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En primera persona

Soy un hombre, cumplo 33 y siento de repente la llamada de la paternidad

Riu y Pol.

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A los 20 me veía siendo papá, pero esa proyección pasó rápido. Con 30 estuve mirando precios para realizarme una vasectomía. Lo dejé pasar, no me la hice, sigo siendo un sujeto fértil. A día de hoy, misteriosamente, he perdido el miedo a ser padre o, al menos, a imaginarme siéndolo.

Este 2 de mayo cumplo 33. Compartí una relación sana y estable –aunque no en los términos económicos que avalan afrontar el hito de la procreación– durante casi cuatro años. Tiempos en los que era habitual recibir preguntas como “¿cuándo haces abuela a tu madre?” o “¿para cuándo vas a ser padre?”. Cuestiones que solía resolver con el mismo mantra: “creo que esa montaña no la voy a subir”. Aquella relación terminó hace casi dos años. Pero, desde hace unos meses, en plena soltería postmatrimonial, dejé de arroparme bajo la coraza con la que escondía dicha montaña.

El Yelmo

Por unos dos meses estoy cuidando de tres gatos (una gata y dos hermanitos) en una casa de Manzanares el Real, uno de los municipios con mayor número de niñas y niños de la Comunidad de Madrid.

El Yelmo es el risco de 1.717 metros que se puede ver desde casi cualquier lugar de Manzanares. Este característico domo de granito debe su nombre a su parecido con las armaduras medievales que se utilizaban para proteger el cráneo de posibles ataques.

Sábado por la mañana. Me dirijo hacia El Yelmo, hacia la coraza. Por el camino me encuentro a familias que pasean con sus hijas e hijos a través del Parque Nacional de la Sierra de Guadarrama. Llevan a sus criaturas sobre los hombros o juegan a esconderse en los refugios que forman las rocas de La Pedriza. Saludo. Sigo caminando. Por momentos, me imagino siendo parte de una de estas familias montañeras.

Mientras asciendo, entre jaras en flor, recuerdo la reflexión que escuché hace unas semanas en la obra Una costilla sobre la mesa: Padre, de la dramaturga Angélica Liddell. La creadora de Figueres exponía sobre las tablas que la belleza artística supera a la de la naturaleza; que el arte bello está por encima de lo bello natural, porque este carece de espíritu, según el prisma hegeliano. “El pensamiento constituye la naturaleza más íntima y esencial del espíritu”, argumentó Hegel en Lecciones sobre la estética.

Desde lo alto de El Yelmo me cuestiono si es preciso adentrarse en un entorno natural para argumentar la inferioridad de este ante las Bellas Artes. Visto desde una cumbre, el ser humano –y, en consecuencia, el arte– me parece algo nimio en comparación con la inmensidad y la abundancia del bosque.

El arte de (poder) procrear

Creo que he dedicado gran parte de mi vida a ganarme las habichuelas de una manera que me mantuviera próximo a lo artístico, ya fuese creándolo o reproduciéndolo. Una dedicación casi absoluta (trayendo a Hegel por penúltima vez), que me ha exonerado de valorar la posibilidad sobre si lo realmente bello en la vida no es el arte, sino que lo bello, quizá, puede radicar en lo más natural: la reproducción.

Hoy se me presenta el pensamiento de querer ser padre o, al menos, de verme siéndolo. No quiero creer en el reloj biológico. Ya no llevo ninguna coraza (o la he fundido) que busque protegerme. Le encuentro menos sentido a una vida que no sea atravesada por este tipo de enseñanza que da el cuidar y aprender de otra(s) persona(s), de una familia.

Ahora mismo estoy (muy) enamorado de una persona que es música. Hace unas semanas fui a verla tocar con una de sus bandas a Bustarviejo, otro de esos pueblos serranos conocidos porque son elegidos por muchas familias para criar. Mientras la veía tocar su instrumento de cuerda frotada, espié a varias niñas y niños que, como en tantos conciertos, se sientan frente a ella y escuchan y observan cómo brota la música. Otra vez, entre montañas, me visioné siendo el padre de una (o dos) de esas personitas pequeñas. Me imagino llevando a mi hija a un concierto para que vea tocar y cantar a su madre. Y me fundo. 

Se lo cuento a mi gran mejor amigo Pol, a mis colegas Rober e Inma, a mis amigos Gonzalo e Ibra, mientras cenamos en un nepalí lleno de familias. Mada, compañera de Pol, me pregunta si me veo siendo padre, porque me ha visto conectar bastante con su hija. Me da igual que sea solo un sentimiento, no lo proyecto, lo comparto más allá de lo que pase en un futuro. Todas y todos se sorprenden, no se lo esperaban.

Cómo cambia la vida, me dicen. “Algún día puedes cuidar de nuestra hija”, me propone Inma para calmar mi baby fever. Me parece un planazo, se lo cuento a la persona que me tiene encandilado y me dice que se apunta al plan. Hoy he ido con Rober a la guardería para buscar a su hija, me ha dejado llevar el carrito. Mientras su risueña hija señala a los pajaritos, me pregunto cómo será ser madre y padre en el marco de una relación abierta –en esto profundizamos en otro (posible) futuro artículo, si eso–.

¿Reloj biológico? No lo creo. Pienso que esta persona me ha hecho generar un sentimiento que antes no había brotado en mí. Antes me daba miedo. A la decisión de formar una familia le sumaba la dificultad de ser padre siendo un autónomo con ingresos irregulares con un presente laboral líquido. Ahora no me limito con estos problemas, ni le sumo las posibles dificultades que puede generar ser papá y mamá siendo personas que trabajan por cuenta propia, eso ahora es secundario. Ahora un tema primario es que Jara es un nombre precioso para una persona que crezca entre montañas.

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