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No me beses, por favor

A. junto a sus hijos en la terraza de un bar en el primer día de la fase 1 en Madrid

Elena Cabrera

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Aunque se me pasó por la cabeza (un par de veces, tres a lo sumo) no tenía ninguna intención de bajar a la terraza del bar el primer día de la fase 1. En casa habíamos llegado ya al consenso de que arrojarse con los brazos abiertos a la socialización hostelera en el primer día permitido era temerario, aparte de poco elegante: podríamos parecer desesperados.

De manera que estaba manteniendo el tipo bastante bien durante la hora del desayuno, la del vermú y la del café, hasta que vinieron dos niños a casa a llamarnos a gritos por el balcón a la hora de las cervezas. Aunque parece cosa de pueblo, que sepáis que estas maravillas siguen pasando en algunos barrios en Madrid. Me asomé. Les dije que Eleonor no estaba en casa. “Que dice nuestra madre que bajes a la terraza del bar”, me gritaron, igualmente. Quién le dice que no a un niño.

Me calcé las sandalias, cogí la mascarilla, las llaves, el móvil, un billete y bajé a la calle, acompañando de vuelta a los amigos de mi hija hasta la mesa en la que se había hecho fuerte su madre. A. me esperaba con una Estrella en la mano, dispuesta a brindar. El bar está situado en una plaza peatonal, en realidad un sitio de paso entre una calle y un pasaje. A pesar de que estaba concurrido, aún había algún sitio libre. Los dueños habían colocado menos mesas de lo habitual y se habían expandido hacia la calle. Ya he contado por aquí que lo llamamos la terraza sindical por su proximidad a la sede de la UGT. Es el centro de vida y reunión de estas calles.

Si vas sola, es muy probable que encuentres a algún vecino conocido con el que tomarte algo y, si no, siempre estás a gusto allí dejando pasar la vida un rato. Los niños y las niñas juegan alrededor, se persiguen o corretean con patinetes entre las mesas. El lugar tiene sus típicos parroquianos, fieles y carismáticos, como todo bar de barrio. El verano pasado, su dueño durante años, un gallego de Baiona que hacía las mejores tortillas estilo Betanzos de Madrid, se jubiló y aún no nos hemos acostumbrado al cambio. Esta tarde, él y su esposa ocupaban la mesa junto a la que se había instalado A. Les pregunté si es que echaban de menos esto y el paisano no me acabó de decir si sí o si no, o no me acabé de enterar, pero me pareció que su presencia en el día de la inauguración lo decía todo. Pese al confinamiento y los achaques, José Luis tenía un gesto de relax maravilloso, del hombre trabajado que se sienta, como cliente, en la terraza del bar que fue suyo, a que le sirvan.

O Buraco (el agujero en gallego) pues es así como se llama nuestro bar, está a medio gas. No solo porque falten las tortillas de José Luis, que eso ya venía de antes, sino porque de los cinco camareros, solo han sacado a tres del ERTE. Mientras no vuelvan los empleados de las oficinas cercanas, como el edificio de la UGT, Protección Civil y unas dependencias del Ministerio del Interior, las mañanas van a estar renqueantes y el bar no va a dar para todos. Tienen más confianza en las noches y los sábados, fuera del horario laboral. Le pregunto al camarero cómo se las van a ingeniar: si habrá que reservar mesa, apuntarse en algún sitio, esperar cola... En ese momento A. levanta la mano: “vete apuntándome para el viernes a esta hora”. Pero él nos contesta que en realidad no tienen ni idea, que deberían pensarlo pero aún no lo saben. Es difícil imaginar el futuro, mejor irlas viendo venir, como decíamos ayer.

Como es tradición, los hijos de A. dan buena cuenta de un cesto de patatas fritas y unos frutos secos, que tenían un ligero sabor a antigüedad precoronavirus, mientras nosotras nos quejamos de nuestras minucias domésticas. A punto estoy de comparar lo nuestro con lo de Bolsonaro, por salir ganando con la comparación, aprovechando la circunstancia de que A. es brasileña y yo tenía algunos datos que aportar después de haber visto el directo en Instagram de la corresponsal de El País en Brasil, Naiara Galarraga, en la cuenta CIP (Conversaciones Itañolas de Periodismo en tiempos de coronavirus) que llevan las periodistas Mariangela Paone y Ane Irazabal. Pero no tuve la oportunidad de contrastar la información con A. porque me sobresalté. De repente, tenía a alguien muy cerca de mí y esto es algo a lo que ya no estoy acostumbrada. Pegué un bote en el asiento. Era Am., la hija veinteañera de una vieja amiga mía. Se agachó (yo permanecía sentada, aún asustada) y me dio dos besos. A mí me salió decirle “¡pero insensata, qué haces!”. En lugar de dejarlo salir, me lo callé y le devolví los besos intentando darlos en plan travesti, como si fuera cargada de un kilo de maquillaje. Ella no llevaba mascarilla y yo estaba bebiendo mi mosto, así que, como diría Eleonor: ¡fiesta del coronavirus!

Prometo hacerlo mejor la próxima vez, es cuestión de irse imponiendo, de ensayar cómo decir “por favor no me beses” con la proporción justa de cariño y severidad higiénica. A. contempló la escena con los ojos como platos. A ella, que en general no le gusta el roce social, está encantada con las medidas de distanciamiento. Yo también.

Me encontré en la terraza sindical con más amigos y conocidos, por lo que sentí el confort del lugar común regresando poco a poco a nuestras vidas. Era raro, porque chispeaba (o sería más correcto decir que orballaba) a la vez que lucía el sol, como sin atreverse a salir de una fase para entrar a otra. Pero no por eso nos íbamos a achantar.

La situación actual la marca un incremento muy rápido de contagios en el mundo. Hoy son 5.267.419. En Europa son 1.992.636 los casos confirmados y, en España: 235.400.

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