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Los vecinos de El Gallinero, ante su inminente desalojo: “Llevo años esperando salir de aquí, pero me da pena”

Chabolas en El Gallinero

Gabriela Sánchez

El Gallinero (Madrid) —

El sol cae un día más sobre las decenas de chabolas desperdigadas por El Gallinero. Varias mujeres cuidan de sus pequeños sentadas ante el atardecer. Sara cocina un delicioso pastel de hojaldre con la ayuda de su hija, mientras, unos metros más allá, una niña muestra su boca a sus amigas con cierta preocupación: se le acaba de caer un diente de leche y no logra encontrarlo. María espera inquieta la visita de Blanca a las puertas de una de las decenas de chabolas que se convertirán en añicos en septiembre.

La mujer corre al interior de su casa para mostrar a la abogada voluntaria de la parroquia San Carlos Borromeo una serie de documentos, entre los que se encuentra la autorización para derribar el hogar en el que ha vivido en condiciones de extrema pobreza durante los últimos diez años. “¿Cómo no voy a querer irme de aquí? Tengo muchas ganas”, dice María, quien aún guarda desconfianza ante las palabras de las autoridades, tras años de promesas incumplidas.

Su hijo recuerda sentado en un destartalado sofá rosado el anuncio de la alcaldesa de Madrid. “En septiembre no habrá Gallinero”, reveló este lunes Manuela Carmena junto al presidente de la Comunidad, Ángel Garrido, en una visita oficial al poblado chabolista. El Consistorio y el Gobierno regional comunicaron el realojo de 111 vecinos en diferentes recursos dispersos por la ciudad.

“No es la primera vez que escuchan que van a mejorar las cosas. Ahora están muy desconfiados, por eso nos piden que estemos pendientes”, explica la abogada voluntaria. “Están nerviosos, con un punto de desconfianza, algunos con muchas ganas y otros con unas ganas moderadas. Tienen miedo de firmar si no lo vemos antes con ellos”, añade Blanca, quien presta asistencia jurídica a las familias de El Gallinero desde hace siete años. Un paseo por el poblado es suficiente para percibir ese combo de ilusión e incertidumbre.

Sus habitantes conocían el proceso desde hace meses, pero escuchar el comunicado oficial a través de los medios de comunicación disminuye su inquietud: “Llevan prometiendo una solución durante tres años. Nosotros ya no nos fiábamos. Ahora, después de haberlo dicho a todas las televisiones, nos lo creemos un poco más”, reflexiona el joven de 21 años, que prefiere no detallar su nombre real.

Luis ya sabe el lugar donde empezará una nueva etapa, alejado de las duras condiciones de vida de El Gallinero. En los próximos meses, se mudará junto a su madre, su padre, su hermano y su cuñada a uno de los pisos financiados por el Ayuntamiento y la Comunidad de Madrid.

El realojo no será uniforme ya que se plantean procesos distintos según las circunstancias de cada familia. La de Luis se encuentra entre aquellas que, según las administraciones, han pasado por los “procesos de integración y habilidades sociales” y tienen capacidad para afrontar el pago de los consumos de los pisos. Las viviendas en régimen de alquiler para los vecinos a realojar serán aportadas en un 50% por cada Administración.

“Estoy contento porque llevo mucho tiempo esperando salir de aquí”, señala el joven gitano, cuya familia levantó su primera casa en El Gallinero cuando tan solo tenía 10 años. La alegría, añade, no acaba del todo con la nostalgia de pensar en la desaparición del poblado. “También me da pena irme, llevo años viviendo con la gente y me he acostumbrado, pero quiero que llegue ya, porque vivir en una casa es mejor que vivir aquí”, añade señalando su alrededor. Los techos de chapa, que aumentan el ya asfixiante calor del verano madrileño, la escasez de agua o la insalubridad de vivir en infraviviendas motivan que la mayoría de vecinos espera con ansias el día en el que puedan irse de aquí.

“Me siento raro si me voy de aquí”

Luis recuerda sus primeros meses en el poblado chabolista, cuando sus padres dejaron Rumanía “por razones económicas” en busca de un lugar donde salir adelante. “La primera vez que llegué me daba mal rollo, pero luego he creado muchos recuerdos con mis amigos. Me siento raro si me voy aquí, si pienso en que no voy a poder volver, pero todo el mundo se acostumbra a todo”, añade el vecino.

Otras once familias no cuentan con la capacidad de financiar los gastos de consumo al no disponer de suficientes ingresos. Para estos casos, el Ayuntamiento y la Comunidad de Madrid han decidido derivarlas a viviendas compartidas gestionadas por la ONG Accem. Estas son las familias que, según la voluntaria de San Carlos Borromeo, sienten más ansiedad ante el proceso de reaolojo. “Tienen menos independencia. Sus gastos están cubiertos pero contarán con una supervisión muy estricta, por lo que el proyecto se aproxima más a la institucionalización que al realojo. Es una manera de intervenir infantilizadora, estamos insistiendo en que hay que tratarlos con autonomía”, cuestiona la voluntaria.

El proceso de realojo se encuentra en una “fase previa” en la que las organizaciones encargadas de llevarlo a cabo trabajan “de forma individualizada con las familias” para “identificar sus necesidades” en relación a las viviendas a las que serán enviadas, detalla Daniel Ahlquist, coordinador de proyectos en zonas desfavorecidas de Cruz Roja Madrid.

“Comparten miedos lógicos de un proceso de cambio como este: cómo es la casa, dónde está, si van a tener que cambiar a sus hijos de colegio o buscar otro médico... Las dudas propias de cualquier persona que cambia de hogar, pero con la diferencia de que ellos no la eligen, se la dan”, explican desde Cruz Roja. A ello se añade las características propias de vida de la comunidad asentada en El Gallinero, indica. “Están preocupadas por cómo va a afectar el traslado a sus costumbres. Por ejemplo, preguntan si su piso será alto o bajo, pues siempre han vivido al ras del suelo y saben que el cambio puede modificar su forma de vida”, añade Ahlquist.

Sobre los niños pesan los mayores miedos

Desde hace siete años, Blanca apoya como abogada voluntaria a la población de El Gallinero. A su llegada, todos los vecinos la saludan, bromean con ella, le cuentan sus preocupaciones. La confianza es notable. “Yo me voy a Usera. ¿Eso está más cerca de aquí que Carabanchel?”, le pregunta Lara, una adolescente de 15 años, sentada en el exterior de la destartalada chabola en la que ha vivido casi toda su vida.

Todos sus recuerdos se asientan en este poblado. Más allá de las difíciles condiciones de vida, este ha sido su hogar. “Yo no me quiero ir. Aquí están mis amigos, hemos crecido juntos, podemos estar así, en la calle, cuando queramos, lejos de la ciudad”, cuenta la joven, sentada frente a su madre, su padre y su hermana menor. “¿En Usera hay ferias?”, pregunta la más pequeña de la familia.

La voluntaria responde a sus preguntas y les recuerda que mantendrán el contacto allá donde vayan a ser realojados. Los niños y adolescentes se muestran más reacios a su inminente traslado a una vivienda y la consecuente desaparición del lugar donde se han criado. “Muchos niños, como es lógico, son más reticentes. Nos dicen que aquí está su historia, que tienen a sus amigos al alcance de su mano, entran y salen cuando quieren, tienen animales... En este momento, solo se acuerdan de las ventajas”, explica la voluntaria de San Carlos Borromeo.

Mientras Blanca habla con las familias, varios niños juegan descalzos sobre la arena. David monta en bicicleta; Marta busca a sus pollitos y cuida de su pequeño huerto; Beckam cuenta que construyó “una ciudad” creada con botellas en un charco formado junto a su casa.

La de El Gallinero es una comunidad “muy definida”, recuerda Ahlquist, asentada en un pequeño poblado donde “la vida se hace en la calle” y los niños “juegan fuera de casa con libertad”. Su realojo en una casa supone irremediablemente un cambio, reconoce. “Saben que va a dejar de vivir así. También tendrán que empezar en otro colegio, cuando las familias, los profesores y los niños habían conseguido ya un muy buen ambiente. Ahora, temen ser rechazados. Todo estas circunstancias desembocan en un mayor recelo de los niños a su nuevo destino”, desarrolla el miembro de Cruz Roja.

El poblado chabolista, situado a 12 kilómetros de Sol, acumula 19 años de historia. Sus habitantes, de origen gitano-rumano, han sobrevivido bajo un Índice de Pobreza Humana (IPH) situado en el 93%, muy alejado del 10% de la capital. Sus niños se han visto obligados a acudir a la escuela durante años cubriendo sus piernas con bolsas de plástico, para tratar de proteger sus pantalones de los charcos de barro en los que se transformaban los caminos durante los días de lluvias. Las letrinas donde poder hacer sus necesidades y el asfaltado de la zona no llegaron a El Gallinero hasta hace unos meses, a pesar de que el Ayuntamiento de Manuela Carmena se comprometió a materializar estas medidas en 2016. Hasta entonces, sus vecinos hacían sus necesidades al aire libre también durante las bajas temperaturas del invierno.

Críticas a la “poca transparencia” del proceso

El Gallinero toca a su fin. Los vecinos están sumidos en la alegría de abandonar las infraviviendas en las que tratan de sobrevivir, pero también en el miedo ante la adaptación a una nueva vida de la que desconocen los detalles. Los voluntarios que llevan años apoyando a los vecinos cuestionan el proceso de realojo, que tomó fuerza el pasado noviembre. “Nos parece que ha faltado información por escrito, poca transparencia, lo que afecta a las garantías de las familias. Nos gustaría que hubiese sido un proceso más participativo”, denuncia Blanca.

Los voluntarios de San Carlos Borromeo rechazaron asistir a la visita oficial de Carmena y Garrido al Gallinero de este lunes, pues consideraban que el anuncio debería haberse realizado cuando el poblado ya estuviese vacío para, detallan, “proteger la intimidad de los vecinos”. Mientras este martes algunos habitantes contaban orgullosos sus conversaciones con la alcaldesa, otros confesaban no haber querido acercarse a la zona donde se formalizó el desmatelamiento de su hogar. “No quería verles, ¿para qué?”, sostiene una señora sentada a las puertas de su casa.

“Es lo que hemos defendido siempre. No es como queríamos que fuese, el modo es mejorable. ¿Esto es un final feliz? Es el final más feliz que podemos conseguir, podía haber sido mejor, pero por eso no deja de ser feliz”, concluye la voluntaria, parafraseando el guión de una conocida película.

Los colores naranjas y rosados del atardecer rodean El Gallinero poco antes de que Blanca se despida de los vecinos. María se toca el pecho con muecas de dolor. Durante la última intervención policial en el poblado, relata, fue golpeada por varios agentes policiales. Cuenta con un parte de lesiones. “Mi hijo fue detenido por atentado a la autoridad, cuando no había hecho nada”, asegura la mujer, que no ha llegado a acostumbrarse a las “constantes” operaciones policiales en su barriada. “Por eso también me quiero ir. Para que acaben estos sustos”, sostiene antes de regresar al interior de la casa que pronto dejará de ser casa.

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Nota: Todos los nombres de los vecinos de El Gallinero son ficticios para mantener su anonimato, tal y como han solicitado a eldiario.es.

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