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Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

Alerta democrática, rearme ético

Los cinco candidatos, como piezas de trivial

Patricia Manrique

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En uno de sus últimos ensayos, Maldad líquida, Zygmunt Bauman y Leonidas Donskis reflexionan sobre el creciente carácter de simulacro de la democracia representativa, de lo que bien podemos llamar “partitocracia”, y sobre su capacidad de hacer mella en el devenir común. La democracia actual es hoy, para estos pensadores, un juego de simulaciones “en el que todos los jugadores participan de un engaño de prestidigitador. Los políticos fingen gobernar, mientras que quienes ostentan el poder económico fingen ser gobernados. Para mantener las formas, la gente se acerca a regañadientes a los colegios electorales cada pocos años, simulando ser ciudadanos”. Algo que genera un deterioro de la confianza popular que hace mella en la idea de democracia, cada vez más desfigurada, menos atractiva, más deprimente. Y no olvidemos que, históricamente, este ha sido uno de los elementos impulsores del fascismo.

A la corrupción endémica de la cleptocracia hay que sumar, como hemos tenido oportunidad de constatar especialmente en campaña —aunque no sólo—, la carencia de virtud que exhiben los candidatos y candidatas, especialmente los de perfil más público. Que levante la mano quien no haya sentido vergüenza ajena y desafección galopante al oírlos debatir. La política institucional se ha convertido en un circo, un espectáculo no caracterizado precisamente por el afán de seducir a la ciudadanía con propuestas, sino por el predominio absoluto de la competición desatada y endógena entre líderes —ni siquiera entre partidos— al estilo ‘vale tudo’: del despropósito intelectual a la descalificación directa, del fomento intencionado de la crispación a las noticias falsas… todo vale. Un universo tal, carente de ética y fangosamente autorreferencial, difícilmente puede casar con el objetivo del servicio público.

Poco hemos oído en la campaña estatal que resulte de real interés para la ciudadanía, da igual la adscripción ideológica: casi todo se ha ido a la cesta de lo identitario, de lo abstracto, de lo ideológico. El nivel de vaguedad y abstracción de los discursos resulta directamente proporcional a la falta de capacidad para la construcción de alternativas, de propuestas. Con honrosas excepciones —siempre menos de las que cabría esperar, incluso en partidos jóvenes— soportamos, a cambio, dosis crecientes de indignidad, de falta de respeto, de inmoralidad, de ínfima calidad discursiva, y sentimos que poco podemos hacer. No en vano, una y otra vez, los políticos, la política y los partidos son considerados el segundo problema para una inmensa mayoría de la población: sólo les gana el paro.

Cada vez es más evidente la existencia de un perfil de vividores que medran desde la juventud en partidos políticos y se ponen al frente de un cargo sin haber pegado un palo al agua en el mundo real en toda su vida. Los conocemos, los hay en cada comunidad, pero poco o nada hacemos para apartarlos: están asumidos. El perfil resulta dramáticamente común: individuo/a con estudios a menudo sin acabar —sobre todo másteres privados—, intentos de carguito en varias formaciones, escaño en el ámbito municipal o autonómico y luego, si hay suerte, salto a las Cortes o al Senado, a vivir que son dos días. Gente que de no dedicarse a la política serían dignos personajes de algún episodio de Los Simpson. Pero siguen, se perpetúan, repiten, encuentran nuevas formas de medrar: empresa pública, fundación… consejo de administración de gran empresa en los casos aventajados.

Una declaración arrasa por su falta de ética y a los dos días todo se ha olvidado; el circo continua como si nada hubiera pasado. Militantes e incondicionales de las correspondientes formaciones apoyando a sus cabezas de partido, resultando corresponsables, por buena que sea su praxis particular. La ciudadanía sobrellevando la situación y cociéndonos en un narcótico “son políticos, ya se sabe” que perpetúa la ecuación. Luego están las y los tertulianos, con sus análisis-aspaviento de pseudo-prensa amarilla y una preocupante ausencia de reparo en dar alas al espectáculo, aunque eso suponga una veintena de escaños para el fascismo más feroz.

Por cierto, anualmente se gradúan en periodismo unas 3.000 personas, y se calcula que hay 70.000 periodistas en el país, por no hablar de la cantidad de expertos y expertas en los más diversos temas. ¿Cómo se explica entonces la reiteración del deficiente nivel de esos colaboradores necesarios de la peor política, prácticamente los mismos —o parecidos— en todos los medios? Sabemos que hay concentración de la riqueza, y se evidencia así que esta es correlativa a la concentración de estupidez en las voces que copan la Opinión Pública.

La cuestión es: ¿Cómo salir de aquí? Me temo que la respuesta no se encuentra ni en la economía, ni en la propia política, sino en la ética, entendida ante todo como responsabilidad. No hay rastro de ética en la política institucional actual y eso hace el aire irrespirable. No se trata de que la clase política moralice, sino de que haya una mínima exigencia de valores éticos para ellos y ellas: honestidad, interés por el bien común, decencia, humildad, voluntad de servicio, actitud democrática... ¿Cuántas figuras políticas de renombre hacen pleno o se acercan al menos al aprobado en estos valores?

Para Jacques Rancière, un renacimiento de la política que nos saque de la resignación ha de pasar por la existencia de organizaciones colectivas que definan sus propios objetivos, espacios y medios de acción y que permitan el desarrollo de un poder autónomo y realmente democrático. Ante la esperpéntica realidad electoral, por ejemplo, ¿por qué no crear y exigir comités ciudadanos que velen por el comportamiento cívico de las y los candidatos? Una institucionalidad gestada desde abajo, con capacidad para expulsar a elementos nocivos de la carrera parlamentaria, que penalice electoralmente la mentira, el insulto o la falta de respeto a los valores democráticos y los derechos humanos. Sabemos que no podemos fiarnos de los comités éticos de los partidos: hemos visto fallar a todos, de derecha a izquierda, del primero al último.  

Yayo Herrero plantea la necesidad de un “rearme moral” como respuesta general a la crisis civilizatoria, equipar la democracia y la política moralmente. Sea entendida la política como juego de poder, tráfico de influencias, mera gestión… siempre debería exigírsele eticidad dado que nuestras condiciones de vida —digna— dependen de ello. Sin la exigencia efectiva de un mínimo común ético en el espacio público, seguiremos teniendo que votar con la nariz tapada, con desafección cada vez más indisimulada, o a golpe de alertas antifascistas que no dejan espacio a pensar en existir además de resistir.

[Nota. Por nuestra parte, la ciudadanía podemos dar ejemplo de valores. Este domingo, sin ir más lejos, por toda Europa estamos citadas a participar en el “Abrazo de los pueblos” contra el neofascismo creciente en la UE (En Santander, domingo 5 de mayo, 12.00, Plaza Juan Carlos I). Una cadena humana exigirá a los partidos un enfoque de las migraciones respetuoso de los Derechos Humanos y los valores democráticos, tomándolas como lo que son: una realidad inherente a toda la historia del ser humano, de Atapuerca a nuestros días, y un acicate para la riqueza material y espiritual humana.]

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