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Galileo y la revuelta de los cretinos

Concentración de negacionistas en San Sebastián. EFE/Juan Herrero/Archivo

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En su libro Galileo y los negacionistas de la ciencia, que recientemente ha tenido el acierto de editar en español Biblioteca Buridán, explica el astrofísico Mario Livio la usual falacia argumental conocida como “gambito de Galileo”, a la que con frecuencia recurren quienes se oponen a hechos abrumadoramente reconocidos por la comunidad científica sobre la base de razones (o sinrazones) extra científicas. Sirve tanto para terraplanistas como para los apóstoles del diseño inteligente que continúan resistiéndose a la evidencia de la evolución, para negadores del cambio climático y, aunque no sean mencionados en el libro imagino que por ser de redacción anterior, para enemigos de vacunas y negadores de la desoladora pandemia que ya ha matado a más de cuatro millones de personas en el mundo.

La coartada es sencilla: del mismo modo que Galileo fue perseguido por oponerse a las ideas dominantes de su época, sufren ellos persecución y son ominosamente silenciados por disentir de las ideas establecidas. La suma al cóctel de tenebrosas conspiraciones alentadas por las élites globales resulta naturalmente inevitable; a falta de hechos científicamente acreditados, la misma conspiración se convierte en prueba de aquello que, de todos modos, jamás se pretendió demostrar. La respuesta del astrofísico Mario Livio cae por su propio peso: Galileo no tenía razón porque la Inquisición lo reprimiera ni porque se opusiera a ideas dominantes en su tiempo, sino porque la evidencia científica estaba de su parte, porque era su posición la correcta dados los conocimientos de su época y la única que posibilitaba el avance en nuestra comprensión del mundo.

No hay charlatán al que no le tiente, cuando se desnuda la inconsistencia de sus afirmaciones, compararse con Galileo o con Giordano Bruno o con el mismísimo Jesucristo, según el gusto y filiación del aspirante a mártir. Pero resulta que ni el respaldo mayoritario ni el mero hecho de ser minoritaria garantizan a afirmación alguna la certeza. Y no siempre que la mayoría nos quite la razón seremos unos incomprendidos o víctimas de turbias conspiraciones; es posible que, sin más, no la tengamos.

El fondo de la disputa entre Galileo y la Inquisición, no obstante, radica a mi juicio en que sólo el primero buscaba ampliar el conocimiento humano. No se enfrentaban dos hipótesis científicas que con posterioridad pudieran ser calificadas como erróneas o acertadas. La única posición científica era la de Galileo, y lo hubiera seguido siendo aunque se hubiese equivocado. Porque el fundamento de los inquisidores era un dogma extraído de un libro que se presumía inspirado por Dios y la autoridad de un filósofo antiguo, Aristóteles, al que además la Iglesia había reinterpretado para ajustarlo a su dogma (de un “Aristóteles con tonsura” habló el publicista ruso Herzen).

El sabio pisano era sin duda plenamente consciente de la trascendencia de esa disputa. Lo prueba en sus cartas a Benedetto Castelli y a Cristina de Lorena, pero sobre todo en su magnífico Diálogo de los dos máximos sistemas, un libro que debería ser de lectura obligatoria en todas las escuelas. Y esta lucha tenaz convierte a Galileo, no sólo en el más grande de los fundadores de la ciencia moderna, como lo calificara Bertrand Russell, sino en uno de los mayores defensores de la libertad de pensamiento y de investigación de la historia.

La vertiente teológica de su argumento, según la cual sería inconcebible que Dios hubiese dotado al ser humano de la capacidad de buscar el conocimiento para luego conducirlo a conclusiones erróneas, podría estar más o menos forzada por la asfixiante censura que debía sortear. Contemplado hoy con la adecuada perspectiva, se hace evidente el objetivo: la libertad plena y la autonomía de la investigación científica de cualquier intromisión ajena a sus propios caminos de búsqueda. En otras palabras: Galileo quería que lo dejaran trabajar en paz. La ciencia se ahoga sin libertad de investigación, y no cabe libertad si existe biblia, religión, metafísica, doctrina filosófica, política o de cualquier otra índole que tase los resultados y conclusiones aceptables de su exploración.

Porque no sólo la Iglesia católica ha pretendido marcar desde fuera la senda a los científicos, ni es exclusiva de la extrema derecha la negación de evidencias científicas, aunque ahora, para nuestro horror, haya sabido aprovechar el arrinconamiento de la razón con el evidente, y exitoso, propósito de medrar en medio de la crisis.

Durante gran parte del siglo XX, una acartonada versión del marxismo popularizada como diamat justificó que perfectos incompetentes dictaminasen, encaramados en un pretendido saber superior, qué teorías científicas eran acertadas y cuáles otras habían de condenarse en tanto que “burguesas”. Uno de los más terribles y grotescos frutos de esta forma de enfocar la ciencia fue la “nueva” biología alumbrada por el embaucador Trofim Lysenko con la que se aspiró a impugnar el darwinismo y que, convertida en teoría científica oficial por las autoridades soviéticas en los años 30, propició varias cosechas catastróficas y la purga de docenas de científicos hasta la década de los 60.

No sería justo atribuir tales delirios a los propios Marx y Engels, ambos mucho más penetrados del espíritu ilustrado de lo que jamás alcanzaran a comprender muchos de sus epígonos. Y tampoco se ha desprendido por completo de ellos la nueva izquierda. Hace no tantos años importantes dirigentes de izquierdas de este país alentaban las majaderías sobre las vacunas propaladas por la religiosa benedictina Teresa Forcades, en su momento refiriéndose a las de la gripe A pero no muy alejadas de la propaganda contra las vacunas difundida hoy en redes sociales por fanáticos de extrema derecha.

Así pues, la irracionalidad anticientífica ni es de ayer ni exclusiva de un solo bando ideológico o político. La escalofriante novedad estriba, por una parte, en el asombroso respaldo social que ha alcanzado, ratificado por el hecho perturbador de que haya ocupado el gobierno de países tan importantes como Estados Unidos o Brasil, y, por otro lado, en que ya no nos encontremos ante un lastre sólo cultural. El movimiento contrario a la vacunación, respaldado por influyentes grupos y personalidades, no fue ajeno al trágico aumento de contagios y muertes de niños por sarampión ya en el año 2019. En una pandemia de las dimensiones de la actual, sus víctimas podrían contarse por centenares de miles. Y la negación del cambio climático podría llegar a costarnos la propia supervivencia de la especie.

Naturalmente, los datos que se manejan pueden ser erróneos o serlo su interpretación. La ciencia ha hecho su historia de multitud de errores y aciertos contrastados una y otra vez. Pero, cuando se niega la fiabilidad de la ciencia como tal y se da crédito a presuntos hechos alternativos no verificables, y cuando se reclama para cualquier disparate el derecho a ser medido en igualdad de condiciones con evidencias científicas sólidamente contrastadas, el propio conocimiento se hace imposible. Los hechos dejan de contar; sólo cuenta la propaganda.

Tanto da que las conspiraciones sean atribuidas al capitalismo o a rojos infiltrados en instituciones científicas para estrangular la iniciativa individual. En realidad, las fábulas aprovechan más a los poderosos. Desde la perspectiva del cambio social, es realmente de idiotas pensar que, en un mundo en el que la concentración de la riqueza alcanza cotas inéditas desde principios de siglo XX, las élites urdan conspiraciones ocultas que ponen en riesgo sus propios negocios con fines de un incierto adiestramiento social. Llevan lustros recobrando todos los resortes de poder a plena luz sin apenas resistencia, tal vez porque demasiada gente anda distraída con leyendas de terrores subterráneos.

Estos días hemos visto la faz más bestial de la irracionalidad en Afganistán. Urge recuperar la fuerza de la razón y el espíritu de la Ilustración, la aventura más prometedora y fértil de nuestra historia. Necesitamos un movimiento ciudadano de defensa de la ciencia en el que tendríamos que comprometernos en especial quienes no somos científicos. Hace más de veinte años que los físicos Sokal y Bricmont nos dieron un serio toque de atención en su delicioso libro Imposturas intelectuales. Ahora disponemos de menos tiempo, y en cambio nos va la vida en ello.

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