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Biden como espejismo: el caso de los genocidios

El presidente Joe Biden este miércoles a su llegada a Cornualles para la cumbre del G7

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Una y otra vez, la llegada a la Casa Blanca de un presidente norteamericano enciende la euforia en Europa, sin el menor fundamento y con la decepción anunciada a medio plazo; incluso en el caso de presidentes que eran unos belicosos reaccionarios (Reagan, Bush-I, Bush-II, y hasta Trump en algunos aspectos), la prensa europea se ha dejado llevar por los discursos absurdos, ridículos y falaces del “Nuevo Orden” y similares. Sucedió en la etapa posbélica con Kennedy que, además de joven, rico y guapo, era católico, lo que para la España franquista (que, por cierto, nunca gustó mucho al susodicho) era una señal poco menos que divina. Después del lamentable periodo Nixon-Ford apareció Carter, con su cara de bueno y de predicador de la paz, la no nuclearización, etc. Clinton surgió también como un renovador simpático, poco menos que revolucionario de izquierdas, y con el manido discurso del Nuevo Orden Mundial. Y para qué hablar de Obama, que añadía a la notabilísima novedad de ser negro, sus cualidades humanas y políticas. Todos ellos nos dejaron un mundo peor, dominado por un país profundamente racista, incorregiblemente imperialista, hegemónico y dictatorial de un dogma liberal implacable, practicante de todas las canalladas de la política internacional y refugio y apoyo de muchas de las dictaduras más sangrientas de la historia.

Y en éstas –es decir, en este punto de la historia, tras el paso catastrófico de Trump, con un mundo que se espanta de las infamias que exhibe la situación interior estadounidense y con la angustia nacional por el fin de su poderío indiscutido, que anuncia China– aparece Josep Biden que, antes de que tomara las primeras medidas, ya suscitaba emoción y esperanza (tan infundadamente como en momentos anteriores, ya digo). Parece mentira que el mundo occidental renuncie al análisis frio ante cada una de estas coyunturas de (aparente) cambio en Washington, y se muestre sistemáticamente predispuesto, considerando a los Estados Unidos un padrino y protector del que se declara dependiente, deudor y admirador.

Biden no es tan joven como Kennedy, pero es demócrata, católico y, sobre todo, sucede a la pesadilla del innombrable Trump, así que ya podía contar con una benevolencia por encima de la habitual en estos casos. Pero, como ha sido también la tónica, no pasará mucho tiempo para que concluyamos que, en realidad, no ha habido cambios perceptibles ni apreciables en la política estadounidense hacia el resto del mundo –aliados y enemigos– ya que, en realidad, un presidente norteamericano es el primer agente del inmenso y bien estructurado entramado de negocios e intereses de las empresas norteamericanas, que marcan la pauta sin que, por otra parte, nadie se extrañe (y, menos, el propio presidente). A los analistas se les pasa lo de que Estados Unidos y su presidente de turno están en este mundo para salvaguardar e incrementar los negocios de la élite que controla el país desde su fundación. Los primeros presidentes eran grandes propietarios agrarios y, por supuesto, esclavistas, y los últimos, accionistas de sectores pujantes y rentistas de posición mucho más que holgada que, además, recurren al dinero de los sectores económicos más dinámicos para financiar sus campañas electorales. Su primer objetivo, pues, cuando asumen la presidencia, es expandir y reforzar los intereses económicos norteamericanos en todo el mundo, apuntando a los peligros más destacados y lanzando la estrategia correspondiente consistente en operaciones insidiosas, provocativas y mendaces.

Demasiado optimismo, mucha ingenuidad y pocas ganas de análisis. Recordemos cómo empezó todo con la jura del nuevo presidente, que tuvo lugar entre inauditas medidas de seguridad porque horas antes una turba de fascistas había invadido el Capitolio, algo que dejó pasmado al mundo entero, donde este acontecimiento era prácticamente desconocido: vaya República, vaya espectáculo, vaya “democracia avanzada”, vaya ejemplo de país que se adjudica el liderazgo (incluso, moral) del mundo.

Más vale admitir que no hay perspectiva alguna de que Biden modifique, sensiblemente, la política norteamericana respecto a Estados como Israel (con el que mantendrá la sumisión político-estratégica tradicional más las bellaquerías aportadas por Trump), Irán (con el que prolongará el mismo acoso de la etapa anterior, obstaculizando su política nuclear para mantener el dominio atómico de Israel), o Cuba (que, desde el admirado Kennedy, es sometida a un bloqueo económico y comercial que es ejemplo de piratería internacional, y que Washington impone a toda una pléyade de países obedientes sin honor).

A muchos ha llamado la atención que una de sus primeras acciones como presidente haya consistido en buscar la bronca con Turquía a cuenta del genocidio contra los armenios, evocando un asunto que se remonta a 1915, cuando Estados Unidos ya había completado el genocidio de los amerindios anteriores a la invasión y colonización del territorio del que se les desposeyó, y que se estima en millón y medio de víctimas. No estaba muy lejano (1899-1902) el genocidio practicado contra los rebeldes filipinos que, tras librarse de España (con la decisiva intervención norteamericana) se resistieron al dominio yanqui, cayendo ante la nueva potencia imperial del orden de un millón de civiles, víctimas de atrocidades que espantaron al mundo. Años después y merced a la caprichosa guerra (nunca declarada) llevada a Vietnam por esa horrible mezcla de ambición económica y anticomunismo visceral, sería otro millón y medio el total de vietnamitas víctimas de la criminal agresión estadounidense. Esto, recordando los “números gordos” de la (ejemplar y muy civilizatoria, como se ve) acción de Estados Unidos en el mundo, de la que se excluyen, claro, estos genocidios, nunca reconocidos, que jalonan la imparable marcha hacia su “Destino manifiesto”. Que, si acumuláramos las víctimas de sus decenas de intervenciones, generalmente caprichosas, y sangrientas, tendríamos por todo el mundo otra buena porción de víctimas de esos valores democráticos de los que se ufana Biden, siguiendo la cínica tradición de todos sus antecesores.

Señalando al genocidio armenio (asunto sobre el que Estados Unidos suele apuntar cuando le conviene), Biden quiere intimidar, o castigar, a Turquía que, pese a su integración fundacional en la OTAN, se viene interponiendo en la estrategia global estadounidense desde hace unos años con una creciente aproximación a la Rusia postsoviética, con un intervencionismo militar y territorial en territorio sirio según sus propios intereses y con apetencias de potencia mediterránea expansiva. Añádase que ha ofrecido su territorio para la travesía de uno de los gasoductos que Rusia traza hacia Europa desde el inmensamente rico espacio siberiano, atravesando las regiones turcas del mar Negro, este mismo mar, Grecia y el Adriático, inyectándose en la Europa del sur. Biden representa, ahí, a los intereses exportadores norteamericanos, que viven una plétora debido a la obsesiva explotación de “gas de pizarra”, obtenido por fracking, y no disimulan su irritación por los acuerdos ruso-europeos y la construcción de los gasoductos, y de éstos, el que más está dispuesto a combatir es el llamado Turkish Stream, que de esta manera se convierte en un nuevo episodio de imperialismo de la tan admirada democracia norteamericana, que de nuevo se reviste de pretextos morales para imponerse y salirse con la suya.

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