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Murcia y aparte es un blog de opinión y análisis sobre la Región de Murcia, un espacio de reflexión sobre Murcia y desde Murcia que se integra en la edición regional de eldiario.es.

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Se hace silencio en la sala

Masiva celebración del Día del Yoga en la India, a pesar de la lluvia

Pablo Hernández

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Se hace el silencio en la sala. El gurú se arrodilla y pide que el primer discípulo suba al altar. Acto seguido cubre con su pañuelo su cabeza y la del alumno, que quedan ocultas tras un velo blanco al resto de la clase.

Esto que podría estar pasando en la India en algún momento del milenio pasado, está pasando ahora mismo, en Barcelona, en una sala de yoga cualquiera en un barrio pudiente del centro de la ciudad.

Descubrí el yoga por casualidad, mucha gente me había hablado de él en conversaciones dispersas. Mi primera clase fue en una sala con suelo de madera y un montón de mujeres guapísimas y super flexibles. Sudé lo que no estaba escrito y me dolía todo el cuerpo, no volví a probar otra clase hasta un año más tarde.

Fue una clase más llevadera, más dinámica, con una agradable música de fondo, sudé, sentí que mi cuerpo se abría, sentí que mi columna me daba las gracias, mis rodillas seguían quejándose, pero al salir, mientras caminaba, me sentí increíblemente bien. Era realmente una sensación alucinante. Seguí practicando y empezaron a abrirse mis caderas, ya podía sentarme cómodamente en el suelo sin sufrir demasiado, y fui descubriendo, además, que el yoga venía de la mano de una filosofía bastante concreta y bien definida que incluía muchísimas prácticas que yo llevaba haciendo algunos años, sin saberlo: comida sana y vegetariana, principios de no violencia (ahimsa, le llaman ellos) y otros conceptos éticos y valores que sonaban bastante bien.

En definitiva, el yoga molaba bastante. Me apunté a una sala que me pillaba cerca de casa y seguí descubriendo el mundo del yoga con bastante entusiasmo. Había diferentes profesores, diferentes estilos, todos ellos aportaban su granito, sus trucos, sus posturas favoritas o secuencias, su elección particular de música, y aunque algunos me gustaban más que otros, sentía una sensación de paz interior durante las clases, escuchaba mi cuerpo mientras hacía las posturas y al salir siempre me sentía mejor que al entrar. Este es el yoga como lo venden en occidente, me decían, no es el yoga de verdad, pero yo estaba dispuesto a seguir aprendiendo, a seguir profundizando.

Después, vino mi gran error. Una empresa organizaba un curso de profesor de yoga de 500 horas. Me pillaba cerca de casa, se realizaba durante los fines de semana y duraba nueve meses. El precio no era exagerado y todo parecía muy profesional. Me apunté.

Lo que pasó a continuación cambió mi experiencia del yoga radicalmente.

Los primeros fines de semana, supongo que por la ilusión y por enfrentarme a algo desconocido, me parecieron amenos e incluso interesantes. Los profesores eran internacionales, alumnos de grandes maestros, y la práctica en sí misma, los ejercicios posturales y estiramientos (asanas, lo llaman ellos), eran realmente buenos. Poco a poco, para llenar los espacios vacíos entre las prácticas, nos fueron dando el contenido “teórico” del yoga, la filosofía que acompaña, el entendimiento, según esta doctrina, de cómo funciona el cuerpo, sus canales de energía, chakras, koshas, auras y todo un surtido de vocabulario nuevo que había que ir integrando y entendiendo.

Se nos hablaba de reencarnación y de Karma también, y se nos aseguraba que, si no se creía en ellos ahora, que no nos preocupáramos, con la práctica acabaríamos entendiendo, acabaríamos creyendo. Yo no dudaba en levantar la mano y en intervenir siempre que era posible, para decir que efectivamente yo no creía en nada de aquello, y no sólo eso, sino que no sentía los koshas, no sentía los chakras, no sentía nada de nada. Sí sentía mi cuerpo, si sentía corrientes de energía (si se la puede llamar así) pero no sabría ponerles nombres, ni cuantas hay, ni de dónde vienen. Vamos, que sentía que estaba vivo, nada más. No hacía esto con espíritu rebelde ni mucho menos, más bien intentaba mostrarme tal y como me sentía de verdad (como tanto nos insistían ellos, con uno de sus principios “satya”, el amor a la verdad, la honestidad)

Poco a poco todas esas charlas fueron haciéndose más y más pesadas. Repetitivas. Lo que en principio parecía una teoría “accesoria” del yoga, que podías abrazar o no, se volvió imperativa. Yo, que en un principio sentía una curiosidad enorme, empecé a encontrar estas charlas realmente insoportables. Los diferentes “maestros” tenían sus maneras particulares de hacernos entender que el trabajo personal en el yoga requería tiempo, requería disciplina, requería práctica. Que uno no llegaba a ser un yogui de la noche a la mañana. Nos recomendaron unos libros, de los cuales me leí 2, entre ellos la “biblia” de los yoguis el “Bhagavad gita” y la “Autobiografía de un Yogui”, sobre la vida de un gurú. El primero no sólo me pareció extremadamente flexible en su interpretación, sino totalmente carente de un sentido mínimo, de una lógica, de un mensaje claro. Por supuesto esto se debe (me dirían luego) a mi interpretación extremadamente racional y occidentalizada del libro… El problema era yo…

El segundo mejor ni mencionarlo…

En clase, hablábamos del sufrimiento en el mundo. De la pobreza, de los niños bomba, del cambio climático y la destrucción de los ecosistemas, indispensables para la supervivencia de nuestra especie, y todo se resolvía fácilmente en una cuestión de ciclos vitales, o Karma, o simplemente “así es la vida”, “todo tiene un porqué”.

Algunos saltaban crispados en la sala “ Pero ¿cómo es posible?, ¿qué Karma tienen los niños que mueren de hambre, o asesinados por sus padres enloquecidos? ¿O simplemente la gente que nace con problemas de salud horribles?”. Algo. Algo había pasado en sus vidas anteriores, esa experiencia tenía una razón de ser.

Yo buscaba miradas cómplices en la sala, a veces las encontraba, aunque muy tímidas, pero sobre todo veía miradas de admiración, de devoción casi.

Incluso me llegaron a decir “insensible”, y me dedicaron algunas miradas de rechazo bastante evidentes, cosa rara entre los “yoguis”. Estaba claro que yo no pintaba nada ahí, y era cierto.

La mañana de un domingo, mientras el gurú se cubría la cabeza con un pañuelo blanco y los alumnos hacían cola para dejar en el altar ofrendas de fruta, flores e incluso dinero, decidí levantarme e irme. Decidí escribir este texto.

No hace falta ser occidental, ni chino ni vietnamita, ni indio americano ni judío negro ortodoxo para darse cuenta de que la existencia humana es terriblemente difícil.

En algún momento, nuestros ancestros, aquellos monetes simpáticos, empezaron a poder hacerse preguntas sobre el mundo, empezaron a tomar conciencia de ellos mismos y de todo lo que les rodeaba, y con ello llegó la terrible sensación de estar vivo, de ser vulnerable. En algún momento también, alguien en algún lugar se preguntó “por qué” , sin obtener respuesta, y entonces llegó la sensación que nos perseguiría para siempre, a través de las culturas, a través de los textos sagrados, a través de los totems y plegarias, a través de océanos y continentes y a través del tiempo: la incertidumbre.

No hay energía humana posible, no hay ejercicio de racionalización, explicación científica o mística posible, no hay esfuerzo intelectual capaz de superar la terrible condena de saber que hay cosas que nunca entenderemos. Ese es el terrible destino del ser humano, de la conciencia, de la inteligencia, de nuestra experiencia única en este planeta.

Y ¿qué significa poder preguntarse todo eso? Qué extraño destino, que suerte más confusa, que injusto el poder hacerse tantas preguntas que no tienen respuesta.

Los sabios, los religiosos, los gurús, los chamanes, los jefes de tribu, los místicos y demás lo sabían, y poco a poco, fueron dando respuesta a todas esas preguntas, fueron callando aquella voz insoportable, fueron apaciguando la mente. Fueron contando historias que daban un sentido al mundo, al menos un sentido en términos que todos entendían, y el truco funcionó. La incertidumbre fue desplazada por un sentimiento de miedo primero, luego devoción y dedicación (pero en el fondo siempre de miedo) a ese ser supremo, a ese ser absoluto. Convirtiéndolo en un objeto, por muy difuso que este fuera, perdía su poder sobre nosotros.

Ahora, en pleno siglo XXI, mientras occidente se enfrasca en un neoliberalismo caníbal, mientras las noticias de todas partes nos hablan de crisis ecológica irremediable, mientras el aire que respiramos se contamina y el agua que bebemos se agota, mientras talamos bosques, mientras la desigualdad crece y los empleos se vuelven fugaces, mientras la cohesión y entereza de la sociedad se tambalea, ese sentimiento largo enterrado vuelve a resurgir. ¿Qué será de nosotros?

En otras partes del mundo, ¿no ocurre mucho?, la religión, de cualquier tipo, siempre estuvo ahí. Las respuestas son las mismas. Pero en occidente mientras el pueblo se aleja más y más de la tradición cristiana, los individuos se quedan sin amparo, sin espiritualidad. En la mente vuelve a surgir esa voz insoportable, ese caos.

Volvemos a sentirnos vulnerables.

La mayoría de la gente lo hace lo mejor que puede. Para acallar esas voces, compran, van al cine, se abonan a netflix, dejan de leer el periódico. Se centran en sus hobbies. Se afanan en algún deporte. Se vuelven adictos al trabajo. Adictos a las redes. Adictos a las drogas. Adictos a cualquier cosa. Hacen cualquier cosa que ocupe su tiempo y su mente, que les aleje de ese vacío insoportable.

Y algunos, desprevenidos, caen en las redes del yoga moderno.

No hay nada de malo en tener pasiones. No voy a ser yo quien diga que dedicarse en cuerpo y alma a algo no tiene su utilidad. Que incluso de vez en cuando, nos merecemos un Netflix, nos merecemos un no pensar, nos merecemos un descanso.

Pero de ahí a abandonar todos los valores que nuestra trayectoria como especie ha ido consiguiendo con duro trabajo, hay un paso, y un paso enorme.

De ahí a decir que los niños en África sufren por el karma, o pensar que comiendo todos comida ecológica vegetariana se soluciona el mundo, no es que haya un paso, es que hay un ejercicio de pura ignorancia, de necedad, de ceguera absoluta.

Por lo que sabemos, si la historia del ser humano sirve de algo, es que hemos ido huyendo de la violencia. Hemos ido entendiendo el mundo con más certeza, gracias a la ciencia, la razón, el estudio y la experimentación, hemos ido consiguiendo cosas increíbles, cosas impensables. Pero, en todo este proceso, también hemos visto que podemos ser terriblemente destructivos. Hemos cambiado la superficie del único sitio que tenemos para vivir hasta puntos peligrosos, nos hemos enfrentado, en definitiva, a los límites físicos del planeta, los límites de nuestra conducta, incluso, y ya que hablamos de yoga, de nuestra espiritualidad.

Por eso, en pleno siglo XXI, el siglo que muchos llaman de la “Gran Prueba”, tenemos que crear una nueva espiritualidad. Una espiritualidad diversa, moderna, adecuada a los tiempos que corren. Que tenga en cuenta los progresos hechos por la ciencia, la ética y la filosofía de muchas culturas, pero sobre todo, una espiritualidad que no tenga miedo a la vulnerabilidad.

Una espiritualidad que acepte que el mundo es complejo, jodido. Que no busque soluciones fáciles.

Una espiritualidad que nos lleve a la acción social, a los vínculos emocionales, al cuidado de los demás, a proteger la tierra, a protegernos a nosotros, a proteger nuestro patrimonio ético y nuestros valores.

Una espiritualidad, en definitiva, que abrace esa terrible y eterna incertidumbre.

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