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Virus de barrio

Guante de nitrilo tirado en la acera

Elena Cabrera

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Mi barrio es un vecindario bullicioso, el más popular del distrito más agresivo de Madrid en términos inmobiliarios y de desigualdad de renta. En los mapas de color electoral, Prosperidad una isla roja alrededor de cientos de manzanas azules en Chamartín. Parece que hay ganas de gentrificarlo, se nota por el aumento de coworkings, bajos que eran bares y ahora son oficinas acristaladas donde ves trabajar a la gente en su interior cuando bajas a por el pan y alquileres en alza que empiezan a ahuyentar a los vecinos y vecinas de toda la vida. Pero La Prospe resiste, como gritaron el otro día mis jóvenes vecinas por el balcón, con el megáfono a toda tralla, aunando el grito de guerra contra el coronavirus con un viejo lema de mi barrio, en alusión a la lucha por el local que ocupaba la Escuela Popular de Prosperidad, todo un referente de activismo vecinal, ayuda mutua y otras pedagogías.

Después de una consulta telefónica, mi médico me dijo que fuera a verle, así que hoy he pateado nuestras calles vacías para ir al centro de salud. Hacía tiempo que no me alejaba tanto de casa, aunque no han sido más 650 metros, pero me ha servido para tener una perspectiva más amplia de este largo domingo de agosto, con las chapas bajadas en los bares y los comercios cerrados con carteles indefinidos, en lugar de las despedidas con certeza de las vacaciones. Me dediqué a hacer fotografías de algunos de los carteles porque es curioso como, detrás de su redacción, hay más de lo que aparentan decir. Los contrariados avisan de que volverán cuando les dejen; los resignados dicen que lo harán cuando se pueda; los más pesimistas dicen que indefinidamente y los que en el fondo están cabreados pero intentan que no se les note, dicen que “hasta nueva orden”.

Había mucho que leer en mi paseo, pero era necesario estar atenta a los carteles nuevos, ocultos entre viejas publicidades y, en su gran mayoría, descoloridos por las últimas lluvias. Una chica llamada Marta había pegado con cinta americana a algunas farolas, unas cuartillas escritas a mano. Dice donde vive y cuál es su teléfono. Ofrece “ayuda gratis”. En uno de los carteles, alguien le ha contestado un “gracias a ti”.

Cerca de la Escuela de La Prospe encuentro varios carteles de la red de ayuda mutua del barrio que, como en otras zonas de la ciudad, según leí en este reportaje de El Salto, se han organizado rápido y bien, con un banco de alimentos y capacidad y recursos para ayudar en lo que sea. Otras hojas pequeñas, escritas a mano a boli azul, correspondían a una mujer costurera que vendía mascarillas hechas por ella en su tienda de arreglo de ropa; bajo su número de teléfono, había añadido un “estamos juntos”. En una tienda de chuches y bocadillos, un cartel más elaborado informa de que las botellas de agua mineral son gratis para personal de limpieza, policía, bomberos, carteros, conductores de ambulancia y otras profesiones al servicio de la ciudadanía. Pero en mi paseo, cuando bajaba la vista al suelo, a menudo encontraba mascarillas y guantes tirados en la acera. Somos capaces de lo mejor y lo peor, en el mismo metro cuadrado.

Después de la visita al doctor, en un centro de salud mucho más vacío que la última vez que lo pisé —pero con todas las puertas de las consultas abiertas, por las que podía ver a los médicos y enfermeras hablando por teléfono—, tuve que visitar la farmacia para comprar mis recetas. Allí, hice cola un buen rato en la calle. Le di la vez a un chico que venía a comprar mascarillas. Durante el rato de espera, me explicó que su novia tenía cita con un traumatólogo en el hospital privado que hay enfrente de mi casa. Me dijo que le advirtieron de que no sería atendida sin mascarilla ni guantes, pero que el hospital no los proporcionaba. Momentos antes, yo había pasado por la puerta y fotografié una mascarilla tirada frente a ella. El chaval llevaba un buen rato recorriendo farmacias y supermercados. En esta, se llevó unas cuantas a 98 céntimos la unidad. La otra clienta con la que compartí espacio, pues solo podíamos entrar de dos en dos, preguntó a los farmacéuticos dónde habían comprado las viseras con protección que usaban. Estos le contestaron que no las habían adquirido, sino que una clienta del barrio las hacía en su casa con una impresora 3D y se las había regalado. La mujer preguntó si le podían indicar quién era para comprarle una. Ellos le explicaron que no las vendía, que solo las regalaba a quién las necesitaba. La Prospe asoma cuando se la necesita.

Proseguí el camino de vuelta a casa y lo hice por una calle diferente a la habitual. Por eso, crucé un pasaje peatonal, abovedado, por el que no había pasado desde hace tiempo. El lugar se había convertido en un punto de intercambio de comida, libros y otros objetos de primera necesidad: deja lo que puedas, toma lo que necesites. Había unas latas de comida, mantas, algún juego y un libro particular: La cultura como empresa multinacional, de Armand Mattelart, un combativo texto sobre Superman y Barrio Sésamo como elementos neocolonizadores en una fase superior del monopolismo cultural. Ese es el tipo de cosas que pasan en mi barrio, que alguien te deja un libro como ese allí, junto a un bote de tomate frito, porque cree que lo puedes necesitar. La pared de este improvisado mercado de trueque ha sido decorada con papeles de colores con chistes terribles y supuse que la gracia era esa, que fueran muy muy malos, y al final las risas surgieran de puro desconcierto. No estoy segura de que funcionara. No obstante, lo del libro de Mattelart era involuntario y, probablemente, insuperable.

La situación actual en España es la de 210.773 contagiados por coronavirus y un plan de desescalada en cuatro fases. En Europa, 1.370.873 y en el mundo, 2.883.603. Cada uno a su velocidad, con sus etapas y sus escalones de subida y bajada, con sus redes de apoyo y ayuda mutua, a veces tan pequeñas que no saldrán en los periódicos ni mucho menos se hablarán de ellas en las ruedas de prensa. Pero, al salir a la calle, las encuentras si en lugar de mirar al suelo, te fijas bien en lo que ocurre a la altura de los ojos.

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