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Una idea loca: nuestra resistencia es limitada

Un banco de la ciudad con ropa abandonada, durante la crisis sanitaria por coronavirus.

Elena Cabrera

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“¿Alguien me ha preguntado si yo quería desescalarme?”. Se lo he leído a un chico en Twitter. La respuesta era, obviamente, que no y que, además, no quería, no le daba la gana, no así, no ahora. En esta situación nuestra opinión cuenta poco. Por mucho que expresemos nuestras opiniones sobre cómo nos gustaría que fuera el mundo al que regresemos cuando todo esto haya acabado, tengo la sensación de que nadie nos escucha.

Es el momento de hacernos preguntas que parecen absurdas, podríamos escuchar a los niños y las niñas, que son expertos en ellas. Yo tengo una muy cerca. Eleonor, que está disfrutando de este tiempo de confinamiento con bastante alegría y, hasta diría, placer, me dijo: “¿por qué no vamos al colegio y tú trabajas durante el fin de semana y nos divertimos el resto?”. Buenísima idea, le dije. De hecho, hay empresas que tienen semanas laborales de cuatro días, le expliqué. Pareció conformarse, al menos, para empezar por ahí. La posibilidad de que en septiembre fuera el colegio un día sí y otro no, para hacer más pequeños los grupos. le parece un planazo. Sus plegarias han sido escuchadas.

La empresa para la que trabajo por cuenta ajena, nos comunicó a los empleados que nos “deserteaban” desde este pasado lunes. Sé que el verbo suena raro, pero si hemos usado “ertear” para cuando te cae un ERTE encima, pues podemos también inventarnos el palabro contrario. Me llama la atención que el verbo que se suele utilizar es “sacar del ERTE”, que me hace recordar a las máquinas acristaladas que funcionan echando una moneda y accionando un gancho para agarrar un peluche de los orejas. A los empleados nos han sacado del ERTE “parcialmente”, lo cual hay que explicarlo siempre, porque no quiere decir que a unos sí y otros no, sino que solo estamos en el ERTE la mitad del día. Por la mañana curramos y por la tarde, “erteamos”. Esto sería la desescalada laboral para ir desperezando poco a poco y entre todos la maquinaria de la producción. Otras empresas periodísticas, que habían aguantado “metiendo” en el ERTE a partes pequeñas de la plantilla, en estos días siguen ampliándolo, aplicando reducciones de jornada. “Emosido ERTEADOS”, nos dijo una amiga periodista por WhatsApp; no fue una sorpresa.

Pero me siguen faltando las preguntas: ¿cómo nos gustaría que fuera el mundo laboral al que vamos a volver? No me refiero solo a si queremos geles desinfectantes y mascarillas gratis, o máquinas que miden la temperatura en la puerta, sino a si nos gustaría crear modelos más conciliadores, cuidarnos más entre todos, vigilar nuestra salud, repensar las distancias y los transportes y, en general, embalarnos mucho menos. Veo (y me cuentan) que muchas empresas están actuando vigilando a sus competidores con el rabillo del ojo. Según hagan los demás, harán ellos, para no quedarse atrás. Puede ser que esto sea un error monumental y a lo mejor nos encontremos de nuevo corriendo por la calle sin saber de qué huímos o adónde llegamos tarde. Cuando las empresas decidan retornar a sus teletrabajadores a las oficinas, muchos encontrarán a las puertas, junto a la cámara de vigilancia, una nueva cámara termográfica, aparentemente igual que la primera, pero en cuya pantalla aparecen figuras humanas, iluminadas como espectros rojizos y anaranjados, que incorporarán la información biométrica de su temperatura corporal. Si esta fuera más de 37,5ºC, ese día el empleado no llegaría hasta su mesa. Hay quien se pregunta si era necesario llegar a este punto.

Hace poco escuché a una profesora que decía “odio el teletrabajo de profe pero, por otro lado, trabajo la mitad”. Quizás también en eso podríamos encontrar un punto medio. Otra amiga profesora en un colegio de educación especial está muy preocupada porque la teleenseñanza vale solo para algunos casos, los de aquellos niños y niñas que lo entienden bien, que en esta vía de enseñanza no son demasiados. Está viendo como muchos de ellos sufren un retroceso importante y lo está pasando mal. En verdad, sí que hay personas a las que estamos dejando atrás. Además de estos niños, las redes de apoyo mutuo, como la de mi barrio, denuncian que después de haberlo hecho todo sin ayuda, los servicios sociales les derivan familias que necesitan de esa cesta de la compra gratis, porque están al límite. En algún caso, incluso hay gobernanzas de distrito que intentan asumir esa red de ayudas, como cuando una gran empresa compra otra porque ofrece un servicio que ella no tiene. En el barrio madrileño de Quintana, una veterinaria dona un euro en alimentos no perecederos a la asociación vecinal que los está repartiendo por cada vacuna antirrábica que pone a los perros. En Vallecas, se están abriendo los routers particulares porque hay familias con dificultades para pagar su conexión a internet. En el barrio de Los Cármenes, una asociación de vecinos ha recibido la donación de 90 docenas de huevos de una granja de Ávila. Una marca de pan ha donado 1.200 productos al Banco de Alimentos del Barrio en el centro de Madrid. Una cadena de tiendas de café ha hecho lo mismo en los barrios de Carabanchel y Lavapiés. La Bolsa de Cuidados de Getafe reparte cada semana en 40 hogares pero han recibido el doble de peticiones. La Red Solidaria de Valdezarza, también en la capital, recibe alimentos extraídos directamente de las huertas. La Red de Solidaridad Burgos ha creado una comisión de psicología. La Red Solidaria de Valladolid reparte comida caliente, cocinada en casa, para los que están sin recursos. La Asociación Vecinal Quintana de Madrid está repartiendo los pañales de tela reutilizables cosidos por un grupo de costureros y costureras. Y así podría seguir párrafos y párrafos pero conviene recordar la advertencia en Twitter de esta última asociación: “nuestra resistencia es limitada”.

La situación actual de los contagios detectados por coronavirus es la siguiente: 228.030, en España. 1.716.872, en Europa y 4.013.728, en el mundo.

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