Qué haremos en el nuevo mundo

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María y Javier están preocupados: me lo confesaron (juraría que incluso al unísono) durante el vermú de este domingo, que adquirió un tono grave, apesadumbrado. Me dijeron que llevan durmiendo de forma superficial y fragmentaria durante las últimas semanas (y aún no son padres); que esa agitación no les abandona ni afloja, sino que permanece emboscada, y que preferirían que llegara a derramarse antes que continuar instalados en esa expectación vigilada o vigilancia expectante. Indagué en su desasosiego para reconfortarles, pero no revelaron motivos concretos (ni desaires profesionales, ni insatisfacciones personales o familiares: ningún hecho suyo), sino que descubrí una preocupación abstracta, un desencanto fantasmagórico. Y comprendí que esa abstracción acentuaba su angustia (que la angustia nacía principalmente de esa naturaleza abstracta), pues, cuando tememos de verdad, siempre tememos a una idea. 

No es que mi sueño de los domingos sea mi mejor sueño, siempre hostigado por el atropello que prometen las llamadas y correos y trabajos de los lunes, pero la preocupación de María y Javier le infundió una perturbación más acusada: esos afanes son miedos concretos, mientras que su ansiedad, como digo, es abstracta. Quise recurrir a los estoicos, tan en boga, para despejar esa inquietud; pero la misma inquietud (tan lúcida, y por eso más peligrosa) me replicó que el estoicismo no ofrece una solución, sino un placebo: únicamente podría no preocuparme por lo que no controlo, si pudiese esconderlo o aislarlo. Sin embargo, es obvio que nos afecta lo que no controlamos y así, forzosamente, es lo que más nos desvela, puesto que nos precipita hacia una huida infinita: vivimos huyendo de lo incontrolable, cuanto aprendemos y hacemos persigue domar la huida entre la incertidumbre.  

La zozobra de María y Javier tiene un carácter abstracto porque los últimos acontecimientos geopolíticos la alimentan, pero no le dan forma: es una respuesta pura a la incertidumbre pura, y el puro miedo a tener que acelerar la huida infinita que esta provoca. No procede de que las convicciones en las que creemos se estén sustituyendo por otras que rechazamos; no la provocan las voluntades de poder que, ya sin disimulo, aspiran a la absolutización de sus decisiones; no la incentiva la abierta defensa de la mercantilización del bien común y la dignidad humana (Trump zahiriendo a Zelenski resume estas tres razones); sino de que reconocen que nos estamos abrasando en la inflexión hacia una nueva era y que, en tiempos tales, la mayor certeza es, precisamente, lo incierto (siempre lo es, pero ahora se intensifica). No les espanta qué pasará con el mundo, ni el nuevo mundo que se atisba (aunque fuera la pregunta compasiva con la que expresaron su preocupación este domingo), sino qué pasará con ellos, con su mundo, en ese nuevo mundo. ¿Cómo encajarán? ¿Cómo encajaremos? 

Pero ¿acaso necesitamos encajar? Los mundos han ido sucediéndose durante los siglos, impuestos siempre mediante diversas violencias, más bárbaras, más sofisticadas (por cierto, para los europeos lo inédito es que, en esta inflexión, no ostentamos una primacía destacada de esas violencias). Y en todas las épocas, dentro de la intrahistoria que concibió Unamuno, han vivido con plenitud personas que no encajaban o que no querían encajar en el sistema regente. Desde luego que necesitaremos adaptarnos, pero no necesitaremos encajar en el nuevo mundo que se avecina, porque la vida cotidiana, esa vida inmediata a la que dedicamos la más importante cuota de nuestro tiempo y que es la que ordena nuestro destino (salvo para la minúscula corte de los personajes históricamente prominentes), apenas varía, tanto para sus adeptos como para sus disidentes, cuando se modifican los regímenes. En otras palabras, es muy probable que nuestro mundo se mantendrá igual o sustancialmente igual en el nuevo mundo: así que, en buena medida, podemos anticipar, a un nivel básico, pero crucial y tranquilizador, qué pasará con nosotros. Esta es una certeza cierta, entre la certeza de lo incierto; es un silencio que queda ahogado en medio del bullicio, pero que está ahí y que podemos encontrar. 

Quizá María y Javier me achaquen que estas reflexiones también actúan como un placebo y no como un remedio para su inquietud. No obstante, podrán descubrir una diferencia sutil pero significativa con la tesis estoica, y que hace que estas reflexiones sí puedan esbozar, al menos, un principio de solución: la diferencia que media entre la resignación y la aceptación. No les sugeriré que ignoren el cambio (un objetivo imposible, y por eso frustrante), sino que acepten que es la más segura de nuestras certezas (tal vez la única), la certeza de lo incierto; y ninguna certeza puede convertirse en fuente de resistencia y preocupación. La ignorancia nos acomoda, la aceptación nos dispone: los europeos no podemos seguir acomodados, sino que debemos disponernos. Les diré, en fin, que no deben (debemos) preocuparnos por el cambio, sino por cómo se dispondrán (dispondremos) a cambiar el cambio, hacia su siguiente evolución que, con rapidez cada vez más implacable, relevará al que ahora empieza. No es tanto qué nos pasará en el nuevo mundo, sino qué haremos en el nuevo mundo. 

De todos modos, ojalá podamos recuperar, ¡cuanto antes!, la saludable trivialidad de los vermús de los domingos…

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