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Bajar impuestos o la multiplicación de los panes y los peces

La curva del Laffer, dibujada en una servilleta. Imagen: Diego Sánchez de la Cruz

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Durante la década de los 80 del pasado siglo adquirió bastante notoriedad en la política norteamericana David Stockman. Primer, por haberse convertido en uno de los más jóvenes y enérgicos artífices, en el terreno de la economía, de la revolución conservadora de Ronald Reagan desde la dirección de la Oficina del Presupuesto de su Gobierno. Y, después, por haber explicado en un libro que tituló 'El triunfo de la política' -y que removió bastantes tripas en la élite del Partido Republicano- los motivos por los que tal pretendida revolución había fracasado.

Se ha dicho que este libro constituye la más implacable impugnación jamás escrita de la célebre curva de Laffer, a la que de nuevo se recurre, en el nuestro como en otros países, para prometer magia. Tal vez no sea una afirmación exagerada, porque quien nos señala las grietas de la política de bajada masiva de impuestos es quien con mayor convicción la puso en marcha.

Stockman no es ningún converso. Quien lea su libro descubrirá a un acérrimo enemigo de cualquier regulación pública de la economía y firme partidario de la iniciativa privada sin restricciones. Asentado en esa fe que él llama la “Magna Doctrina”, diseña el plan radical que combina la reducción generalizada de impuestos, el recorte de gasto público que no sea militar (que, por el contrario, se incrementa) y el objetivo del equilibrio presupuestario. El fundamento en la entonces conocida como economía de oferta resuena de nuevo hoy con fuerza: la rebaja fiscal y la supresión de controles públicos liberará de sus grilletes a la iniciativa privada y al mercado y conducirá a una nueva era de prosperidad capitalista, en la que incluso se lograrán mayores recursos para socorrer a los sectores más necesitados de la sociedad.

Sin duda sonará a todos familiar la argumentación. El resultado práctico es, sin embargo, con más frecuencia olvidado: una gigantesca deuda federal que en 1985 escaló a 1,8 billones de dólares y que puso la economía al borde del colapso.

Se reprocha Stockman exceso de ingenuidad por no haber contado con los ineludibles compromisos de gasto que los mismos políticos republicanos que les apoyaban conservaban con sus electores. Reconoce igualmente haber pasado por alto algunos datos económicos relevantes, como que con una inflación desbocada de dos dígitos, simultanear una masiva reducción de impuestos y una política monetaria antiinflacionista equivalía en realidad a dos masivas reducciones de impuestos, dado que, cuando se logra sofocar la inflación, todas las previsiones de ingresos han de ser revisadas. Y esto no había curva de Laffer que lo levantara.

La política monetaria queda en la actualidad fuera del control de nuestro país, pero habida cuenta de lo que se nos avecina en Europa a la vuelta de la esquina, parece insensato jugar con tanta desenvoltura a la ruleta rusa.

Lo más grave, sin embargo, de cuanto nos relata Stockman es la evidencia de que se mintió a la ciudadanía. Ni siquiera cree que los ideólogos de la curva de Laffer, empezando por el mismo Arthur Laffer, pensaran sinceramente que se podrían obtener más ingresos públicos tras la rebaja de impuestos; se trataba solamente de “vender” la idea. Y sobre todo se ocultó la parte fea del plan. Se hizo creer a millones de norteamericanos que suprimiendo unos cuantos gastos superfluos de los manirrotos de Washington sería suficiente para cubrir las pérdidas. Era mentira. No se produjo la prodigiosa liberación de fuerzas económicas que se había anunciado, fue necesario acometer severos recortes de gasto social y ni aún así se evitó un endeudamiento histórico. Únicamente un dictador, según admite Stockman, que desmantelara sin miramientos y de arriba abajo el Estado social y sofocara cualquier protesta habría podido evitar el agujero presupuestario.

Resulta pavoroso que una mentira tan contundentemente contrastada por la realidad pueda seguir engañando, una y otra vez. Jamás, en ningún lugar del mundo, una reducción generalizada de impuestos ha conducido a un aumento de ingresos. Es posible que las circunstancias de un determinado mercado reduzcan o aumenten la recaudación previsible de un tributo, coyunturalmente una mengua de tipos puede compensarse -en parte- por el efecto de la inflación y la propia medida del fraude fiscal hace variar los ingresos con un mismo nivel impositivo. Es posible y se debe decir que la cuantía de ingresos públicos depende de multitud de factores económicos, no todos ellos estrictamente fiscales, y no solo de los tipos de gravamen. Y, justamente por ello, supone una colosal burrada afirmar que una reducción general de tipos impositivos llevará a mejorar los ingresos.

Los argumentos a los que recurre hoy la derecha en nuestro país para volver a prometer la multiplicación de los panes y los peces son los mismos que manejaron los apóstoles de la “revolución” de Ronald Reagan, adaptados si acaso a nuestro particular folklore y adornados por el embrutecimiento usual de las redes sociales. De nuevo se oculta la parte menos seductora del plan. Hay sin duda gastos que podrían evitarse con una gestión más eficaz, sueldos de cargos de confianza en diferentes administraciones que habría que ahorrar a la ciudadanía, golosinas en viajes y gastos de representación que sobran no por su cuantía sino por su obscenidad moral. Tampoco la izquierda debería negar esta evidencia.

Pero el margen de ahorro es bastante menos abultado de lo que se proclama, y además la sanidad, la educación y los transportes públicos, por mencionar sólo tres apartados, se encuentran en tan lamentable estado que precisan con urgencia un aumento drástico de inversión. Y no hay magia posible; las rebajas de impuestos no se compensan por sí solas. Quienes promueven una reducción generalizada deberían contarlo: el precio será el desmantelamiento de nuestra sanidad, nuestra educación y los transportes públicos, las ayudas a sectores económicos en dificultades se volverán insostenibles y a las familias que se queden por el camino no habrá manera de ampararlas.

No deja de tener gracia que fuese precisamente Manuel Fraga Iribarne quien justificara en los debates constituyentes la inadmisión de la iniciativa legislativa popular en materia tributaria para evitar la “tendencia fácil a pretender que pagando menos impuestos las cosas se arreglen”.

Al cabo de los años parece evidente que se subestimó tanto la madurez de la ciudadanía como la propensión a la demagogia de los políticos. Nuestro sistema tributario está quebrado, y no sólo por su insuficiencia en la obtención de los recursos necesarios, sino por su manifiesta injusticia, su incapacidad para cumplir la función esencial de redistribuir la riqueza y reducir la desigualdad, que en la proporción que ha alcanzado en España es no sólo una infamia sino un lastre para el desarrollo. En una reforma seria de nuestro sistema tributario habrá que reducir determinados impuestos, naturalmente, y otros deberán ser elevados; se tendrá que revisar la distribución de la carga porque hay quien paga mucho menos de lo que debería, pero también mucha gente verdaderamente ahogada por el fisco; hay que reformular por completo los controles del fraude y transformar a fondo el propio sistema productivo sobre el que los tributos recaen.

Sería esperanzador que todo ello se abordara en un debate abierto a la ciudadanía, y que la gente pudiese discutir sobre la base de información cierta y no de demagogia milagrera qué bienes y servicios públicos han de garantizarse y cómo se financian.

Lo que es, en fin, la democracia.

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