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El Madrid de Fernando Fernán Gómez

El actor y director Fernando Fernán Gómez.

Luis de la Cruz

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“A comienzos del siglo XX las aceras de la Puerta del Sol eran un emporio de la venta callejera en donde podían comprarse gomas para sujetar las varillas de los paraguas, corbatas, juguetes mecánicos de fabricación casera, llaveros, botonaduras, cintas para hacer lazos, poesías… Pero Madrid era el sueño de muchos españoles –en particular, de los pobres–, y el centro de ese sueño era también la Puerta del Sol”.

El párrafo anterior forma parte de un guion inédito de Fernando Fernán Gómez titulado La Puerta del Sol, basado en su novela del mismo nombre publicada en 1995. La historia trata sobre los avatares políticos de principios del siglo XX y sitúa a sus protagonistas en una imaginaria calle del Vergel, en el barrio de Maravillas (hoy Malasaña), donde uno de sus ellos trabaja como tramoyista del Teatro Lara. Madrid sale mucho en la obra del genial actor, dramaturgo, director de cine y novelista, y lo hace teñido de tintes autobiográficos en no pocas ocasiones, como sucede, por ejemplo, con el Madrid en guerra de su célebre Las bicicletas son para el verano.

Esa imaginaria calle Vergel de La Puerta del Sol se encontraba entonces en el Chamberí donde vivió, los oficios del teatro son parte de su biografía más íntima y temprana, y La Varsoviana, que suena en una de las escenas de lucha obrera que retrata el guion, no es otra cosa que la música sin letra del himno anarquista ¡A las barricadas!, que tiene hilo directo con la bandera rojinegra que cubrió su féretro.

Hoy nos proponemos escribir un pequeño mapa del Madrid de Fernando Fernán Gómez a través de su propia autobiografía, El tiempo amarillo (disponible en la edición de Capitán Swing) porque si Fernán Gómez es tan personaje como autor, Madrid es lo mismo tramoya de su vida que de su obra.

El Madrid de las pensiones

 Aunque Fernando Fernán Gómez nació en Lima por estar su madre, la actriz Carolina Fernández, de gira por América (tan breve fue la aventura peruana que la inscripción de su nacimiento ocurrió estando ya en Buenos Aires), pronto regresarían a Madrid, donde pasarían la infancia entre pensiones y casas de huéspedes, de aquellas que abundaban tanto en el Madrid de principios de siglo (y mucho tiempo después). En sus memorias, Fernán Gómez menciona la pensión Adame, en la calle de Carretas, donde también vivía la actriz Concha Catalá, figura en el cercano Teatro Lara. Poco a poco,  las pensiones fueron de mayor categoría y recalaron también en pisos compartidos o en casa de amigos, como la del sastre Francisco Ávila en el Pasaje de la Alhambra, del barrio de Chueca.

De aquella época, sus memorias reflejan muchos paseos con su abuela, Doña Carola, por el Madrid más castizo. Ella fue una figura capital en la vida de Fernán Gómez. Costurera, hija de carpintero, progresista y profundamente anticlerical, fue quien le enseñó a leer y le aficionó a la lectura. Su abuelo era un viejo tipógrafo socialista, amigo de Pablo Iglesias, autor de teatro casual y hombre autoritario de quien doña Carola se acabaría divorciando.

El 14 de abril de 1931 fue con su abuela con quien paseó el pequeño Fernando, festejando la llegada de la República (su madre, entonces de gira, era de ideas conservadoras). El cotidiano diálogo político de sus dos referentes femeninos influyó en la vida del niño. Por ejemplo, en el ir y venir de colegios, algunos más religiosos y convencionales, como las Hermanas Maristas de la calle de Fuencarral (elegidos por su madre) y otros más progresistas, como la Institución Libre de Enseñanza o la seglar Academia Domínguez, por influencia de su abuela.

Madrid entre bambalinas

 La primera vez que Fernando vio a su madre sobre las tablas de un teatro tenía solo cuatro años. En su recuerdo, su papel en aquella misteriosa comedia discurría en el interior de una gigantesca jaula. El pequeño pasaba con los cómicos las horas que no estaba jugando en la calle o con su abuela, e iba a llevar el almuerzo a su madre al Teatro Cómico o al Gran Metropolitano (inaugurado en la época en los Cuatro Caminos, donde la actriz recaló bajo la batuta del director valenciano Enrique Rambal).

En 1936, Carolina Fernández regaló al Fernando de catorce años un abono para asistir a tres recitales de Manuel González Marín en el Teatro Español y el chico quedó fascinado por la entusiasta reacción del público ante los versos  de Gabriel y Galán, Rubén Darío, García Lorca, Rafael Alberti o Nicolás Guillén.

Empujado por su madre y por las necesidades económicas de la familia durante la guerra, se apuntó una Escuela de Capacitación Profesional instalada en los sótanos del antiguo Teatro Alcázar por CNT, donde coincidirá con otros nombres luego conocidos como Manuel Alexandre o Rafael Alonso. Además, un antiguo cabaret de la calle de Alcalá se convirtió en la Sala Ariel, con dos salas pequeñas donde se programaba gratuitamente teatro experimental y clásicos, y donde el joven Fernán Gómez pudo conocer y poner en práctica el teatro que luego más le interesaría como autor e intérprete.

Intervino por entonces en algunas obras militantes en el Teatro Pavón con títulos bastante explicativos: A la orden de la República y Mi puesto está en las trincheras. Al acabar la guerra quedaría en paro y comenzaría, poco a poco, a reintroducirse como meritorio en algunas obras, a la vez que comenzaba unos estudios universitarios que nunca acabaría.

Fueron años de sentir que el teatro que se practicaba en España y más gustaba al público era algo caduco y alejado de sus gustos, por lo que irá virando rápidamente hacia el cine y el trabajo a destajo en las producciones de la productora CIFESA. Vivencias estas que, seguramente, afloran en la famosa escena de El viaje a ninguna parte donde los viejos cómicos itinerantes se topan con el desprecio de la gente del cine. A pesar de todo, fue Enrique Jardiel Poncela quien le descubrió en el Teatro de la Comedia y fue el gran valedor de su primera carrera teatral, sin la cual no habría sido requerido para hacer películas.

Chamberí, lugar de la infancia y territorio de nostalgia

 A partir de 1921, la chamberilana calle del General Álvarez de Castro se convirtió en el paisaje perenne de la infancia de Fernán Gómez. Allí vivió en tres edificios distintos y hoy una placa lo recuerda en el número 22 de la calle. De aquellos años el cómico recordaba las verbenas por las fiestas del Carmen, los solares poblándose progresivamente de edificios, la vaquería La Primitiva, el cine Bilbao o los partidos de fútbol en el Campo de las Calaveras.

Precisamente sobre este último espacio de nombre fantasmagórico –mejor dicho, sobre su recuerdo infantil– versaba el último artículo publicado en ABC por Fernando Fernán Gómez, ya después de muerto. El texto era el recuerdo de un partido de fútbol de chavales en el Campo de las Calaveras, conocido así por estar en lugar de antiguos cementerios y decir el saber popular que, muchos años después de clausurado el camposanto, todavía afloraban huesos de las tumbas removidas.

Aquel Madrid popular vivido tiene mucho que ver con la película maldita de Fernando Fernán Gómez, El mundo sigue, estrenada de tapadillo en el cine Bilbao y que casi nadie había vuelto a ver hasta que se restauró hace pocos años. La cinta, basada en la novela de Juan Antonio Zunzunegui y producida por Ada Films (Tibor Reves y Juan Estelrich), muestra la dura vida de las clases populares en las casas de los años cincuenta en el barrio de Maravillas-Malasaña (entonces perteneciente a Chamberí).

Madrid era una tertulia de café

Buena parte de la década de los cuarenta, el actor la pasó rodando películas en Barcelona, muchas de ellas de bajo presupuesto y de desigual calidad (su gran éxito llegaría con Botón de ancla en 1947, y aun después tuvo que hacer muchos trabajos de subsistencia hasta Balarrasa). En aquella época le faltaba tiempo para salir corriendo hacia Madrid en los descansos de los rodajes para llegar a casa…la tertulia del Café de Gijón.

“Había centrado mi vida de tal modo en el Café de Gijón, que permanecer alejado de Madrid por algún tiempo, aunque fuera por imperiosos motivos de trabajo, se me antojaba imposible”, dejó escrito en El tiempo amarillo. Cuando su caché ganó peso, empezó a patrocinar el premio literario Café Gijón, a imagen del barcelonés premio Nadal y nacido de la tertulia del poeta José García Nieto. Dicha tertulia había nacido antes en el café Lepanto y fue en la que más tiempo permaneció nuestro hombre, aunque frecuentó otras de las muchas que albergó el mítico café.

Según contaba, en los años cincuenta se fue produciendo en el café “una lenta pero constante invasión de cómicos” y él se vio dividido entre las tertulias de compañeros y la de poetas. Allí se reunían grupos muy diversos. Estaban las actrices María Asquerino, Lola Cardona, Conchita Montes o María Luisa Pontes; había otra tertulia de actores y gentes del teatro en los sesenta, con Francisco Rabal, Conrado San Martín, Enrique Álvarez Diosdado, Juan José Alonso Millán, Alfonso Paso, Buero Vallejo o Fernando Rey; o la llamada tertulia de los jóvenes existencialistas, con Alfonso Sastre, Rafael Sánchez Ferlosio o Ignacio Aldecoa, entre otros, con quienes se alió para alguna aventura teatral de vanguardia.

También participaría de una tertulia en el antiguo café de La Elipa, en la calle de Alcalá, en la que paraban a finales de los años cuarenta un grupo de cineastas jóvenes que se hacían llamar Los Telúricos. Estaban encabezados por Carlos Serrano de Osma y serían el germen del REC, Instituto de Investigación y Experiencias Cinematográficas. En este contexto hizo con el director Pedro Lazaga, por ejemplo, La Sirena Negra, inspirada en la novela homónima de Emilia Pardo Bazán.

Todas las noches de Madrid

Fernando Fernán Gómez vivió la noche intensamente. A veces, la cultivó en sus casas y, a veces, en establecimientos nocturnos. En sus memorias cuenta algunas veladas intensas en un interior mísero en la calle Tutor donde vivió antes de mudarse a su lujosa vivienda de la Avenida del Generalísimo (Paseo de la Castellana). Narra noches de discos, bebida, mujeres e, insiste, “sobre todo conversación”. La última de sus moradas sería La Luna, el chalé de Algete donde se mudaron él y su compañera Emma Cohen en los ochenta. Allí, cuentan, fueron intensamente felices.

Pero también vivió la noche en algunos de los locales más sofisticados de Madrid. Después de convertirse definitivamente en una cara conocida con Balarrasa (1951) se le abrieron las antes vetadas puertas de Riscal, con sus célebres paellas, la orquesta, prostitutas de lujo, tertulias y señores de al alta sociedad franquista, como Edgar Neville, director con el que Fernán Gómez alcanzó algunas de sus más altas cotas como actor de cine en la primera parte de su carrera.

En una ocasión, estaba con su amigo íntimo, el cineasta Juan Esterlich, en el Villa Rosa (que no era el conocido local de la Plaza de Santa Ana sino, al parecer, un pub de lujo en Ciudad Lineal) y se encontraron a un grupito formado por Lola Flores, Luis Miguel Dominguín, Frank Sinatra y Ava Gardner. Tras invitarles Dominguín a unirse a la pandilla, estuvieron en un reservado con unos músicos flamencos donde La Voz se arrancó sin mucha gana por uno de sus clásicos. Acabaron la velada en una casa de lujo, pero la juerga terminó cuando Ava Gardner se dio cuenta de que había perdido una de sus joyas y puso a todo el mundo buscarla por Madrid, algo que al parecer no era un hecho poco habitual en sus noches a la española.

Después de que se estrenara El extraño viaje, seis años después de ser rodada, la buena acogida de la crítica más selecta y de la profesión le abrió las puertas de una nueva generación entre la que hizo buenos amigos y con la que también se vio de noche en los setenta. En el Always, un pub regentado por Monica Randall y Luis Morris, Marisa Paredes le presentó a gente como Charo López o Julieta Serrano, por ejemplo.

El Madrid de Fernando Fernán Gómez es mucho más ancho y profundo que las líneas anteriores, pero esperamos que sirvan como boceto para un mapa de contornos más definidos de la ciudad en su biografía y en las miles de imágenes –filmadas o escritas– sobre las que el autor dejó su impronta. Aquí queda la propuesta.

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