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Pakistán elige como líder a un cruzado contra la corrupción con permiso del Ejército

Imran Khan en un mitin de la campaña electoral.

Iñigo Sáenz de Ugarte

Pakistán tendrá como primer ministro al político que con más consistencia ha denunciado la corrupción estructural del país. Imran Khan, de 65 años, ha llevado a su partido a una victoria que hasta hace poco tiempo parecía imposible. Los dos partidos que han dominado la política paquistaní durante décadas se han quedado por detrás, quizá porque el 'tercer partido', el Ejército, tenía otros planes ante esta campaña electoral.

Con casi la mitad de los escaños, según los resultados no oficiales ofrecidos por los medios de comunicación, Khan tendrá la responsabilidad de dirigir un país de 212 millones de habitantes considerado en general como ingobernable y contemplado con temor desde Occidente.

Lo hará un hombre de ideas nacionalistas, un reformista obsesionado con acabar con la corrupción pero dispuesto a pactar con grupos islamistas reaccionarios, un feroz crítico de la política exterior de EEUU y de la implicación de Pakistán en la guerra contra Al Qaeda y que siempre ha apostado por la negociación y no por la guerra para solucionar problemas para los que no hay solución.

Para demostrar hasta qué punto Pakistán es un país disfuncional en los asuntos más básicos, en las primeras 24 horas tras el cierre de los colegios no hubo ni un solo dato oficial del recuento a causa de la inaudita caída del sistema informático.

A media tarde del jueves, Khan se proclamó como vencedor con un discurso que fue una crítica descarnada del estado del país: “Los agricultores no reciben ningún pago por su duro trabajo. 25 millones de niños están fuera de las escuelas. Nuestras mujeres continúan muriendo al dar a luz porque no les damos una atención sanitaria básica. No damos a la gente suministro de agua potable. No se valora a un país por el estilo de vida de los ricos, sino por el de los pobres. Ningún país que tiene una isla de ricos y un mar de pobres puede prosperar”.

Su intervención fue elogiada por la mayoría de los analistas, que la vieron como la de alguien dispuesto a gobernar para todos, no la de un líder que llega por primera vez al poder dispuesto a ajustar cuentas con sus enemigos, muchos en su caso. Y fue coherente con su mensaje de la campaña electoral.

Algunos no quedaron convencidos, porque hizo demasiadas promesas, no todas compatibles, y dijo a la gente lo que esta quería escuchar. Los medios extranjeros se apresuraron a definirlo como populista, que es lo que ocurre siempre que gana alguien que no forma parte de los partidos tradicionales.

Héroe nacional del cricket

Khan no cuenta con ninguna experiencia de gobierno y es al mismo tiempo el político más conocido de Pakistán gracias a su pasado como gloria nacional del cricket. Está considerado el mejor jugador paquistaní de todos los tiempos. Se retiró en 1992 después de dirigir la selección que ganó la Copa Mundial de Cricket, la única victoria conseguida por Pakistán en esa competición.

Por entonces, Imran Khan era un improbable candidato a gobernar algún día el país. Procedente de una familia rica, había terminado los estudios en Oxford antes de iniciar su carrera deportiva. Después, su trayectoria alternó entre una vida de playboy, aparentemente finalizada con su boda con la hija de un multimillonario británico, y su promoción de causas benéficas, cuyo mayor éxito fue la construcción del mejor hospital especializado en cáncer del país.

A finales de los 80, se convirtió en un hombre diferente al vivir un renacer religioso por el encuentro con un místico sufí. Lo explicó así a un periodista británico años después: “El cricket y el deporte profesional te hacen implacable, porque no hay premios para el que queda segundo. El instinto asesino que necesitas no incluye la compasión por los otros. Pero esto (la religión) es totalmente diferente. Te hace creer en la compasión”.

Fundó en 1996 su partido, Pakistan Tehrik-e-Insaf (PTI, Movimiento por la Justicia de Pakistán) con el que inició una larga travesía que parecía no ir a ninguna parte. Apoyó el golpe de Estado de Musharraf en 1999 con el que se derrocó a Nawaz Sharif en su segunda etapa como primer ministro. Años después, cuando Musharraf pasó de dictador a presidente electo sin abandonar la jefatura de las Fuerzas Armadas en unas elecciones convenientemente preparadas, Khan lo abandonó y pasó a la oposición.

El partido de Khan, cuyo símbolo es un bate de cricket, obtuvo resultados ínfimos en varias contiendas electorales. Se enfrentaba a dos colosos, los partidos que son en realidad la extensión del poder de dos dinastías familiares, los Bhutto y los Sharif. Los Bhutto dirigían una formación más liberal, urbana y pro-occidental. Los Sharif, un partido más conservador, rural y nacionalista. Sus métodos eran idénticos: ambos son un clan con una maquinaria clientelar que llega hasta el último pueblo y en la que los votos se pagan con empleos y dinero para sus partidarios.

En los pequeños pueblos paquistaníes, impera un feudalismo estremecedor. El cacique local decide a quién vota cada persona porque él es el que recibe el premio de cada partido. Los que se niegan –a fin de cuentas, cada uno deposita la papeleta en la urna– pueden perder el empleo o acabar en prisión.

En su libro Pakistan. A Hard Country, el periodista británico Anatol Lieven cuenta que muchos votantes le decían que admiraban a Khan, pero que no le votarían porque sabían que no podía ganar, y si no lo hacía, no estaría en condiciones de devolverles el favor.

El asesinato de Benazir Bhutto en 2007 dejó a su partido en un estado de confusión y en manos de su viudo, Ali Zardari, permanente sospechoso de corrupción. Eso abrió una grieta años después en el sistema bipartidista. En las elecciones de 2013, el PTI tuvo un buen resultado –tercero muy cerca del segundo– y pasó a ser de hecho la principal fuerza de oposición al Gobierno de Sharif.

Ya entonces Khan confirmó que era tan carismático como errático en sus ideas y alianzas. Su mensaje modernizador casaba mal con algunos de sus socios. Pretende que Pakistán sea un Estado moderno en el que la prioridad sea mejorar la educación y las condiciones económicas de los ciudadanos, pero ha pactado con grupos islamistas a los que sólo les preocupa la religión y ha llegado a apoyar las draconianas leyes antiblasfemia. Denunció las campañas militares contra los talibanes paquistaníes por su impacto dramático en la población civil al crear centenares de miles de refugiados, pero nunca fue tan claro en su rechazo de la violencia de los yihadistas. En la clase media, empezaron a llamarle Taliban Khan.

El regalo que vino de Panamá

Los Papeles de Panamá le dieron el empujón definitivo al desvelar las cuentas de la familia Sharif en paraísos fiscales y provocar el fin de la carrera de Nawaz Sharif, destituido por el Tribunal Supremo –siempre preparado para cumplir las órdenes de la cúpula militar– y encarcelado hace unas semanas.

El Ejército terminó por despejarle el camino. Los militares están enemistados históricamente con los Bhutto y derrocaron en 1999 a Sharif. Tuvieron que aceptar la tercera y última etapa de gobierno de Sharif, pero en la última legislatura las relaciones se vinieron abajo cuando el primer ministro marcó distancias con el Ejército con la intención de mejorar las relaciones con India. Las revelaciones sobre la fortuna a nombre de los hijos de Sharif fueron el motivo perfecto para cambiar de caballo en la carrera.

El poder de los militares

El Ejército ha gobernado Pakistán durante 30 años y ha sido el actor político más influyente en el resto del tiempo. Los servicios de inteligencia (ISI) cuentan con su propia política exterior que ha pasado por financiar a grupos yihadistas en Cachemira y Afganistán, y amenazar a los grupos de la sociedad civil que osan cuestionarles. Los periodistas temen las visitas de los agentes del ISI a las redacciones.

En otro tiempo, las críticas de Imran Khan a EEUU por su estrategia militar en la región, incluidos los ataques con drones en territorio paquistaní, eran un obstáculo demasiado grande como para que los militares le prestaran apoyo.

Ahora parece que ese problema ha desaparecido, favorecido por el hecho de que el Gobierno de Donald Trump decidió acabar con la ayuda militar directa a Pakistán.

Durante la campaña electoral, los militares presionaron a dirigentes del partido de Sharif para que se pasaran a las filas del PTI –como así hicieron algunos– y se ocuparon de que otros fueran inhabilitados por los tribunales. Un juez de Islamabad tuvo el valor de denunciar en un discurso la interferencia militar y llegó a decir que el ISI había presionado a los jueces para que condenaran a Sharif. Las televisiones locales no se atrevieron a incluir en sus informativos la parte de su discurso dedicada al ISI. Pero se movió en las redes sociales, uno de los pocos escenarios del debate público que los militares no controlan y que han aprendido a tener en cuenta.

El Ejército desplegó 370.000 soldados el día de las elecciones supuestamente para garantizar la seguridad, también dentro de los colegios electorales, una labor que ya realizan las fuerzas policiales.

Khan ha negado haber llegado a un pacto con el alto mando militar. Eso no le ha impedido elogiar a su máximo responsable, el teniente general Javed Bajwa, en términos exagerados y no muy creíbles: “El actual jefe militar, el general Bajwa, es probablemente el hombre más prodemocracia que haya conocido nunca”, dijo en una entrevista a BBC en mayo.

El futuro primer ministro está convencido de que Pakistán “debe abandonar la llamada guerra contra el terrorismo”. Exige que EEUU ponga fin a los ataques con drones, “una carnicería y un horror de unas dimensiones que se ocultan a la gente en Occidente”. A pesar de sus ideas nacionalistas y de su actual cercanía con el Ejército, ha prometido en su intervención del jueves que hará lo que sea necesario para mejorar las relaciones con India, un asunto que los militares siempre contemplan con prevención.

El mantenimiento de la guerra encubierta con India permite al Ejército investirse como garante de los intereses nacionales del país y es por tanto un factor de legitimidad del que no están dispuestos a prescindir.

Todo eso no importa demasiado a los votantes de Khan, sobre todo entre los jóvenes entre los que es muy popular porque lo ven como la única esperanza de que haya un auténtico cambio. Pensando en ellos, Khan ha renunciado a vivir en el palacio donde reside el primer ministro porque considera una afrenta disfrutar de tanto lujo en un país tan pobre. En todo caso, ya es suficiente con su mansión en una colina alejada de Islamabad, valorada en varios millones de dólares aunque en unos terrenos comprados hace muchos años.

Está claro que Khan quiere seguir siendo un héroe, aunque ahora también deberá demostrar que puede ser primer ministro.

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