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La tierra que me sostiene

Tomates de invernadero

Carmen Díaz Beyá

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Cuando nací podía ver el cielo.

Unas manos de mujer, un poco anchas y muy suaves, fueron las que me cuidaron en mis primeros años de vida.

Cuando empezaba a amanecer, Mariana se envolvía en una mantilla de lana hecha por ella misma y salía al jardín. Después de visitar a las gallinas, caminaba unos pasos para encontrarme y, al hacerlo, sepostraba en cuclillas en frente de mí. Acto seguido, bajaba sus robustos brazos hasta comprobar que la tierra que me sostenía, estaba lo suficientemente húmeda. En invierno apenas era necesario regarme. En verano, con algo más de un litro de agua al día, tenía suficiente. Mis raíces ya se encargaban de encontrar el agua justa para calmar mi sed.

Mi forma era la que mi naturaleza me proporcionaba y mi color, primero verde, con los rayos del sol, se iba transformando en una gama cromática de rojos que llamaba la atención. Cuando estaba en la cúspide de mi belleza, llegaba un día en que Mariana me decía: “Um, ya estás listo”. Dirigía entonces sus manos hacia mí y envolviéndome con afecto entre ellas, me arrancaba del que había sido mi hábitat. Una tomatera.

Con el nacimiento de Andrés, las manos de Mariana comenzaron a dedicar más tiempo al bebé, que al cuidado de las gallinas o al mío propio. Federico, su marido, fue entonces quien comenzó a visitarme a diario. Un día pensó que, si crecía tan sano y tan rico, porque no plantar a unos cuantos más como yo. Y así lo hizo.

Calculando perfectamente el espacio que tenía que dejar entre las distintas tomateras para que ninguna nos quitásemos a la otra la necesaria humedad, plantó otras dos hileras más. De vez en cuando, algún incómodo pulgón subía por mi tallo pero, antes de que pudiera morderme, allí estaban los atentos ojos de Mariana, de Federico y de su hijo Andrés, para quitármelo de encima.

Todo era salud, naturaleza y vistas a cielo.

Las manos de Mariana y de Federico se fueron arrugando, a la par que las de Andrés, iban cogiendo cada vez más fuerza, determinación y vigor. Tal fue así, que las suyas acabaron sustituyendo a las de sus padres en las labores del campo.

Andrés había heredado la dulzura y el tesón de su madre y la justa ambición de tener una vida mejor de su padre. Los tomates empezábamos a estar muy cotizados en el mercado y un día decidió, como antaño lo hiciera su padre, plantar a muchos más como nosotros.

Como todo buen agricultor, poseía una gran capacidad de observación de la naturaleza y se daba cuenta de que el clima había cambiado y que ahora era mucho más caluroso. El suelo, por su parte, estaba seco, árido y constituía un espacio casi imposible para nuestro desarrollo. Por todos estos motivos, decidió instalar riego por goteo y cubrirnos por unas paredes de plástico. Pasamos a ser tomates de invernadero.

Y dejamos de ver el cielo, para simplemente intuirlo, más allá del plástico.

Con aquellas innovaciones, nuestro ciclo vital aumentó muchísimo. Madurábamos y nos arrancaban mucho antes. También volvíamos a la tierra sin apenas tiempo de descanso. Las manos que nos empezaron a coger, se multiplicaban al ritmo que la producción seguía creciendo.

Una mañana vino un señor con traje de chaqueta a visitarnos. Era el responsable de compras de una gran cadena de supermercados. Andrés y él firmaron un contrato y al día siguiente, empezaron a transportarnos para exponernos en la sección de frutería de esos supermercados.

Andrés se sentía orgulloso de observar cómo aquella solitaria tomatera que un día plantease su madre, se había convertido en un negocio con el que poder vivir algo mejor. Yo por mi parte, me sentía raro expuesto en la sección de Frutería, con ese aspecto tan reluciente y un tanto artificial. Pero a la vez, estaba contento de pensar en los beneficios que le dábamos a mis cuidadores.

En esos supermercados, con su extraña luz y las paredes tan altas,ya ni siquiera podía intuir el cielo.

Tras pasar los primeros años de contrato con aquel gerente, llegó el momento de renovar las condiciones de nuestra compra. Leyéndolas, Andrés se enfureció al comprobar cómo éstas habían cambiado. El mercado se había globalizado más aún y según palabras del hombre con traje: “Esto es lo que hay”.

Tras hacer unos cálculos iniciales, se dio cuenta de que, si firmaba, supondría vender la producción a pérdidas pues apenas podría cubrir los costes. Además, le parecía muy injusto que los consumidores pagasen ocho veces más el precio de lo que ellos, como agricultores, percibían por su trabajo.

Esa misma mañana fue a su asociación de cultivo para hablar con otros compañeros. No tardó en comprobar que todos estaban en la misma situación y que la indignación, la precariedad y la sensación de ser infravalorados por un sistema que ha olvidado donde reposa la base del alimento, era el común denominador de todos ellos. Acordaron entonces agruparse y comenzar una serie de protestas bajo el lema: 'Agricultores al límite'.

Regresó ya por la noche y tras aparcar, vino a vernos al invernadero. Se quedó parado junto a mí un buen rato y me habló. Sólo dijo dos palabras. “Lo siento”. A la media hora, comenzaron a llegar sus compañeros de la asociación y nos arrancaron a todos.

Bien temprano, al día siguiente, un ejército de tractores comenzó a desfilar por la carretera principal del pueblo. Yo iba amontonado en un cubo enorme con otros miles de tomates, en uno de los vehículos. Aunque casi todos los tractores iban repletos de verduras, Pascual, el pastor, transportaba en su furgoneta a una parte representativa de su rebaño. Por la rabia que se sentía en el ambiente, intuía que nuestro destino en esta ocasión, no sería el expositor de un supermercado. No entendía muy bien donde íbamos verduras y cabras juntas, pero debía de ser a un sitio importante.

De repente el tractor que nos transportaba se paró y Andrés se bajó de él. Se dirigió a la parte trasera, donde estábamos nosotros. Metió la mano en el enorme cubo y me cogió.

En aquel momento, Pascual abrió la puerta trasera de su furgoneta y dejó salir a las cabras que se pusieron a nuestro alrededor.

“Es usted Andrés el de los tomates”, dijo una chica con una cámara al hombro. “Sí señorita, soy yo”, contestó él. “Pues cuando esté listo, comenzamos a grabar”. Sujetándome fuerte con su mano contestó: “Cuando quiera”. De repente, otra chica con un micrófono se puso a hablar a cámara. Andrés quedaba en el lado izquierdo del encuadre. Otros agricultores comenzaron a coger otros tantos tomates, mientras las cabras se posicionaban enfrente nuestra.

“Grabando”.

Tras unas frases a cámara pronunciadas por Andrés, donde dijo algo que incluía las palabras: pena, injusticia, esfuerzo, alimento y explotación, comenzó nuestro lanzamiento. Yo fui el primero en caer en el suelo y en sentir cómo una cabra comenzaba a darme lametazos para finalmente, comerme enterito.

No me importó que me ingiriese una cabra en vez de un ser humano. Lo cierto es que no sentí una gran diferencia.

Lo que sí que me importó fue que, después de aquel día, nunca más volví a ver a Andrés, ni a Mariana, ni a Federico. Tampoco volví a sentir cómo unas manos me arrancaban de una tomatera.

Me consuela el pensar que, en esta montaña de estiércol, aún puedo ser útil para los míos. Quizás entre todos los desechos que estamos aquí y que aquella mañana fuimos ingeridos por las cabras, algún día sirvamos como base de una tierra capaz de sostener a nuevas tomateras.Y no sólo tomateras. Sino que sirvamos de albergue para vuestro alimento.

Me pregunto qué habrá pasado con mis agricultores.

Ojalá algún día nos reencontremos y, tanto ellos como yo, podamos volver a ver el cielo.

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