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The Guardian en español

Soy una refugiada rohingya y nos convertiremos en animales si nos tenemos que quedar en estos campos

Dos hermanos de la minoría musulmana rohingya cruzan un pequeño canal en un campamento improvisado "en tierra de nadie", en el área fronteriza entre Birmania y Bangladesh.

Noor Ilyas

Campo de refugiados de Jamtoli (Bangladesh) —

Vengo de un pueblo llamado Nga Sarkyue. Es un sitio romántico con muchos jardines verdes y muchos tipos de árboles y flores. Está rodeado por tres lados por un pequeño río y en la parte oriental hay montañas muy altas. Allí solía subir con mis amigos para coger aire fresco y debatir. También está rodeado por tierras de cultivo. Pero en octubre de 2016 el Gobierno de Myanmar hizo desaparecer casi todo.

En los últimos años, me fui convirtiendo cada vez más en un prisionera en mi pueblo. No me podía mover con libertad a otros lugares sin el permiso de las autoridades. Y conseguirlo siempre cuesta mucho dinero.

Las cosas empeoraron a partir de 2012. En junio de ese año, un grupo de personas de Rakhine mató a 10 rohingyas en un pueblo llamado Toung Gu. Después escuchamos que tanto ellos como el Gobierno estaban involucrados en el asesinato de centenares de rohingyas en otros pueblos y distritos. Les quemaban vivos y les mataban a tiros. Muchas mujeres fueron violadas en grupo. Prendieron fuego a la gente y los rohingya fueron detenidos de manera arbitraria. Muchos murieron en la cárcel.

Cuatro años después, cuando tenía 26 años, el ejército de Myanmar prendió fuego a cerca de 300 aldeanos. Mezquitas y escuelas islámicas también fueron incendiadas. Detuvieron y condenaron a prisión a muchísimos rohingyas.

Yo también temía ser arrestado, por lo que en torno a octubre de 2016, dejé de dormir en casa. Muchas veces dormía en el lodo, en la maleza o arriba en las montañas. El Gobierno de Myanmar llevaba mucho tiempo intentando echarnos de Arakan (el nombre rohingya para Rakhine). Y el año pasado lo consiguieron.

Un día, en agosto de 2017, llegaron hombres armados. Dispararon de forma indiscriminada contra el pueblo durante horas. Habíamos escuchado historias de lo que estaba pasando en otros lugares. Sabíamos que nos teníamos que ir.

Dejé mi querido pueblo el 31 de agosto. Eran las 8.10 de la mañana –escribí la hora exacta–. Estaba con mi familia, vecinos y familiares. Nuestros ojos estaban llenos de lágrimas. Nuestros corazones, llenos de miedo.

Anduvimos durante un día y llegamos a un pueblo llamado Singgri Para. Algunos de nosotros descansamos allí durante una semana. Nos decíamos que la situación se calmaría y que no habría necesidad de huir a Bangladesh.

Todos los días escuchábamos la radio esperando buenas noticias sobre el Gobierno de Myanmar, pero no recibimos ninguna. Cuando el despiadado ejército incendió los pueblos de Duden y Lambaguna, cerca de Singgri Para, pudimos ver el humo. Finalmente decidimos ir a la frontera.

Fue un viaje difícil. Tuvimos que cruzar ríos y atravesar largos trayectos de lodo. Murieron ancianos delante de nosotros y muchas familias tuvieron que dejar atrás a seres queridos en una situación débil porque no podían cargar con ellos. Una noche dormimos en una mezquita en el pueblo de Shilhali. No había nada para comer.

Cuando llegamos a la frontera, tuvimos que cruzar a Bangladesh en barco y al ver la costa de Bangladesh al otro lado, todo el miedo salió de mi corazón. Los bangladesíes nos dieron comida. Estábamos muy hambrientos.

Pasé la primera noche en el campo de refugiados de Unsiparag, en la cabaña de un familiar que vino antes que yo. Estaba llena de barro. No pude dormir en toda la noche. Simplemente me tumbé allí, en el suelo fangoso.

Al día siguiente, me construí mi propia cabaña, buscando por todas partes trozos de plástico para cubrir el tejado y las paredes. Me quedé allí con mi familia durante dos semanas, entonces nos mudamos al campo de Moinaghuna. Allí construí otra cabaña en medio de un arrozal húmedo. No teníamos nada que beber ni un sitio adecuado para dormir.

Dos meses después de llegar a Bangladesh me casé. La boda había sido acordada en Myanmar. Nos casamos en la cabaña en la que estaba viviendo. No hubo ceremonia y tampoco felicidad.

Grupos humanitarios nos están dando raciones como arroz, aceite y lentejas. Estamos agradecidos, pero no es suficiente para alimentar a mi familia. No tenemos agua potable ni protección del sol. El campo ni siquiera tiene un solo árbol verde. Por mucho que busques, no lo encontrarás.

Tengo muchos problemas dirigiendo mi gran familia de 12 personas. Cuando consigo una comida, tengo que empezar a pensar sobre cómo conseguiré la siguiente. Sin embargo, cuando vivía en Myanmar era fácil gestionar mi familia porque era profesor y recibía un salario.

Si nos quedamos en estos campos durante mucho tiempo, nuestra comunidad perderá su religión y su unidad. Nuestros hijos no recibirán educación. Por eso, a pesar de todo, queremos volver a Myanmar, pero solo con la ciudadanía y nuestros derechos. Nunca aceptaremos la repatriación sin los derechos que el Gobierno de Myanmar nos arrebató hace mucho tiempo.

A menudo pienso en el futuro de los niños, incluso en los que yo tenga algún día. Aquí no tenemos educación ni escuelas. Me temo que nosotros y nuestros hijos nos convertiremos en animales si tenemos que seguir viviendo esta vida de refugiado.

Traducido por Javier Biosca Azcoiti

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