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'Leer el presente' es un espacio que dedicamos a libros desde eldiario.es/murcia. Del mundo a la página y viceversa. Coordina José Daniel Espejo.

'Inviernos invisibles' de Mireya Encinas: un mosaico de historias sobre la gélida realidad

El invierno de Francisco de Goya ©Museo Nacional del Prado

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Siempre que escucho la palabra «invierno» recuerdo la advertencia que George R. R. Martin nos hace (o nos hacía) en Juego de Tronos: “Winter is coming”.

Más que una advertencia, una tautología: ¿Acaso puede no llegar el invierno?

Más que una advertencia, un recordatorio: el invierno siempre llega, aunque no queramos verlo.

Si cierro los ojos y tiro del hilo, «invierno» me lleva a muchos sitios. En la mayoría hace frío. En algunos, hay una bata de guatiné o una chimenea crepitante para recordarme que, aunque yo esté calentica, los White walkers están ahí fuera.

Leer Inviernos invisibles (Mireya Encinas, 2020) ha sido un poco así, como en las antiguas cenas de Navidad: sentada en la mesa con decenas de familiares de todo tamaño y pelaje, con historias más o menos agradables, a veces incómodas o reconfortantes; mientras el frío se agudiza tras las ventanas, o aparece como un reflejo sutil en las palabras de alguien que no ves desde hace trescientos sesenta y cinco días.

En las veintidós historias que componen este contundente libro de relatos cortos, la autora, Mireya Encinas, recoge esas fotografías (en términos de Cortazar) que capturan los breves destellos del hielo que con cierta iluminación percibimos en las vidas ajenas; y los sienta a la mesa, entre las tapas azules de la Colección Sudeste (pariente lejana de Varieta), para que hablen entre ellos y con quien las lee.

Mi diálogo ha sido como esos “cafés bien conversados” que te dan más de lo que pagas; que tienen el mérito de quedarse en una esquina, para reaparecer en los momentos más insólitos; y que tambalean tus preconceptos gracias a su destreza para ponerte en otro lugar.

En el caso de Inviernos invisibles, ese lugar ha sido otros cuerpos, otras vidas, otras historias diferentes a la mía. Un ejercicio de empatía con un arco de perfiles conectados por su diversidad, que te saca de la comodidad de tu manta y té para llevarte, sin rodeos ni sobresaltos, a la humedad que siente una niña al irrumpir en un puerto, al viento en la cara de un chico asomado a la cornisa, o al agarrotamiento de una pierna una noche en vela. 

Cuando la visita de estos personajes dickensianos termina, un escalofrío me recorre la espalda, y me reacomodo en la manta para sacudirme la pegajosa realidad que he visto en las profundidades de cada historia.

Crudos e inexorables, los relatos no solo han ejercitado mi comprensión de la realidad que no percibo a simple vista: lo han hecho como un juego narrativo de espejos donde el fondo se refleja en la forma, que me ha mantenido pegada al libro cual brasero.

La diversidad enlaza las piezas en mensaje y narrativa: perspectivas diegéticas o extra diegéticas, géneros del suspense a la fantasía, formatos epistolares, monólogos interiores y narraciones en tercera, segunda, primera persona del plural o singular.      

Pero si (aunque no exista ninguna necesidad) tuviera que señalar una sola cosa, me quedaría con los detalles: las pinceladas que dan volumen y realismo a cada relato: los huecos en los que conforme avanza la lectura, voy introduciendo las extremidades para ponerme en la piel de cada personaje: “escarbo hasta que encuentro las llaves”, “mujeres, si nos necesitáis decidlo”, “sabe que Emilio no se despertará”.    

Cada detalle exquisitamente sembrado, se convierte después en un sólido amarre para sostener los plot twist que, en cuestión de tres páginas, han caído sobre mí a veces como una avalancha, a veces como una nevada ligera.

Mirándolos con atención, además de dar vida a quienes actúan en cada relato, trascienden el plano individual para alcanzar temas constantes a toda la sociedad: suicidio, maternidad, infidelidad, violación, transexualidad, machismo; y particularidades como la sinestesia, el transtorno ciclotímico o la donación de médula. 

Inviernos invisibles es más que una colección de retratos contemporáneos de la talla de Quién no (Claudia Piñeiro, 2018) o Siete casas vacías (Samanta Schweblin, 2015): es un “mosaico de historias” que reconstruye una realidad necesaria ahora que el invierno se acerca más que nunca.

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