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La jaula de los datos

Fotograma de la película 'Stroszek' de Werner Herzog.

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La realidad pertenece cada vez menos a nuestro mundo. Por lo menos, sabemos que así sucede en las sociedades capitalistas occidentales, donde en todo momento hablamos más de ella en plural que en singular. Tanto es así, que el simulacro, presentado como realidad, se desnuda con el paso del tiempo mostrando su rostro más irreal. De esta manera es como ocurre en la tragicomedia Stroszek de Werner Herzog. En esta película, rodada en 1977 con actores y actrices no profesionales, el director de cine alemán nos muestra cómo una idea de realidad concreta –la de uno de los tantos sueños americanos–, perseguida desde múltiples limitaciones, se vuelve una jaula dentro de la cual solo nos queda bailar ante la imposibilidad de la huida.

Parece como si el drama, en un intento de pasar por “lo real”, condujese al protagonista, Bruno, recién liberado de su condena en prisión y con graves problemas de alcoholismo, hacia la búsqueda forzada de un sueño truncado desde su inicio. Mirarla desde la actual crisis sanitaria nos sugiere el descubrimiento de nuestra propia jaula, la jaula de una cultura con sus nuevos malestares, que nos promete una liberación por el camino del cálculo racional, la eficiencia y el control. Con todo, este calabozo contemporáneo no deja de ser un constructo cargado de pretensiones realistas fallidas que nos afectan.

En vista del panorama, el yo contemporáneo, tan proyecto y tan perpetuo, se enfrenta con sobreesfuerzo a sus (nuestras) aspiraciones diarias –bajo la forma de necesidades de formación, de alcanzar un trabajo mejor, de buscar experiencias que rompan con lo rutinario, etc. Apuntando con nuestras multi-pantallas hacia Corea del Sur y otros Estados del Este que han optado por las soluciones tecnológicas ante la pandemia de la COVID-19, nos encontramos frente a una posible apuesta, no sin cierta sensación de derrotismo legitimado por un contexto extremo, por el OK colectivo a una burocratización digital de nuestra vida cotidiana que, muy probablemente, no tenga marcha atrás.

La pulsión controladora mediada por las nuevas tecnologías ya la conocemos: algunas de sus formas habituales son las aplicaciones que monitorizan nuestros movimientos, comunicaciones, hábitos alimentarios, rutinas de ejercicio y productividad laboral. También sabemos cómo los datos que generamos a través de ellas se distribuyen dentro de un mercado carente de transparencia. No obstante, con este control, llevado a la esfera del comportamiento colectivo como medida para gestionar la crisis, la jaula se ha hecho más evidente. Claro está que la implantación del control social tecnológico frente a la pandemia se produce a escalas diferentes y que en muchos territorios todavía no ha llegado a materializarse, pero sí lo está haciendo el consentimiento previo necesario que el shock –tal y como lo llamaría Naomi Klein– ha facilitado y que serviría como pretexto para ampliar el registro de nuestra vida diaria.

Desde una mirada psicológica, el control sobre las situaciones que vivimos garantiza el bienestar de las personas en sociedad, en tanto que nos aporta información para saber cómo actuar y mostrarnos de la manera que nos parezca más apropiada en función del entorno que nos rodea. Asimismo, también nos puede hacer caer en una suerte de ritual del que no podemos escapar dado un contexto en el que las amenazas –reales o imaginadas– nos acechan como personas o como grupos (colectivos de riesgo, infectados, asintomáticos, jóvenes). Dependiendo del grupo al que pertenezca el individuo y sus motivaciones personales durante la pandemia, su comportamiento variará, también en las redes sociales.

Ante la proyección de un mayor avance de las estructuras actuales de nuestra vigilancia, uno recuerda la jaula en la que acaba la película de Herzog, donde una gallina solitaria interpreta un baile triste al ritmo de una música estridente. Una jaula, ahora, cuyos barrotes son la suma de los datos recopilados de nuestros yoes, que nos encierra en un mundo de sujetos más cuantificados que nunca. De hecho, la idea del control racional como jaula tiene un importante recorrido en las ciencias sociales. A principios del siglo XX el sociólogo alemán Max Weber planteaba, a partir de su teoría de la racionalización del mundo, cómo el mundo occidental avanzaba –metafóricamente hablando– hacia la construcción de su propia “Jaula de hierro”.

Weber apuntaba hacia un sistema dentro del cual la persona se vería, cada vez más, atrapada por una red de instituciones racionalizadoras basadas en la eficiencia científica de la vida humana. Hacia una burocratización de la vida que hoy nos conduciría hacia una racionalización articulada a través de algoritmos, agradecida por muchos de los tantos usos que hacemos de las nuevas tecnologías. En ellas, la “jaula” ha encontrado un nuevo camino por el que seguir desarrollándose sin apenas resistencias. ¿El motivo? Entre otros, las necesidades psicológicas que comentábamos anteriormente.

Según el interaccionismo simbólico, corriente sociológica muy relacionada con la psicología social, la acción humana puede estar guiada, en muchos casos, por la presentación del yo en sociedad. Es decir, por el hecho comunicativo e interpretativo que moldea nuestras realidades. En la medida en que cada vez necesitamos más mostrar una imagen positiva –socialmente aceptada– de nosotros mismos, más tenderemos a facilitar los datos que alimentan la jaula y el desarrollo del capitalismo tecnológico. Pocas veces nos planteamos, por ejemplo, una caja de texto en nuestro móvil como un backstage en el que preparamos lo que queremos decir. Sin embargo, así es como ocurre. La mayoría de espacios que las tecnologías de la comunicación ofrecen al procesamiento consciente de nuestras respuestas son, de alguna forma, un espacio de control desde el que asumimos las lógicas de un sistema que reprime la individualidad y la autonomía de la persona y, además, siguen actualizando la jaula.

Por otra parte, el control no vive de realidades en plural, sino que se nutre, principalmente, de datos cuantificados y racionales.  Ante un momento histórico como el que estamos atravesando, la ciudadanía necesita comprender el tiempo que habita mediante datos exactos –contabilizados bajo la forma de contagios, rebrotes y defunciones– que le parezcan útiles para comprender la situación.

En el barómetro del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) del pasado mes de abril, más de un 54% de las personas encuestadas afirmaban que les gustaría tener más información sobre el coronavirus por parte de las instituciones políticas. Si bien es cierto que las estadísticas son una aproximación a la realidad tan uniformadora como abstracta, estas nos acercan a una tendencia que se expresa por sí misma y que ha posicionado la preocupación por el virus en un lugar destacado dentro de las agendas pública, mediática y política.

Por lo tanto, si queremos defender nuestros derechos y libertades, es necesario reflexionar sobre cómo los datos que proporcionamos nos conducen a un control totalizador que hoy se articula a través de estructuras tecnológicas opacas. Organizaciones que nos suenan lejanas y que no podemos intuir como consecuencia de un fetichismo digital que bien podría medir las democracias capitalistas –en un plano simbólico– por la diferencia entre quién tiene más accesos a la información de quién.

Entonces no se trata tanto de si el virus acabará con el neoliberalismo o si lo reforzará, sino más bien de si, antes de todo ello, este nos permitirá conocer cómo hemos venido normalizando un nuevo control que, ante todo, sigue garantizando el orden social existente.

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