El capitalismo no es sólo un sistema que nos explota. Si así fuera lo hubiéramos tumbado hace décadas. Es, sobre todo y ante todo, un sistema que nos enseña a explotarnos los unos a los otros, que nos hace cómplices de un fraude, un tocomocho a lo bestia en el que somos a un tiempo timadores y timados. Es una estafa piramidal a escala planetaria.
Por eso, a pesar de que todo apunta a que el capitalismo podría acabar con la vida en el planeta, no hay ni asomo de propuesta política estructurada que se atreva a plantear su desaparición. ¿Os acordáis de cuando Sarkozy hablaba de “refundar el capitalismo”? Pues todo parece indicar que la refundación ha consistido en refundirlo para duplicar su poder.
Los falsos autónomos, la uberización de la economía, son ejemplos de lo que aquí mencionamos. Un tipo de relación laboral que traslada toda la responsabilidad al trabajador y en la que la empresa es, sencillamente, perceptora de servicios. Un cambio de paradigma en el ámbito laboral en el que, por supuesto, el lenguaje juega un papel fundamental: estos trabajadores sin derechos son nominalmente “empresarios” aunque lo que realmente son es “autoesclavos”.
Los Glovo riders tienen que hacerse autónomos para ahorrar a la empresa seguridad social, riesgos laborales, bajas por enfermedad, por accidente, conflictividad, todo lo que lleva aparejada, en fin, una relación laboral. A pesar de que conocemos lo que supone este abuso, no por ello dejamos de hacer uso de este tipo de servicio: la imagen de miles de personas agolpadas a las puertas de tiendas recién inauguradas tipo Ali Express; el Black Friday llenando centros comerciales como si, literalmente, no hubiera un mañana; centros comerciales que abren sábados y domingos para que ya no haya descanso en las compras compulsivas, como si todo el año fuera navidad, una navidad que ahora empieza en octubre y acaba bien avanzado enero… Y ahí estamos todos nosotros, haciendo colas interminables para comprar cosas que realmente no necesitamos, cooperando con este fin de ciclo.
Incluso viajar se ha convertido en un peligro para el planeta. El turismo, mutación capitalista del viaje, deja dinero, sí, pero a quién deja ese dinero y a cambio de qué. Las ciudades pierden su identidad y hasta su población (Venecia ha pasado de 179.000 habitantes en 1.950 a 49.000 a día de hoy), los monumentos históricos y artísticos no resisten la afluencia turística (recordemos cómo se puso en peligro Altamira, cómo peligra la Capilla Sixtina) y los entornos naturales son sencillamente arrasados por hordas de pacíficos visitantes.
Porque es importante que sepamos que ya no quedan viajeros, los viajeros eran los aristócratas y burgueses bohemios del siglo XVIII y XIX, que hacían del viaje una vía de autoconocimiento en lo personal y de propagación e interacción de la cultura, en lo colectivo. Ahora somos todos turistas, que más que viajar, cambiamos de ubicación sin que cambie ninguna otra cosa porque las franquicias de alojamiento, restauración, moda y ocio son las mismas en la mayoría de los países.
Hay un elemento constitutivo del capitalismo: el extractivismo que consiste en permitir que exista sólo aquello que produzca beneficios susceptibles de verse reflejados en una cuenta corriente. Los beneficios medioambientales (biodiversidad, sostenibilidad, variedad de cultivos, etc) son por tanto un mero estorbo, cuyo impacto es, por una parte, minimizado, ridiculizado y/o negado. Por otra parte, esta preocupación medioambiental de la ciudadanía es utilizada muchas veces para un escalofriante greenwashing. Empresas de fast food donde todo lo que se ofrece al público es de un solo uso, nos venden su compromiso con la sostenibilidad con frases para los jóvenes consumidores del tipo “comprométete a cuidar del planeta” y donde los miles de manteles individuales de papel que terminan en la basura tras un solo uso, tiene el simbolito de 'recycle'. Luego hablamos de cinismo.
Hay un peligro en la irracionalidad del capitalismo que pone en riesgo la vida humana en el planeta en un caso de autofagia que parece imposible detener. Al planeta mismo le da igual, si el género humanos se autodestruye, llevándose por delante otras especies y causando enorme sufrimiento a masas ingentes de población, seguirá sin nosotros, seguirá sin los que falten. Pero el mundo, la civilización, la cultura, la humanidad tal y como los conocemos ya no podrán existir. Nos acabamos nosotros, no el planeta.
Por ello es urgente reaccionar. Aunque es verdad que unas cien empresas son responsables de casi tres cuartas partes de las emisiones de carbono, lo cual podría llevarnos a pensar que nuestras pequeñas decisiones diarias son irrelevantes, aún así la acción individual es imprescindible por dos motivos fundamentales: primero, porque el hecho de emprender acciones individuales del tipo reciclar, ir en bici, utilizar transporte público, etc, nos conducen hacia un compromiso personal que nunca se abandona.
Y segundo, porque solo una vez adquirido ese compromiso personal, seremos capaces de un impulso colectivo que genere un cambio político para poder conseguir transformaciones estructurales, pues esa es la escala a la que debemos actuar ya. Los partidos negacionistas contribuyen con su ceguera voluntaria e interesada a que el proceso de deterioro se acelere porque su objetivo está focalizado en que la cuenta de resultados de las grandes empresas no pare de crecer. No lo olvidemos: el cambio climático se vota. Nuestras decisiones no sólo pueden cambiar nuestra vida, también el devenir del planeta.
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