Has elegido la edición de . Verás las noticias de esta portada en el módulo de ediciones locales de la home de elDiario.es.
Sobre este blog

De la realidad a la ficción o de la ficción a la realidad. La inquietante mirada de Isaac Rosa merodea por los recovecos de la actualidad para contarla, semana a semana, de otra manera

Soñé que tenía un examen y no llegaba

Soñé que tenía un examen y no llegaba

Isaac Rosa

“Si solo pudieras donar dinero para una sola causa, ¿lo darías a Notre Dame o al Amazonas?”

Venga ya, ¿en serio? Alfombra roja nada más empezar el programa. Hace un esfuerzo por contener la eufórica sonrisa (“sé humilde, no vayas de sobrado”, le aconsejaron). Hace otro esfuerzo, teatral esta vez, para que no se le note demasiado que trae la respuesta memorizada: “Buena pregunta”, dice, y mira al techo como buscando inspiración, se muerde el labio inferior, titubea como si se le estuviese ocurriendo justo en ese momento la magnífica respuesta:

“Buena pregunta, Pablo. Si tuviera que elegir, mi dinero sería para el Amazonas. Sin dudarlo. El medio ambiente es mi primera preocupación. Pero ¿sabes qué? Yo no quiero elegir. No es justo que el precio de salvar el Amazonas sea condenar Notre Dame a la destrucción. Tampoco al revés. ¿Sabéis lo que he hecho? He donado para ambas causas. He aportado dinero a una ONG ecologista, y he contribuido también al fondo de reconstrucción de la catedral de París. Y algo más: haré que mi gobierno participe con una aportación de fondos en ambas causas.”

La veintena de niñas y niños rompe en un aplauso enérgico, y él afloja mucha de la tensión con la que entró por la puerta del aula. La tensión de los minutos previos, el trayecto desde la sede del partido hasta el colegio, el saludo del equipo directivo, el maquillaje, las indicaciones del realizador para que no se mueva más allá del espacio marcado con cinta adhesiva en el suelo y así no quedar fuera de los tiros de cámara. Y los días previos, los ensayos con su equipo, la sensación tan odiosa como excitante de estar preparando un examen. Justo eso: un examen. En plena precampaña electoral. Incluso la divertida pesadilla de dos noches antes, un viejo sueño regresado de su juventud: tener un examen y no poder llegar a tiempo, perderte por una ciudad que no conoces, no conseguir correr porque las piernas pesan, se anclan al suelo, cada paso es un esfuerzo descomunal que requiere máxima concentración y nunca llegarás. Y mira ahora: nada más comenzar, primera pregunta y aplauso.

Las siguientes son incluso más fáciles: Miguel quiere saber qué medio de transporte usa cada día (“me encantaría coger más el transporte público, pero mi agenda no siempre me lo permite. Siempre que puedo, voy caminando”). Elena le pregunta si copió en algún examen cuando era estudiante (“copiar está feo, Elena, hay que esforzarse en los estudios; pero ahora que nadie nos oye…”). Julia le pide que diga qué haría él con la tumba de Franco (“buscar el mayor consenso, siempre; y por supuesto respetar la ley y los tribunales”); Juan, si da limosna a la gente que mendiga en la calle (“mejor enseñar a pescar que dar peces, ¿no crees, Juan?”).

A todos responde con calma (“no hables deprisa, que transmite inseguridad”, le aconsejaron), se adorna con anécdotas tan personales como apócrifas (“el factor humano, busca siempre la conexión emocional”), o les devuelve la pregunta para que le ayuden a encontrar la mejor respuesta (“son niños, no los trates como si fuesen imbéciles”).

Así se van los primeros diez minutos de programa. Esto está hecho. Se encuentra cómodo, se está gustando, pasea alegre entre los pupitres, gesticula mucho al hablar, ríe.

“Venga, siguiente pregunta. A ver, Andrea…”

La pelirroja Andrea mordisquea un lápiz, agacha la mirada tímida, coge aire antes de hablar: “¿De qué equipo de fútbol eres?”

¿Tanta preparación para esto, tantos simulacros con asesores intentando ponerle en apuros, para que al final una niña con coletas te pregunte por tu equipo? “Del Barça”, contesta, y debería añadir algo más (“no seas parco, que se vea que estás cómodo”). Pero cuando va a prolongar la respuesta, se adelanta la misma Andrea:

“¿Y qué piensas de Messi?”

“Es Dios”, responde de inmediato, aunque una campanilla interior le advierte: cuidado con ofender a los católicos. Ahora sí decide extenderse un poco: enumera títulos y trofeos, lo compara con otros jugadores históricos, saca un autógrafo que lleva guardado en la cartera, recuerda cómo lloró con un gol increíble de hace tres o cuatro años, incluso lo recrea con una pelota de papel driblando entre las mesas. Algunos niños ríen la broma, pero la defensa Andrea le corta el paso antes de alcanzar la portería:

“¿Y qué te parece que tu admirado futbolista haya sido condenado por fraude fiscal?”

Vaya con la niña. Se queda paralizado en el instante previo a chutar. Estatua ridícula, una pierna levantada, expresión de esfuerzo y concentración, lengua mordida. Imagina las carcajadas de los espectadores. Jodida niña. Si no tuviese diez años, diría que le ha preparado la cama con malicia: le ha tirado dos preguntas amables para que relajase la guardia, y luego se la ha clavado. Gol. Por la escuadra.

“Me parece fatal, Andrea”, dice mientras se recoloca la camisa. “No hay nada que desprecie más que un tramposo fiscal. Es peor que un ladrón: nos roba a todos, el dinero de los impuestos es con el que hemos construido este colegio, y los hospitales, y el parque donde juegas, Andrea. Messi es un gran futbolista, el mejor de todos los tiempos. Pero nos ha decepcionado a todos.”

“¿Tú has hecho trampas alguna vez?”, pregunta Antonio en la primera fila.

“No, claro que no. Mi declaración de bienes es pública, cualquiera puede consultarla en la web de…”

“¿Y qué hay de las acusaciones de alzamiento de bienes contra tu familia que investiga un juzgado?”, interrumpe Victoria al fondo de la clase.

Joder con Victoria.

“Veo que estáis bien informados, eso dice mucho a vuestro favor. Pero debéis saber que los medios no siempre dicen la verdad… Quiero decir que… Hay que leer con ojo crítico las noticias… Yo ya he dado las explicaciones que tenía que dar…  Hay quien ha querido hacerme daño con ese tema… Pero ya os he dicho que mi declaración de bienes es pública. Todo transparente.”

Apenas se ha recuperado, cuando Nora levanta la mano en la segunda fila:

“¿Te parece justo que miles de familias hayan sido desahuciadas de sus casas?”

Mira, listilla: esa respuesta la trae bien preparada. Zasca. Coge aire, manosea un bolígrafo, recuerda los consejos de los asesores.

“Muy buena pregunta, Nora. Comparto contigo la preocupación por todas esas familias.” A continuación enumera las medidas que aprobará su gobierno en los próximos meses en materia de vivienda, tropieza en algún tecnicismo y frases hechas, pero endereza a tiempo (“eres humano, muestra tus emociones”): aunque el nudo en la garganta queda algo sobreactuado, comienza a hablar del dolor (“el inmenso dolor”) que le causa cada una de las historias de esas buenas personas que por un mal momento económico han perdido todo. Él se pone en su lugar, también tiene hijos, haría todo por asegurarles un techo, es un drama terrible.

“Pero usted formaba parte del gobierno que vendió viviendas de alquiler social a fondos buitres”, añade Nora, con un reverbero de rencor en sus ojos apretados, y abandonando el tuteo para endurecer más sus palabras. Pero es una niña, no puede acumular ya ese rencor en su cerebro tierno, salvo que lo traiga mamado de casa, padres que aleccionan a sus hijos tan pequeños.

Como él tarda en responder, Nora sigue hurgando en la herida:

“Se las vendieron a muy bajo precio, casi regaladas”.

“Las cosas nunca son tan sencillas”, dice por fin, típica frase para ganar tiempo, que alarga con esa otra de “en política hay que tomar decisiones difíciles, y ningún asunto es blanco o negro, existen muchos grises”. Después intenta rescatar de la memoria algún viejo argumentario, de cuando la oposición le hacía esas mismas preguntas en cada pleno. Con esfuerzo compone unas pocas frases, habla de ajuste fiscal, equilibrio presupuestario, la responsabilidad de gestionar la mayor crisis económica en décadas.

Para ganar aún más tiempo, coge una tiza, dibuja en la pizarra un esquema para explicar con sencillez cómo es un presupuesto público, ingresos y gastos. Mira el reloj, contraviniendo las indicaciones de los asesores. Queda medio programa todavía.

Los niños han olido sangre: Adrián pregunta por la corrupción en su partido; y cuando intenta tirar otra vez de argumentario, se lo reprocha la inverosímil dureza de sus ocho o nueve años: “No nos venda una moto averiada, por favor; somos niños, no imbéciles”. Descolocado, mira bien a Adrián, su boca mellada, el flequillo revuelto, las uñas mordidas. “Vaya, sois duros, eh, esto es peor que una sesión de control”, a ver si por el lado simpático los recupera, pero nadie se ríe. Adrián insiste en su pregunta, espera una respuesta.

Carraspea. Se cruza y descruza de brazos. Pasos cortos, pisa la cinta del suelo, se sale del tiro de cámara. Comienza una frase exculpatoria: manzanas podridas en un cesto grande, presunción de inocencia, honradez de la mayoría de políticos, pero en seguida se frena: anticipa la posible repregunta, de pronto teme que le ataquen por su flanco más débil: la mano en el fuego que hace años puso por un dirigente que hoy está en la cárcel y que además lo implicó a él en su declaración judicial, todo archivado pero cada poco tiempo hay algún periodista o algún portavoz de la oposición que se lo recuerda. Pero si son niños, joder.

Entonces mira alrededor, observa la clase entera. La pizarra, los estantes y pupitres, los dibujos recortados en las paredes, un colorido mural contra el cambio climático, carteles con normas en inglés, farolillos de algún festejo reciente. Todo parece un decorado. Falso. Siniestro, diría. Mira a los niños, que esperan su respuesta. No encuentra acritud en sus rostros, más bien al contrario: inocencia, dulzura, algún brillo de picardía. No son ellos: son sus padres. O quizás los profesores. ¿Se están cobrando alguna cuenta pendiente? ¿La última huelga, los recortes? Pero tal vez no sean ni padres ni profesores: los guionistas del programa. La búsqueda de espectáculo. El político acorralado, el gobernante golpeado y noqueado por unos cuantos niños de primaria. Éxito de audiencia seguro. Goleada en redes sociales. Vídeos virales. Han preparado a los niños, eso es, en la televisión está todo guionizado. Pero han debido de aprenderse las preguntas de memoria, porque comprueba que ninguno tiene papeles sobre la mesa, no hay pantallas donde leer ni pinganillos en las orejas. Y sin embargo ellos siguen lanzando sus preguntas, con sus voces angelicales y sus manitas levantadas:

“¿No piensan hacer nada con las casas de apuestas? Se han convertido en la nueva heroína de los barrios obreros, tenemos una en la misma puerta del colegio.”

“¿Por qué ha llegado a acuerdos con un partido que niega la violencia de género?”

“¿Sigue pensando lo que dijo hace tres semanas sobre los 'menas', los menores no acompañados? ¿Le parece bien contribuir a su criminalización y al discurso del miedo?”

Y él no contesta, porque cada vez que responde a una pregunta, es aún peor la repregunta del mismo niño, o de otro que solidario se suma al interrogatorio:

“¿Piensa hacer algo contra la contaminación, además de bonitas declaraciones?”

“Estamos muy concienciados con el cambio climático, vamos a plantar tres mil árboles. No, cinco mil…”

“¿Sabe cuáles son las empresas más contaminantes del país? ¿Sabe que su gobierno mantiene contratos con varias de ellas? ¿Qué le parece que miembros de su partido acaben en los consejos de administración de esas mismas empresas?”

Su mirada rebota por el aula, de niño en niño. Acaba mirando a las cámaras (“no mires a las cámaras”), disimuladas entre mochilas, percheros y estantes. Se gira hacia la puerta: por qué no se abre y entra alguien de su equipo a poner fin a esa encerrona. ¿No piensan hacer nada? Debería ser él quien saliese, no le importan ya los memes que dejará a su paso, quiere irse a casa, pero está paralizado: si intentase dar un paso no le responderían las piernas, ancladas al suelo, no concibe el descomunal esfuerzo que le costaría alcanzar la puerta, y si consiguiera llegar a ella todavía tendría que abrirla, lenta y grave, y las cámaras le seguirían grabando mientras se arrastra por el interminable pasillo, bajaría la escalera con lentitud geológica, le seguirían los niños, los cámaras, los guionistas susurrando nuevas preguntas, por eso no se mueve, ni se moverá, paralizado como en una pesadilla escolar.

Sobre este blog

De la realidad a la ficción o de la ficción a la realidad. La inquietante mirada de Isaac Rosa merodea por los recovecos de la actualidad para contarla, semana a semana, de otra manera

Etiquetas
stats