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Los madrileños esquivan el cierre nocturno de los parques pero sin grandes concentraciones

Cartel de "parque cerrado" en las puertas de El Retiro (Madrid)

Víctor Honorato

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Hay dos formas de impedir el acceso a un parque. Una es vallarlo y ponerle puertas. La otra es que la policía cierre activamente el paso. Ambas son complicadas de ejecutar en Madrid, ciudad de 3.800 parques, según los datos del Ayuntamiento de Madrid. Nadie quiere realmente enladrillar los espacios verdes y la vigilancia efectiva de tantas áreas es “muy difícil, por no decir imposible”, según reconoció el alcalde, José Luis Martínez-Almeida, cuando a finales de agosto anunció la clausura nocturna para prevenir el contagio de coronavirus en los botellones.

Así que el cierre (de 22.00 a 6.00 horas) queda en los parques con puerta física, como el Retiro. Para el resto, el veto se traduce, en la práctica, en una nueva recomendación y aviso reforzado de multas por aglomeraciones. 

El sábado pasó durante el día de 30 grados en Madrid, y en la entrada del Parque del Oeste junto al intercambiador de Moncloa, varias familias ocupan las mesas y asientos de la explanada a las 22.00, hora oficial de cierre. Niños pequeños en patinete, madres jugando a las cartas, padres jugando al ‘mahjong’. Alguien enciende un altavoz. Algunos empiezan a recoger con desgana los restos de la tarde. Unos adolescentes están enfrascados en un juego de mesa con lápiz y papel. “¿Que está prohibido? Eso será para los del botellón”, opina uno, con mascarilla. “De todas formas, en 20 minutos nos vamos a tener que ir, que si no, nos quedamos sin autobuses”, indica el que más alto habla, con la cara descubierta.

Un poco más adentro, cuando el parque se ensancha, apenas se ve gente. Pero si hay que cazar infractores, se les encuentra. Apenas se ve ya, pero las pantallas de teléfono delatan la presencia humana. Unos universitarios hablan de política junto a la senda principal. De vez en cuando, tras un árbol, se atisba un grupo de tres o cuatro personas. En un tramo rodado hay un coche de la policía nacional. Son dos y no están pendientes del botellón, no es su cometido. No se ponen de acuerdo sobre si el cierre era a las 22.00 o a las 0.00. 

Caminando otro trecho, al cabo de un rato empieza a oírse una canción de Benny Moré, que viene desde un poco más arriba, junto al Templo de Debod, ya en el Parque de la Montaña. Allí, entre el césped y el camino, unas 15 personas, en absoluto adolescentes, se turnan para bailar al son que sale del bafle. Sienten el gusanillo y no temen a la autoridad. “Del Retiro nos echaron”, ríe uno antes de cambiar de canción. Otro alega, melena tras la mascarilla: “Igual que hubo grupos de convivencia para los jornaleros, la gente también lo está haciendo para bailar. Nos conocemos, somos siempre los mismos, llevamos mascarilla”. “Cuando la gripe española hubo un auge del baile en solitario”, compara.

Esto no es botellón, pero es oportunidad de negocio. Un vendedor de cerveza fría se acerca. “Ahora no quiero, ya tengo una”, dice el potencial cliente. No muy lejos de los bailarines hay otros dos grupos, de unas 20 personas cada uno. Dos chicos y una chica se separan y se retan a hacer piruetas. Las parejas ocupan los bancos. No se ven agentes.

Más al sur, pasadas las Vistillas, donde hay más gente en las terrazas del perímetro que en el propio jardín, un coche de la policía local entra, después de medianoche, en el parque de la Cornisa. “Entrar no está prohibido. Usted puede darse un paseo y tomarse un bocadillo. Hasta que no esté el estado de alarma…”, razona el agente al volante. Él y su compañero dicen que controlan que quien esté lleve mascarilla y que las terrazas no se desmanden. Y confirman que la noche está siendo tranquila. Se despiden, aparcan y poco después se les puede ver hablando con un grupo de jóvenes sentados en la hierba, detrás de un seto. “Preferimos estar aquí que en una terraza”, explica una chica. Todos llevan mascarilla y no se ven botellas. Los agentes prosiguen la ruta.

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