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Un juez, un jurado y muchos fuegos artificiales

Begoña Gómez, esposa del presidente del gobierno Pedro Sánchez, en una imagen de archivo en la comisión de investigación de la Asamblea de Madrid. EFE/Javier Lizón
26 de septiembre de 2025 22:18 h

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Una de dos: o el juez instructor del caso contra Begoña Gómez tiene una intuición mediática que ya quisieran para sí muchos expertos en comunicación política, o las casualidades lo persiguen. Sus decisiones tienen con frecuencia el impacto mediático adecuado y en el momento justo para causar ante la opinión pública el mayor daño posible al gobierno socialista y beneficiar al Partido Popular.

Hace unos meses consiguió tomar declaración al presidente del Gobierno en el palacio de la Moncloa aunque este no tuviera nada que declarar y, casualmente también, esa declaración se filtró a la prensa. También tomó declaración al ministro de justicia justo en los días en los que presentaba la más que necesaria reforma del sistema de acceso a la judicatura y sucedió de nuevo que se filtró ese trámite en el que debatía con muy mala educación con el ministro de su ramo.

Ahora, justo un día después de que se enviara a juicio a la pareja de la líder del Partido Popular en Madrid, el instructor se ha leído la ley del jurado.

Causa cierta melancolía jurídica recordar que la instrucción se inició porque en las portadas de unos panfletos ultra se acusaba a la mujer del presidente del gobierno de haber mediado para conseguir que se rescatara con millones de euros a una aerolínea y se dieran subvenciones millonarias a una empresa. A partir de ahí, el juez ha actuado con un celo y una diligencia extraordinarios, que contrastan con lo que le sucede cuando investiga a políticos conservadores y se le pasan los plazos para investigar. De ese modo, buceando en la vida de la investigada y con ayuda de las acusaciones ultraderechistas ha ido después encontrando indicios de numerosos otros posibles delitos. Hasta cinco, incluido el de intrusismo profesional, nada menos.

Ahora la acusa de malversación. Lo sostiene en que cree que disponía de una asistente en La Moncloa que además de atender a su agenda institucional la ayudaba en sus negocios particulares. Habría usado así el sueldo de esta funcionaria en beneficio propio.

Y justo este día el juez ha caído en la cuenta de que el juicio por malversación, de producirse, correspondería a un jurado y ha decidido que urge comunicar este dato a la interesada. Así, con ayuda de algunas notas redactadas de manera confusa, ha dado lugar a una noticia que ha saltado a todos los medios de comunicación, eclipsando las informaciones sobre el novio de Ayuso, y que desde entonces copa informativos y noticiarios.

La noticia no es tal. Se trata, a lo sumo, de un ejercicio de meros fuegos artificiales. El delito de malversación, efectivamente, corresponde juzgarlo a un jurado compuesto por ciudadanos. Eso es algo que no depende del juez Peinado, sino que viene tal cual en la ley. Más allá, no es ni mucho menos evidente que ese juicio vaya a tener lugar. Porque lo que sí depende en primera instancia del juez Peinado es decidir si el supuesto delito de malversación tiene relación con alguno de los otros que le imputa a Begoña Gómez. Si así fuera, estaría prohibido someterlo a un tribunal del jurado para evitar la posibilidad de dos sentencias contradictorias: una en la que el jurado la declare culpable de algo y otra en la que un juez de carrera la considere inocente de eso mismo. O viceversa.

También depende del juez Peinado considerar a la mujer del presidente como funcionario, porque si no lo es no puede cometer ese delito. Y, mucho más importante, también depende de él decidir si hay indicios suficientes. Visto desde fuera no parece que el hecho de que la asistente reconozca que alguna vez le hizo un favor y enviara en nombre de la señora Gómez un email personal sea suficiente para justificar un delito de malversación de caudales públicos. El instructor no parece ser tan tiquismiquis con la presunción de inocencia y ha decidido tirar p'alante.

Es, pues, muy incierto aún que este asunto llegue a juzgarse y, si lo hace, que corresponda a un jurado. Pero la (no)noticia, los fuegos artificiales, ha servido para abrir en la sociedad un debate sobre la legitimidad de este tribunal ciudadano que está haciendo a más de uno preguntarse ahora por una institución que lleva veinte años en vigor.

Históricamente, la atribución de determinados casos al jurado ha sido una reivindicación progresista y de la izquierda. En la Constitución de 1837 se atribuían al jurado los delitos de imprenta, para evitar que fueran los jueces reales los que decidieran qué se puede publicar y qué no. Sin embargo, la institución nunca ha llegado a consolidarse, en parte por el rechazo que ha causado siempre entre los conservadores. Existió jurado durante más de tres décadas, durante la restauración, pero quedó abolido con Primo de Rivera. La República intentó recuperarlo, pero nuevamente desapareció en el franquismo.

La Constitución actual prevé en su artículo 125 la existencia del jurado como un modo de participación ciudadana en la administración de justicia. Aun así no se desarrolló hasta 1995, cuando se reguló en una ley promovida y apoyada por el partido socialista que, como el resto de la izquierda, ha sido siempre partidario de que en algunos casos sean personas legas elegidas al azar quienes se pronuncien sobre si determinados hechos han sucedido o no. En ello se ha visto siempre un cierto contrapeso popular al poder de los jueces profesionales. Sin embargo, estos días parecen ser los propios progresistas quienes más sospechan de la institución.

Ciertamente, los datos estadísticos muestran una clara tendencia de los tribunales populares a dictar veredictos de culpabilidad en más del noventa por ciento de los casos. Las cifras reflejan quizás un exceso de furor justiciero entre una ciudadanía demasiado vulnerable a los discursos que constantemente exigen más mano dura.

Efectivamente, la polarización social nunca ha sido tan radical como ahora. Las redes sociales permiten que calen entre la población discursos simplistas y cada vez todos somos más proclives a preferir nuestros sentimientos sobre los hechos.

Siendo esto así, también hay que señalar que ese tipo de manipulaciones mediáticas no son nuevas. ¿Hace falta recordar que en 2001 un jurado popular condenó a quince años de prisión a Dolores Vázquez por un delito que no había cometido? En aquella ocasión los expertos reconocen que el relato mediático que presentaba a la acusada como una mujer fría, en contraste con la bella inocencia de la víctima, y las consideraciones sobre su condición sexual fueron decisivas para guiar el erróneo veredicto.

El jurado siempre ha tenido ese riesgo. Sobre todo en casos muy mediáticos. Es por ello razonable discutir sobre la vigencia del jurado como ideal democrático e, idealmente, sobre posibles mecanismos mitigadores o correctores. Sin embargo, no debe hacerse al hilo de un caso concreto. Mucho menos por miedo a que las personas que resulten seleccionadas en esta ocasión opinen de modo diferente a uno. Si queremos discutir sobre el jurado ha de hacerse en abstracto, para todos los asuntos y con argumentos generales. Legislar para una persona es en todos los casos un error y, a menudo, un abuso de poder. Mientras se aborda o no esta discusión, el jurado está en nuestras leyes procesales y debe seguir funcionando cuando corresponda. Lo que está por ver es si este es uno de esos casos.

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