Los repartidores más allá de Glovo y Deliveroo en Murcia: contratos abusivos, atomización del trabajo y motos sin frenos o con la dirección partida
Los viejos lo recordarán. Hubo un tiempo en que vivir con mil euros resultaba abyecto. Y ahora -¡pum!- es algo aspiracional. Con las condiciones laborales de los repartidores de comida a domicilio pasa algo parecido: “Por resumirlo —dice Carlos—, allí eres la última mierda. ¿Que el pedido no está preparado? Culpa del repartidor. ¿Que llega tarde? Culpa del repartidor. ¿Que has pedido aros de cebolla y no alitas de pollo? El repartidor”. Las condiciones que Glovo y Deliveroo imponen a los trabajadores —iba a escribir el sector, pero parece una broma hablando de uno de los empleos más liberalizados, y, por tanto, más expuestos a la explotación— resultan tan abusivas que, en comparación, un curro de repartidor al uso parece una Arcadia. Y no.
Carlos no se llama Carlos. Hace un par de años curró cinco meses en Justeat. Encontró la oferta en Job Today. Lo combinaba con la Universidad, así que trabajaba los fines de semana: dos jornadas de 14 horas. A 5 euros la hora: “Te venden que el curro es muy adaptable a horarios y que lo vas a poder compaginar con otras actividades —explica—, pero no te dicen que vas a cotizar dos días al mes y que te van a dar una moto que tiembla”. Alberto (que tampoco se llama Alberto) trabaja en Domino’s Pizza y está en las mismas: “A las motos las llamamos bicis, no puedes ir más rápido que con una bicicleta, no agarran y te acabas cayendo. Yo ya me he caído dos veces, son tan viejas que nunca consigues tenerla a punto. Y el mecánico solo se encarga si se rompe alguna pieza, del mantenimiento te ocupas tú”. A Miguel Ródenas también le suena lo de las motos temblorosas. De 2014 a 2017 trabajó como repartidor en Telepizza: “Yo he cogido motos sin frenos o con la dirección partida. Tengo la teoría de que el mecánico no era ni mecánico: para recoger las motos averiadas, nos decían que cogiéramos un alargador, atáramos una moto a cada punta y fuéramos tirando de la que estaba rota, por no hablar del trabajo al aire libre en agosto en Murcia. Un verano me dieron tres pájaras. Llegué a una casa con piscina y le dije a la mujer si podía tirarme, y me tiré con ropa y todo. Estaba amarillo”.
Cualquiera diría que el que no trabaja en Glovo o en Deliveroo es porque no quiere: solo es necesario tener 18 años, un smartphone y un vehículo (coche, moto o bici), adelantar 65 euros en concepto de material (mochila, batería portátil y un soporte para fijar el móvil) y darse de alta como autónomo. Este último requisito es básico en su modelo de negocio. Se trata de la uberización del trabajo. Lo explica María José Landaburu: “Bajo el engañoso nombre de 'economía colaborativa' grandes multinacionales y otras plataformas de nueva configuración están promoviendo un modelo de precarización del trabajo que ahonda aún más en la penosa situación que ya sufría el trabajo autónomo y los trabajadores que lo desempeñan”. Glovo y Deliveroo, sin embargo, están chocando con la justicia, que ha calificado la relación del trabajador con la empresa como propia de un asalariado. Ni los repartidores tienen capacidad para fijar o negociar el precio de su trabajo, ni la flexibilidad de horarios es tal (la empresa cuenta con un sistema de valoración, instaurado por ella misma, que limita la supuesta libertad de los trabajadores): son falsos autónomos. Fuera del mundo uber, los contratos –estos contratos- tampoco solucionan nada: “A mí me pagaban las horas extra como horas normales: es cierto que tenía un contrato, pero era un contrato de mierda”, cuenta Carlos.
El primer contrato de Miguel fue de 40 horas mensuales más 20 complementarias. Luego le ampliaron a 60 y 40. A 5 euros, de nuevo. Intentaron que trabajara en negro. Se negó. “A la mínima que te despistabas, te estaban racaneando horas y dinero —explica—. Se empeñaban en liquidarte el dinero antes de que fueses a dejar la moto al garaje, por ejemplo, y así no pagarte la media hora que gastabas entre que ibas y la guardabas”.
La poca interacción entre trabajadores es otra de las características de la uberización del trabajo. Antes de Glovo y Deliveroo, que llevan esta idea al extremo al no contar prácticamente con sedes físicas, ya había herramientas para atomizar el posible tejido sindical. Una de ellas consistía en fomentar una competencia salvaje. Miguel también lo vivió: “Teníamos un plus por cada reparto, que suponía unos cien euros más al mes. La gente acababa a gritos, peleándose por los pedidos más cercanos. Ponte que pagas un alquiler: yo sé que para muchos, esos ochenta o cien euros eran la diferencia entre llegar a fin de mes o pasarlo jodido de verdad”.
La experiencia de cualquier repartidor es parecida: ve una oferta de trabajo medianamente aceptable —aceptable con la que está cayendo, digo—, las primeras impresiones son buenas. Poco a poco, la cosa va torciéndose: motos en malas condiciones (es raro el que no ha tenido un accidente), reducción de horas, horas extra no pagadas, presión y estrés, pero nunca despidos. La mayoría se harta y se acaba largando: “Se inventan que llevas una semana llegando tarde y te sancionan, te quitan horas si te quejas…Intentan hacerte la vida imposible para que acabes yéndote, pero nunca te despiden”, dice Miguel. La razón está clara: a poco que se reclamase una indemnización, viendo lo prometido y la realidad, la empresa estaría obligada a apoquinar.
Si la historia de Miguel incluye una lista más extensa de desprecio y temeridades de sus superiores para con él, es simplemente porque trabajó tres años, bastante más que la media: “A mí me trataban bien porque respondía —aclara—, era resolutivo y repartía rápido. Pero no me dejaba pisotear y me quejaba, así que acabaron bajándome las horas. Vinieron Deliveroo, Papa John’s, Glovo… Y esta gente recortó: los contratos determinaban las horas justas y las complementarias no se pagaban. Horas complementarias que seguías echando, por supuesto”. Hasta que también tuvo un accidente: “Fue un día gordo, había un Madrid-Barça y éramos un repartidor menos que habitualmente. Para cobrar los incentivos por pedido, me salté una norma: el máximo de pedidos que se puede llevar por viaje es de dos. Yo llevaba cinco. Estaba muy ansioso, con muchos nervios, llevaba media hora de más, media hora que sabía que no me pagarían, y me salté un semáforo en la Avenida de los Pinos. Un coche se saltó otro semáforo y me embistió. Sé que tuve parte de la culpa”.
Escuchándole, es imposible no acordarse de Max Dembo sobre una colina de Los Ángeles, diciendo que no lamenta lo que hace, sino las condiciones que le llevan a hacer lo que hace. Miguel perdió el conocimiento y se partió una pierna y una clavícula. Estuvo siete meses de baja: “Como mi contrato base eran menos de 200 y evidentemente no estaba echando horas complementarias, durante la baja me quisieron pagar eso. Fue mi padre y le dijo al encargado que me pagaran mi sueldo íntegro o, con todo lo que había visto allí, los levantábamos en peso. Me dieron 400. Como los de la mutua no paraban de apretarme, volví a trabajar sin apenas poderme mantener de pie. Desde el accidente no puedo ver una moto ni en pintura, así que me metieron a la cocina. Te lo digo en serio: aquello sí que era una puta mierda. Me daban diez o doce horas a la semana. 200 euros. Al poco me salió un trabajo en un hotel y, con todo el gusto del mundo, los mandé a tomar por culo”.
Hay alternativas, claro: Mensakas y La Pájara Ciclomensajería son dos cooperativas de reparto en bicicleta fundadas en Barcelona y Madrid, respectivamente. Sus trabajadores son antiguos repartidores de Glovo y Deliveroo que se organizaron para luchar por sus derechos. Lo explica Oriol Alfambra, portavoz de Mensakas: “Creemos que podemos hacernos un hueco y crecer. Queremos ser una alternativa de consumo responsable, enfocada en el cliente con responsabilidad social y sensible a los derechos laborales, pero también creemos que podemos competir en precios con las otras aplicaciones en el rango a partir de 30 euros, e incluso bajarlos”. Aunque aún gatean, su modelo es un ejemplo perfecto de lo único que puede combatir la uberización –solo el último paso en el ámbito laboral del ultralliberalismo, recordemos- del trabajo. Es necesario.