El diccionario de la Real Academia define la expresión 'espada de Damocles' como una “amenaza persistente de peligro”. Procede a su vez de una historia de leyenda, una parábola popularizada por Cicerón que narra la vida insatisfecha del rey Dionisio y cómo, al recibir las adulaciones de Damocles, que elogia la buena vida que lleva como monarca, le reta a probar por un día todos esos privilegios. Cuando el pobre Damocles, sentado en el trono real, ha llegado al summum del disfrute repara en la afilada espada que permanece sobre él, suspendida solo por unas finas hebras de crin. Desde ese momento la fiesta ya no resulta de su agrado y abandona la estancia rechazando esa vida de abundancia y lujos.
La moraleja no es obvia, los hechos de la narración no nos dictan una incontestable enseñanza sobre la forma de comportarnos en nuestro día a día, lo que nos sirve de acicate para discutir distintas opciones de interpretación. Unos pensarán en la necesidad de evitar la envidia rehusando ambicionar las vidas de los demás al tener que asumirlas con sus realidades positivas sin posibilidad de esquivar las negativas. Otros juzgarán que acceder a un poder omnímodo supone la posibilidad de recibir amenazas ocultas que pasan desapercibidas y de las que en realidad no nos podemos defender. Otro tema que sugiere es lo efímero de la existencia, la inseguridad en la que se desarrolla nuestra vida que nos lleva a no 'mirar hacia arriba' en muchas ocasiones para no dejar de gozarla.
En los países desarrollados vivimos actualmente nuestro momento 'felices años 20'; habiendo conseguido derrotar a una feroz pandemia, nos centramos en disfrutar la vida aspirando incluso a crecer y mejorar sin darnos cuenta de lo privilegiados que somos en comparación con varios miles de millones de personas que malviven o directamente mueren de hambre y miseria. Si nos viene una ola de calor conectamos el aire acondicionado o nos metemos en un centro comercial. Si hay sequía pensamos en trasvases o en acaparar agua mineral, que la del grifo es de pobres y sabe mal. Si el mar se lleva nuestras playas y paseos marítimos traemos arena de otro lado y los reconstruimos, lo importante es la satisfacción del cliente, del turista. Los ejemplos no tienen fin. Nos estamos dando un festín y no queremos distracciones ni malos rollos.
Los científicos hablan del 'síndrome de línea cambiante' que describe cómo, generación tras generación, nos vamos acostumbrando y adaptando a la realidad del momento pensando que esa es la realidad de siempre. Decimos “hace mucho calor, como todos los veranos” sin darnos cuenta de que los máximos absolutos de las temperaturas son cada vez más elevados, incluso en poblaciones del norte de Europa; cada vez hay menos abejas e insectos, pero cada generación asume que esos deben ser los valores normales. Este y otros muchos casos conllevan que tenemos una tendencia natural a no preocuparnos de los cambios pues en el curso de nuestra existencia, de graduales que son, no se presentan demasiado acusados.
A pesar de que toda la evidencia científica constata el calentamiento global y que el cambio climático consecuente se está acelerando, casi nadie está demasiado preocupado. Todavía se ve como algo lejano y, salvo que la catástrofe nos afecte personalmente, no estamos dispuestos a cambiar. La paradoja es que nuestro disfrute, nuestra vida de excesos, nuestro crecimiento, el de todos los habitantes del planeta, construido sobre la quema de combustibles fósiles, es el que nos ha llevado a esta situación de amenaza que no queremos ver. Somos conscientes del delgado hilo que mantiene el equilibrio de nuestro nivel de vida, pero pensamos que aguantará, que otra generación sufrirá esas inciertas consecuencias con las que los científicos nos amenazan y que ya no estaremos ahí para verlo. Pero al contrario que Damocles, no hemos entendido nada y hemos decidido no abandonar nuestro particular trono.
El problema es que seguimos sin mirar hacia arriba, el hilo ya se ha roto y la espada ha tomado el camino de nuestro cuello. Algunos ya escuchamos su silbido.
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