preparado una molotov, todo fue improvisado”. Tiene miedo a la detención pero cree que irse al exilio sería mucho más duro aún.

Elsa también pensó en salir del país. Miles han huido a Costa Rica. Casi todos sus compañeros de la ocupación de la UPOLI están allí. Lo intentó una vez. Le dio miedo pasar la frontera de mojada. Pensó que si la detenían regresaba a la cárcel. Prefiere la casa, aunque sea también, de algún modo, cárcel. Siguen en contacto. “Hablamos por whatsapp”, y muestra el teléfono. “No la están pasando bien. La vida del exilio, me dicen, es difícil. Uno en una tienda vendiendo zapatos, otro tocando en los parques, otros pidiendo limosna”.“

David está de acuerdo. “Uno muere con las botas puestas pero tampoco hay que exponerse. Es mejor esperar. Ellos tienen las armas. Ahora no podemos hacer nada. Hay que esperar que la comunidad internacional sancione al país, que comiencen a apretar las cuerdas, que esto afecte al dinero que maneja el gobierno. En el estado, los empleados públicos dicen que está con ellos por miedo a perder el trabajo, por presiones y amenazas, pero cualquier día se les voltea todo. Aún tienen recursos para pagar pero eso no va a durar mucho. Cuando falten, no los apoya nadie”.

En lo que se refiere al barrio, el futuro, el mensaje de los hermanos es claro: Quiebre social. “Todos tenemos identificados a los sapos. Más bien se esconden ya. Hacen su rol pero saben que su tiempo se acaba, miran desde dentro de las casas y apuntan lo que uno hace pero cada vez más escondidos, más avergonzados. Cuando se reúnen apagan las luces para que el resto no veamos quienes están en esas reuniones. Saben que todo el mundo los conoce”

- “Yo estoy dispuesta a todo. Si hay que agarrar las armas, lo hago”, dice la madre.

- “No. Hemos logrado tanto en tan poco tiempo que con armas no vamos a avanzar más. Hay que mantenerse firmes y esperar”, discrepa David jugueteando con su celular, protegido por una funda en la que hay una pistola dibujada.

- “Si tuviéramos armas, este gobierno no dura ni quince días”, insiste la madre, que aporta un dato del que David no se siente especialmente orgulloso. El taxi del patio. El taxi destrozado. Fue David. A martillazos. La tensión del encierro. La memoria de los compañeros muertos. El rencor. El estrés. La violencia viva y a flor de piel se acumula sobre la latente, dando forma a un monstruo que cada uno doma y maneja como puede.

Elsa ya está en el sofá. Le ha dado al play. Décimo capítulo. Quinta temporada. Vikingos.

Toda Nicaragua es una enorme casa, una enorme cárcel. Su tamaño, el del dolor acumulado por miles de familias como esta. Que ya solo esperan el momento de lanzar el asalto final que les devuelva la libertad.

Etiquetas
stats