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Putin, entre la mano dura y la figura parental

En la imagen, el presidente ruso, Vladímir Putin.

Ignacio Ortega / EFE

Moscú —

El presidente ruso, Vladímir Putin, busca un lugar en la historia y, en caso de ser reelegido, tendrá otros seis años más para perfilar un legado que a día de hoy oscila entre la mano dura con sus enemigos, oposición y Occidente, y el papel de padre de la nación.

“No es un farol ¡Créanme!”, aseguró Putin al presentar el nuevo arsenal nuclear ruso en el discurso sobre el estado de la nación.

Putin, con una popularidad de más del 80% tras dos décadas en el poder, ya no compite con nadie, sino consigo mismo y con la historia, convencido de que ésta le absolverá por haber hecho frente al imperio estadounidense.

Poco importa que, una vez superada la bonanza petrolera, Rusia siga siendo un país atrasado con más de 20 millones de pobres, que sepa hacer tanques, pero no teléfonos móviles y que la economía esté estancada desde hace una década.

Lo importante para Putin es la imagen de Rusia en el mundo. Se acabó el bajar la cerviz. Como le gusta decir al Kremlin, los rusos son capaces incluso de comer menos en aras de la grandeza de su país.

Temido y admirado a partes iguales en el exterior, Occidente no tenía un rival de tal calibre desde tiempos de la Guerra Fría.

A ojos de los rusos, la sangrienta guerra de Chechenia le coronó como el salvador de la patria; la intervención militar en Georgia le consolidó como un líder temible; la anexión de Crimea le consagró como el nuevo zar de todos los rusos; y la cruzada en apoyo de su aliado sirio Bashar al Asad le convirtió en un líder universal.

Putin ha conseguido en casi dos décadas un apoyo popular que ni soñaron sus coetáneos, no digamos sus antecesores en el Kremlin. Recibió un país de rodillas, que se desangraba y le devolvió el orgullo nacional.

Con honrosas excepciones, un siglo después de la Revolución Bolchevique, los descendientes de rojos y blancos apoyan unánimemente la política exterior de Putin, desde la recuperación de territorios a la guerra antiterrorista en Siria.

“Un imperio no puede ser democrático. Para ello, primero hay que dejar de ser un imperio”, señala Ludmila Alexéyeva, activista y eterna candidata al premio Nobel de la paz.

Quizás por eso, Putin no quiere, pero tampoco puede ser un líder demócrata. No es lo que le exige su pueblo, que nunca ha podido saborear la auténtica libertad, más que durante breves momentos antes y después de la caída de la URSS.

Desde su llegada al poder maniató a la oposición al Kremlin hasta el punto de que no hay ningún partido opositor con representación parlamentaria y cuando regresó al Kremlin en 2012 aprobó unas draconianas leyes contra la libertad de manifestación que estrangularon las protestas antigubernamentales.

Los rusos que voten por primera vez el 18 de marzo no conocen otro jefe del Kremlin que no sea el antiguo coronel del KGB que llegó al poder por la puerta de atrás de la mano de Boris Yeltsin.

Lo avisó nada más llegar al Kremlin. Su misión era devolver a Rusia el lugar que le corresponde como superpotencia y a fe que parece haberlo conseguido sobre el papel, aunque Rusia sea un gigante con pies de barro.

A sus 65 años parece cansado, pero no dispuesto a abandonar el poder hasta dejarlo todo atado y bien atado.

Cansado, pero no tanto por tener que lidiar con la conocida negligencia de sus funcionarios y la irresponsabilidad de sus oligarcas, sino de tener que rendir cuentas ante Occidente. Eso se terminó.

En su discurso sobre el estado de la nación mostró sus dos caras. La de líder benefactor preocupado por las dificultades que atraviesan las familias rusas y la de comandante implacable que no aguantará ni una amenaza más por parte de la OTAN.

Para algunos analistas, los 18 años de Putin en el poder es una historia de oportunidades perdidas. Rusia pudo sumarse al club de las naciones civilizadas, pero prefirió optar por la vía china: estabilidad y rearme en vez de reformas y democracia.

Sólo Putin parece saber cómo seguir manteniendo el contrato social con los rusos, lo que significa invertir miles de millones en programas sociales con el precio del petróleo a la mitad que hace tres años, y gastar ingentes cantidades en armamento.

Como buen agente de inteligencia, el líder ruso es muy aficionado a las teorías de conspiración estalinistas y parece convencido de que la mejor forma de garantizar la independencia de Rusia es con una nueva carrera armamentista como la que sepultó a la URSS.

Ese parece ser el último capítulo de su legado: una Rusia enfrentada a Occidente, aislada por las sanciones internacionales, sin apenas aliados y con una población con mentalidad de fortaleza asediada.

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