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La hora de los porteros

Germán es portero en el madrileño barrio de Chamberí.

Víctor Honorato

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A Emilio Rubio lo salvó el carbón. Seis días después de que amainase el temporal, no hay en Madrid sal ni palas suficientes para retirar la nieve y el hielo de las calles, pero en la comunidad de vecinos de Conde Duque que este hombre guarda desde hace 34 años la calefacción se llenaba a paletadas hasta hace dos inviernos, cuando la caldera dijo basta. Las herramientas, sin embargo, seguían ahí mientras caía en la ciudad la mayor nevada en medio siglo. Y tan pronto paró, hicieron falta. Los porteros (o conserjes, según la sensibilidad) son un gremio en declive que sobrevive en los edificios más desahogados de la ciudad, pero en estos días de excesos meteorológicos han sido brigadistas de emergencia.

Emilio calza crampones y ha pasado la mañana picando hielo de la acera con una barra de uña. Como él es de los porteros que aún vive en el edificio, el propio domingo ya se puso a limpiar. Primero, la entrada de la comunidad, que está cerrada. Le ayudó un vecino, achacoso como él. “Tuvo un infarto y a mí el año pasado me dio un ictus, pero leve”, relata. Emilio no quiere que lo fotografíen —“no somos héroes, cada uno hace lo que puede”, afirma— y no descuida el trabajo habitual de saludar a todo el que pasa por el portal. “Luisa, cuidadito con la nieve”, le dice a una mujer mayor que avanza con dificultad hacia la calle. “Esa ya se ha caído tres veces”, señala a otra transeúnte que camina con cuidado por la vía. También tiene genio; a una vecina que osó darle indicaciones desde el balcón cuando estaba en plena faena, se lo afeó: “¿Damos órdenes desde la terraza?”. Pero no para. Cuando se le acaba la sal, acude al cantón de los barrenderos de la calle de los Reyes y vuelve con 10 kilos. Otro residente le sugirió que pusiese algún cartel en el portal reclamando ayuda, pero él no quiere andar poniendo deberes. “Esto depende de la voluntad de cada uno”, dice.

A la vuelta de la manzana está Raúl, que es un portero del siglo XXI; es decir, no es exactamente un portero. La comunidad prescindió del que había y él, que solo limpiaba, ahora ayuda con el correo y otros recados. Así lo hace en tres comunidades. A diario, sale de Ascao, va hasta Argüelles, después a Fernández de los Ríos y luego baja por Princesa. El lunes le costó “un poco” llegar. Los vecinos, en su bloque, han ayudado. “Todo está bien”, afirma.

El jueves empieza a derretirse el hielo y el agua gotea desde las cornisas de los tejados del centro y Chamberí. En la calle de la Estrella, que es paralela a la Gran Vía, esto supone un peligro, porque la agüilla se congela una y otra vez y los resbalones son constantes. Aquí hay un par de porteros, menos expansivos en sus quehaceres. Teresa no ha salido del portal más que para comprobar que los trabajadores del Ayuntamiento vinieron a recoger algunas ramas, no todas. En la acera de enfrente, Walter defiende que “cada uno tiene que hacer lo suyo”. La calle sigue bastante impracticable y los abogados del despacho que hay en el bajo aún no han podido venir. Él pidió permiso para ausentarse el martes porque tuvo que acompañar a su mujer al hospital, que se había caído en la calle. No fue grave, afortunadamente. Más arriba suple carencias públicas pala en mano Alberto, que tiene una tienda de merchandising. “Del Ayuntamiento no ha venido nadie ni se le espera, pero no digas el nombre de la tienda que estos son vengativos”, pide. A cada viandante que pasa le brinda la mano para cruzar la calzada. “Hoy ya llevamos cuatro caídas”, le cuenta a alguien por teléfono.

Por el centro y Chamberí, donde las calles son más amplias, ya se ven máquinas quitanieves trabajando. Al cruzar Alberto Aguilera, esquina Galileo, está Germán, portero, hablando con una vecina mayor, María José, que pasea agarrada a una acompañante silente mientras dispara soluciones al colapso de estos días: “Tenía que estar la UME. Y los parados. Y los migrantes”. La mujer prosigue la marcha y Germán explica que las palas él las consiguió de una obra que había en el edificio. “Tenía llaves y entré, después avisé al encargado; están solicitadísimas”, asegura. El trabajo está siendo “una pana tremenda”, desde que el domingo empezó a retirar nieve. Además, la colega del siguiente portal está de baja, así que estuvo retirando montones por allí también.

A falta de organización vecinal, algunos bajan a la calle por su cuenta. Es el caso de Jaime, que lleva media hora con una pala nueva y un martillo recién comprado, en una esquina de Donoso Cortés. Le cae el sudor por la frente, pero avanza a buen ritmo. A un par de calles tira de un cubo un trabajador municipal, con ojeras. “Hoy estoy reventado”, dice sin parar la marcha. Y una cuadra más al norte está Lola, portera que tuvo un rifirrafe con los de la limpieza porque no le daban sal para la acera. “Es para la calle”, le explicaron. “¿Y yo para qué la quiero? ¿Para las lentejas?”, replicó. La cosa no fue a mayores, afirma.

Lola bromea con Balduino, un vecino que se identifica como instructor y examinador de pilotos de avión y viste de manga corta, cuando todo el mundo lleva gorro y bufanda. Lola dice que va a caer hielo de la azotea y él quiere apostar una comida a que no. Se entretienen un rato hasta que el hombre decide seguir pasando la escoba. La mujer tuvo que llamar al fontanero porque en el ático empezó a gotear y arrastrar nueve bolsas de la basura a la esquina de la calle principal porque el camión no llega aún por la suya.

Más al este, en el barrio de Castellana, Gregorio y un compañero del bar Cruz de Núñez de Balboa, donde aún no es posible circular en deportivo porque rozaría en los bajos (sí en 4x4), clavan la pala en el hielo de la calzada para que pueda sacar el coche un vecino, que la víspera les echó una mano, a su vez, para despejar la terraza. “A ver si levanta la temperatura y mañana hace sol como hoy, pero nos quedan días chungos”, opina. ¿De dónde sacó la pala? “De los porteros”.

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