Dicen los expertos en las cosas de la mente que hay personas que, aunque los demás las veamos casi perfectas en lo físico, ellas se suelen ver con múltiples defectos. A esto se denomina trastorno dismórfico corporal que, concretado en una sola palabra, resultaría ser dismorfofobia. Estas personas pueden pasar los días obsesionadas con algo que es solo perceptible para ellas y que les resulta, a la postre, muy difícil de controlar, minando su autoestima e influyendo de forma negativa en muchos aspectos de su vida. Cuentan que el peor enemigo para verse envuelto en esta patología no es tanto lo que digan los demás, sino un simple espejo. Cuando estas personas acuden a un cirujano con la intención de ver mejorada su imagen, la ética del profesional debería disuadirlas a la hora de llevar a cabo cualquier tipo de intervención frente a un problema que se podría considerar como imaginario.
Las circunstancias que han rodeado la muerte de Saran Gómez, una mujer de 39 años que a comienzos de diciembre se puso en manos de un supuesto cirujano plástico para que le practicara una lipoescultura en una clínica privada de Cartagena, ha vuelto a poner de actualidad el riesgo que entraña cualquier operación quirúrgica. En España contamos con excepcionales profesionales en el campo de esta especialidad de la cirugía, y prueba de ello es la cantidad de intervenciones que con éxito se practican a diario en los hospitales de nuestro país, tanto en el terreno estético como en el reparador. El problema es la picaresca que suele acarrear el afán por hacer caja y el intrusismo en un mundo, como el de la salud, en el que las garantías deberían ser tan fundamentales como la propia supervivencia del paciente.
El padre de la mujer fallecida explicó el otro día durante una entrevista cómo contactó su hija con el presunto cirujano estético, una circunstancia que no deja de sorprendernos por su proceder. Contó que ambos mantuvieron sus primeras conversaciones a través de Tinder, una red social especializada en contactos personales. El médico, propuso a la joven realizarle la operación -que ella pretendía y que otro profesional le llegó a desaconsejar- por un precio bastante más módico del que le ofertaban en otros centros de estética. Y que ahí arrancó todo, hasta desembocar en la supuesta negligencia que condujo a la tragedia acaecida en un quirófano que el médico alquiló, para la ocasión, en un centro sanitario de carácter privado.
Señalan los profesionales médicos que siempre hay que acudir a especialistas colegiados para este tipo de intervenciones. Y que las mismas precisan de chequeos preoperatorios, electrocardiogramas, placas de tórax… Sin duda que la cirugía plástica es costosa, entre otras cosas, porque sus equipos técnicos son muy caros y los profesionales que en ella intervienen suelen cobrar salarios elevados. Por eso, siempre es más recomendable disponer de una cantidad de dinero suficiente, para hacer frente al pago que conlleva este tipo de operaciones, antes que ponerse en manos de alguien que nos haga precio.
En octubre de 2019 la Agencia Tributaria realizó inspecciones en casi un centenar de clínicas de estética en 15 comunidades autónomas de nuestro país. Lo hizo luego de comprobar que muchas no admitían pagos con tarjeta, que tenían instaladas cajas fuerte para ir almacenando el dinero en metálico y que algunas, incluso, declaraban pérdidas cuando sus responsables llevaban un tren de vida más que envidiable. La clínica murciana a la que acudió Sara y que contrató al médico que la intervino pertenece a un fondo de capital extranjero. No se puede generalizar en un sector donde, sin duda, hay conductas ejemplares e intachables. Pero es probable que muchos de aquellos polvos trajeran ciertos lodos. La Unión Profesional de Médicos y Cirujanos estéticos de España ha calificado en un comunicado la actuación del facultativo hispano-chileno como “un acto quirúrgico incomprensible”.
Hay otros casos que sobresaltaron a la opinión pública española, como el de Antonio Meño Ortega, ocurrido en 1989, quien pasó 23 años en coma vegetativo por una negligencia del anestesista durante una operación de rinoplastia. Su familia vivió un auténtico calvario judicial, siendo condenados a pagar 400.000 euros en costas y hasta casi ser desahuciados de su casa, permaneciendo más de 500 días acampados con su hijo, en una tienda, a la intemperie, en una plaza madrileña exigiendo justicia. Al final, por la declaración de un médico que confirmó que el anestesista se ausentó de la intervención y por decisión del Tribunal Supremo, los indemnizaron un año antes del fallecimiento de Meño, tras un acto de conciliación, en el que el citado anestesista quedó libre, y ante las mermadas fuerzas de los progenitores para enfrentarse a un nuevo juicio. Con la salvaguarda de la presunción de inocencia por delante, lo cierto es que a Sara y a su familia, que reclama con toda la razón del mundo que se busque y condene a los responsables de esta salvajada, ya nadie les podrá devolver lo más valioso que han perdido en esta trágica y luctuosa historia: la vida de una mujer joven, que deja huérfanos a dos hijos, y a la que aún le quedaban muchas cosas por vivir. Suerte a esos familiares ante lo que a partir de ahora les espera.
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