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Antes y después de las residencias de ancianos

Una residencia de mayores. Foto de archivo.

Jorge López Álvarez

Psiquiatra. Hospital Doce de Octubre. —

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Uno de los aspectos más llamativos de la crisis sanitaria provocada por la pandemia actual por COVID-19 es la aparición en la primera plana de los medios de información de las residencias de ancianos. En múltiples casos las residencias son noticia por el elevado número de contagiados entre usuarios ancianos y cuidadores, así como por el elevado número de muertos registrados. Están siendo múltiples las quejas por la falta de personal y la carestía de medios de seguridad para los trabajadores y usuarios, los llamamientos desesperados a la medicalización y/o militarización de las residencias, las quejas a la administración por la negativa a trasladar a ancianos muy enfermos a unos hospitales colapsados, así como por las enormes dificultades para frenar una transmisión comunitaria de la infección en un medio como el residencial que es, ante todo, comunitario.

Cuando la pandemia aminore, seguirá habiendo casos por transmisión comunitaria en los centros de salud, hospitales y recursos habitacionales como las residencias de ancianos. Cuando la pandemia termine, a pesar de la negativa institucional a reconocer muchas muertes habidas en las residencias de ancianos como debidas a la infección por COVID-19, la cifra oficial de ancianos muertos será inmensa e inasumible. La caja de Pandora se abrió y se está cebando con saña con los individuos más vulnerables de nuestra sociedad, los ancianos.  

Incluso dentro de una emergencia sanitaria que afecta a todos los estratos de la sociedad, el escándalo social es de tal magnitud que en las agendas políticas de distintos países empieza a incluirse la necesidad de no soslayar a nivel institucional las condiciones de vida de nuestros mayores en los ámbitos residenciales, lo que conllevará la necesidad no solo de legislar sino también de evaluar el funcionamiento de los mismos. Ha tenido que ocurrir esta tragedia para que como sociedad nos ocupemos de los ancianos. Lamentablemente. 

Si en algunos países, como en España, el cuidado de los ancianos pasará a formar parte del debate político y social es que algo se estaba haciendo muy mal, con afortunadas excepciones. 

En el ayer, la persona mayor como sujeto político y beneficiario de derechos ha sido ninguneada y silenciada en este país. Solo las estrategias políticas electoralistas y, por ende, cortoplacistas, se habían acordado brevemente de los ancianos para conseguir votos. Centros sociales, vacaciones del Inserso, tarjetas doradas…, las medidas más fáciles, como son las medidas económicas con el dinero de los demás, fueron aplicadas sin una estrategia clara con respecto al envejecimiento digno (salvo eslóganes vacuos). Tampoco el incremento del número de personas mayores a base de la inversión de la pirámide poblacional, junto con el empoderamiento progresivo de las personas incluidas en la tercera edad (no en la cuarta edad), han servido para cambios sustanciales en las políticas con respecto a su protección, si bien ahora los ancianos son diana de un número progresivo de anuncios publicitarios. Por último, la posibilidad de su utilización como arma política empleando el tramposo argumento de las pensiones tampoco ha tenido como fin una mejora de las condiciones de vida de los ancianos: la subida de unos pocos euros al mes no genera un cambio sustancial a nivel vital salvo para aquellas personas que las instituciones permiten que vivan en condiciones miserables. 

En el ayer, a nivel estatal y focalizándonos en los aspectos médicos, la realidad asistencial para la población anciana era aterradora: a nivel profesional apenas había médicos especialistas en Geriatría y los mismos habitualmente debían ejercer fundamentalmente en el ámbito hospitalario; no existía una especialidad médica vía MIR de médico de residencias, por lo cual se podía ejercer como médico atendiendo a ancianos en medios residenciales sin una formación mínima que capacitara para el abordaje integral del paciente geriátrico; no se habían desarrollado en España especialidades presentes en otros países de la Unión Europea como Psicogeriatría, ni se habían desarrollado las Áreas de Capacitación Específica que permitieran la supraespecialización en materias de abordaje complejo como las demencias; no había neuropsicólogos contratados como tales en la Sanidad Pública con la categoría de Psicólogos Clínicos… En Andalucía no había médicos geriatras contratados en la sanidad pública, por todo el país muchos residentes de Psiquiatría carecían de rotaciones específicas en Psicogeriatría… Eso solo a nivel profesional.

A nivel asistencial, en determinados servicios de los hospitales se denegaba el ingreso,  la realización de determinadas pruebas complementarias o el acceso a determinados tratamientos a las personas en función de su edad (¿increíble? Un ejemplo claro era la denegación de prescripción de psicofármacos y la obligatoriedad de visado de los mismos en función de la edad). Incluso había hospitales de tercer nivel que carecían de médicos especialistas en Geriatría. 

A nivel sociosanitario, la escasa supervisión de las residencias de ancianos públicas, concertadas y privadas permitió el establecimiento de prácticas muy disímiles en las mismas, prácticas algunas consideradas claramente inadecuadas, si bien han sido pocas las intervenciones institucionales destinadas a la corrección de estas prácticas, así como escaso/nulo ha sido el interés de la opinión pública y de los medios de comunicación hacia lo que ocurría con algunos mayores “olvidados” en aparcaderos de personas, salvo si la muerte de algún anciano tornaba noticiable las condiciones inadecuadas de algún establecimiento. Con esto no se pretende hacer una enmienda a la totalidad de los actos realizados por el personal sanitario y no sanitario de las residencias de ancianos, constando en muchos casos una capacidad de dedicación y entrega excelente e impagable. Pero se debe denunciar que la escasez de supervisión de esos centros ha permitido un trato inadecuado en demasiadas ocasiones, no generalizado, pero sí excesivo y evitable.

En el ayer, en muchas residencias se ha hecho un trabajo encomiable, con escasos medios, pero con una adecuada formación y con liderazgos admirables. En el ayer, determinadas iniciativas como la Norma Libera-Ger, el Programa Desatar al anciano y al enfermo de Alzheimer o el trabajo con terapias no farmacológicas de la Fundación María Wolff, han fomentado los cuidados dignos a los ancianos vulnerables usuarios de las residencias de ancianos, y entidades como la Sociedad Española de Geriatría han emitido documentos al respecto del empleo de sujeciones en las personas mayores. Incluso se han desarrollado normas autonómicas con respecto al empleo de sujeciones físicas en las residencias (no en todas las Comunidades Autónomas y posiblemente más declaración de intenciones que políticas supervisadas). ¿Por qué? Porque los ancianos conforme van siendo más mayores, enferman y van perdiendo su autonomía y se va incrementando su dependencia son mucho más vulnerables al ejercicio sobre los mismos de un trato no adecuado, cuando no abiertamente negligente o abusivo. Esa vulnerabilidad es reconocida por El Defensor del Pueblo y las residencias de ancianos, junto con las cárceles, los calabozos y las unidades de internamiento de Psiquiatría son algunos de los establecimientos monitorizados por el Mecanismo Nacional de Prevención de la Tortura, dependiente de El Defensor del Pueblo. Como tal, órgano consultivo, sin capacidad ejecutiva o de denuncia. 

Y, en el ayer, ¿a qué conclusiones ha llegado El Defensor del Pueblo? A la posibilidad de que en condiciones de vulnerabilidad, como pueden presentar muchas personas mayores que habitan en residencias de ancianos, estén en riesgo derechos constitucionales, a saber, el derecho a la libertad humana y al libre desarrollo de la personalidad (art. 10), el derecho a no sufrir tratos inhumanos o degradantes (art. 15) y el derecho a la libertad (art. 17). Ya advertía el Mecanismo Nacional de Prevención de la Tortura de que no existe un marco regulador que garantice lo suficiente los derechos fundamentales de las personas internadas. En el presente, hoy, la elevada mortalidad de las personas mayores enfermas, abandonadas en su agonía y muertas con sus cadáveres olvidados dentro de algunas residencias de ancianos demuestra que, desgraciadamente, El Defensor del Pueblo tenía razón y (casi) nadie le hizo caso. 

En el ayer, una residencia visitada por personal del Mecanismo Nacional de Prevención de la Tortura recibía como sugerencias la puesta en marcha de planes de atención individualizados para sus usuarios, la puesta en marcha de iniciativas destinadas a reducir el número de sujeciones físicas que recibían los ancianos, la disponibilidad de psiquiatra propio o la mejora de la coordinación con Salud Mental, así como la necesidad  de contratar personal con perfil rehabilitador y cualificado para abordar los nuevos perfiles de residentes, como aquellos con más posibilidades de sufrir violencia, las personas con alteraciones conductuales. 

Eso fue en el ayer. Hoy, los ancianos mueren por decenas en las residencias de ancianos por falta de planificación, falta de medios materiales y por falta de profesionales capacitados, enfermedad o desbordamiento de los mismos durante la actual pandemia. La evitabilidad de todo este sufrimiento en vano la demuestran los variados ejemplos de residencias de ancianos que se han librado de esta tragedia por la capacidad de previsión y el buen hacer de todos sus profesionales, no solo los sanitarios.  

¿Y mañana? Cuando la pandemia termine deberá ser un clamor que las cosas tendrán que cambiar, mucho, en muchas residencias de ancianos. Pero que no nos ciegue el coronavirus. Las muertes actuales son una tragedia, pero es posible que en bastantes casos no se hubiera podido eliminar por completo la transmisión, bien local, bien comunitaria. Pero cuando la pandemia termine, deben terminar también las miserias existentes y permitidas a nivel institucional tanto en la accesibilidad de los mayores a los servicios sanitarios, como en lo referente a garantizar cuidados adecuados, dignos, a nuestros mayores, incluyendo a los que viven en un medio residencial. Ojalá esta crisis nos dé la oportunidad de contemplar más los derechos de las personas mayores de nuestra sociedad, que en lo referente al ámbito residencial hacen necesarios cambios radicales: creación de una inspección formada y lo suficientemente dotada para detectar aquellas residencias donde se den casos  de negligencia y abuso; prohibición de las residencias en pisos, sin salida a la calle; diseño de residencias con adecuado espacio para garantizar la intimidad, absolutamente adaptadas a las necesidades asistenciales de los ancianos vulnerables; diseño de residencias adaptadas a la manera en que el propio anciano elige vivir; accesibilidad a servicios sanitarios y psicológicos con equidad respecto a otros grupos poblacionales; personal suficiente y suficientemente multidisciplinar para garantizar un trato equitativo a los distintos perfiles de usuario; establecimiento de protocolos que favorezcan el empleo de terapias no farmacológicas ante la aparición de problemas de convivencia y/o conductuales, con eliminación del empleo de sujeciones tanto físicas como químicas, haciendo que el empleo de psicofármacos se restringa a las indicaciones donde su uso es indudablemente terapéutico…

En el ámbito residencial quedan muchas cosas por hacer, que el “descubrimiento” de que nuestros mayores existen e importan sirva para que podamos dotarles de mayor calidad de vida y de una asistencia digna si así la precisaran.   

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