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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal

Se necesita más contundencia para frenar la cadena de transmisión comunitaria y para garantizar un retorno seguro a las aulas

Un sanitario hace un test para detectar COVID-19.

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Terminamos el mes de agosto con una evolución de la pandemia que debe preocuparnos, ante la que no cabe la mínima complacencia y frente a la que se necesita más contundencia para frenar la cadena de transmisión comunitaria y garantizar un retorno seguro a las aulas.

Es cierto que lo que estamos viviendo es muy diferente en términos de severidad y de edad promedio de los afectados con respecto a lo que aconteció en el periodo de marzo a mayo, si bien tiende a asemejarse cada vez más. Con todo, la diferencia no debería inducirnos a la relajación: el virus está presente, está circulando, la transmisión comunitaria sigue creciendo en al menos media docena de comunidades autónomas y tenemos que actuar para atajarla sin miramientos. Se requiere una gran sinergia de criterios y esfuerzos entre las autoridades locales, las autonomías y el Gobierno central. Hay que huir de cualquier polarización política que solo conduce a la parálisis.

Es importante poner en perspectiva la situación epidemiológica que vive el país en estos momentos para entender con claridad esta apelación a desarrollar una acción decisiva y eficaz para atajar los brotes, para frenar la transmisión comunitaria sin excusas ni pretextos, para prevenir defunciones, para evitar que se repita la tragedia de las residencias geriátricas que vivimos en la primavera y para hacer todo lo posible por prevenir la saturación de los centros sanitarios.

Según las cifras del Ministerio de Sanidad, el viernes 28 de agosto España tuvo una incidencia acumulada en los últimos 14 días de 189 casos por 100.000 habitantes, la mayor de Europa y notablemente más elevada que la que tenía a finales de junio, cuando se completó la desescalada y se inició la “nueva normalidad”. El número total de casos diagnosticados y confirmados por PCR durante las últimas dos semanas fue de casi 90.000, un número cuyo potencial de transmisión no puede infravalorarse de ningún modo.

La situación no es uniforme en todo el país y preocupa especialmente que seis comunidades autónomas (CCAA) estén por encima de la media española y tengan incidencias acumuladas durante los últimos 14 días superiores a los 200 casos por cien mil habitantes: Baleares (249), Navarra (250), La Rioja (296) el País Vasco (309), Aragón (378) y Madrid (416). Y los datos parciales conocidos este fin de semana apuntan en la misma dirección.

Es cierto: hoy se hacen tres veces más PCR que las que se hacían durante la primavera, si bien no es una práctica uniforme ya que hay varias CCAA que hacen solo una cuarta parte de las PCR que hacen las cuatro CCAA que más PCR realizan, estando por tanto muy por debajo de la media española. Pero eso no explica todo el aumento del número de casos positivos notificados; sobre todo, si se considera que el índice de positividad de las PCR realizadas es diez veces más elevado hoy que a fines de junio, situándose tres veces por encima de lo que la OMS considera compatible con una situación estable en cuanto a la transmisión de la enfermedad.

En realidad, tenemos una doble dinámica epidemiológica. Por un lado, en la mayoría de CCAA se está contendiendo con numerosos brotes aislados, más de dos mil, el 77% de los cuales muestran un número inferior a diez personas afectadas por cada caso detectado. Son “pequeños fuegos”, aunque muy numerosos, que obligan a desplegar un esfuerzo ingente de diagnóstico precoz, rastreo, realización de PCR y aislamiento de los casos y los contactos que resultan positivos, la mayoría de ellos asintomáticos. Todo lo cual demanda una gran capacidad operativa de la ya sobrecargada red de atención primaria y los servicios de salud pública y vigilancia epidemiológica de cada comunidad autónoma.

Sin embargo, por otro lado, hay situaciones de abierta transmisión comunitaria en las que la estrategia de contención reforzada no basta y se requiere entrar de lleno en una estrategia de mitigación en la que se pueden requerir confinamientos limitados, de naturaleza quirúrgica, de ámbito perimetral, así como reducciones selectivas de la movilidad, si se quieren evitar situaciones de confinamiento total como las que hubo durante el reciente estado de alarma.

Conviene tener presente que en los últimos siete días se incrementó considerablemente el número de casos que han precisado hospitalización (1693) y atención en UCI (129), y que ha habido 129 fallecidos. En el momento de escribir esta tribuna hay un total de 6.224 pacientes hospitalizados por COVID-19, lo que supone una utilización del 6% de las camas hospitalarias, y hay 751 personas ingresadas en UCI.

La situación epidemiológica antes descrita no ha supuesto una presión asistencial incontenible que lleve al colapso sanitario, pero sí ha tenido una gran repercusión en la economía, un enorme impacto en el sector turístico que ha erosionado la imagen exterior de España, y supone un riesgo importante para el regreso a las aulas con la suficiente seguridad sanitaria, especialmente en los ámbitos territoriales más afectados.

Esta evolución ha condicionado el despliegue de un trabajo coordinado entre Ministerio de Sanidad y las CCAA, que tuvo un hito importante en la celebración de un Pleno del Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud el día 14 de agosto y cuyo resultado más relevante fue un acuerdo unánime para desarrollar acciones coordinadas para el control de la transmisión de la COVID-19. A partir de ahí, las CCAA fueron desarrollando un conjunto de medidas que se han ido instaurando con diferente intensidad. Por desgracia, hasta ahora el resultado ha sido, en general, insuficiente.

En este contexto, la reapertura de las aulas durante el mes de septiembre adquiere una especial relevancia. Asegurar el derecho a la educación del conjunto del alumnado y hacerlo con las máximas garantías de seguridad sanitaria en el ámbito educativo es un asunto de interés primordial.

El reciente acuerdo alcanzado el pasado 27 de agosto en el Pleno de la Conferencia Sectorial de Educación con presencia de las ministras de Educación y de Política Territorial, el ministro de Sanidad y los consejeros y consejeras de Salud y Educación, ha sido un paso importante que define mínimos comunes en las medidas de protección de la salud en el interior de los centros educativos. Expresa un intenso trabajo de coordinación técnica entre los funcionarios de todas las administraciones implicadas y es un buen punto de partida.

Sin embargo, la reapertura de las aulas en el contexto actual de la pandemia requiere seguir abordando medidas enérgicas fuera de las aulas para, entre otras cosas, asegurar incidencias acumuladas por debajo de 20-25 casos por 100.000 habitantes en los ámbitos territoriales donde se ubican las instituciones docentes y viven los miembros de la comunidad educativa.

Por encima de esos niveles, el riesgo de brotes en el ámbito escolar y su efecto multiplicador en la comunidad se incrementan. Como ha señalado recientemente la OMS, ese es un asunto de vital importancia para disminuir lo más posible el riesgo de brotes en el interior de los centros.

Una opción razonable, que en el ejercicio de sus competencias ya han anunciado varias CCAA, sería retrasar por dos semanas la reapertura del curso escolar en los ámbitos territoriales con alta incidencia acumulada y con signos de transmisión comunitaria sostenida, escalonando además el regreso a las aulas. Ello permitiría ganar el tiempo necesario para cumplir con las medidas acordadas y hacer posible la aplicación de otras nuevas si fuera necesario, tanto para abatir el riesgo en las aulas como para reducir la incidencia del entorno escolar a niveles aceptables.

Se trata de una decisión más que aconsejable en las CCAA y zonas con mayores niveles de incidencia acumulada, en las que se deben reforzar las acciones de rastreo, la realización de pruebas, la identificación de positivos y un efectivo aislamiento de contactos. Acciones que podrán sin duda beneficiarse de la oferta realizada por el presidente del Gobierno de dar apoyo a las labores de rastreo con efectivos del Ejército (muchas CCAA ya los están pidiendo) y también a una eventual solicitud de declaración de estados de alarma aplicables en el ámbito territorial de la CCAA afectada. Esto último, aun cuando el estado de alarma se haya estigmatizado políticamente, daría el soporte jurídico necesario para asegurar la eficacia de su aplicación. Estos estados de alarma pueden contemplar diferentes gradientes de intensidad y no necesariamente implicarían (salvo casos extremos) un confinamiento general y absoluto.

Seguimos pensando que conviene trabajar en la definición de indicadores concretos y de umbrales que permitan una toma de decisiones cuyas bases sean conocidas y compartidas por los actores implicados y, en última instancia, por la población. Muchas de las cuestiones que condicionan la reapertura de las aulas se pueden y se deben cuantificar y hacer lo más transparentes posible: umbrales de incidencia acumulada, dotación de profesionales para el rastreo, dotación de recursos humanos para reforzar los centros de atención primaria ante las necesidades asistenciales de la COVID-19 y otras patologías (especialmente las crónicas), realización de PCR por cien mil habitantes, criterios relativos a la realización de PCR y plazos de respuesta, etcétera.

Esta es una labor imprescindible tanto en términos de transparencia como también para asegurar la equidad en el conjunto del Sistema Nacional de Salud. Este es un asunto que sigue interpelando en primer término a las CCAA, pero en el que el Ministerio de Sanidad tiene asimismo una responsabilidad especial. La falta de indicadores con umbrales transparentes (cuando no la deliberada opacidad en ciertos casos) ha tenido muy malos efectos sobre el control de la pandemia. Como muestra vale la pésima gestión efectuada por algunas CCAA en la incorporación de suficientes profesionales de rastreo durante los últimos cuatro meses, de lo que la Comunidad de Madrid es un caso extremo, pero en modo alguno único.

Y es que a lo largo de las últimas semanas hemos podido conocer situaciones que siguen requiriendo de un trabajo intenso de coordinación, tal como se ha acordado en el marco del Consejo Interterritorial; una coordinación liderada por el Ministerio de Sanidad, para solventar situaciones como las que se han detectado en algunas CCAA: elevado porcentaje de contactos de riesgo que no guardan la cuarentena; retrasos de varios días en los resultados de las pruebas PCR; permisos para la celebración de espectáculos con aforos de miles de personas mientras están prohibidas las reuniones de más de 10 personas; empresas con trabajadores que han dado positivo en las pruebas y siguen trabajando; sobrecarga crónica de los servicios de atención primaria; realización masiva y aleatoria, por razones propagandísticas y sin criterio epidemiológico, de pruebas PCR; insuficiente capacidad de rastreo; escasa preparación de planes para recuperar la atención a los pacientes crónicos o afrontar las listas de espera generadas por la priorización hacia la COVID-19, etcétera. Estas y otras situaciones requieren soluciones que se pueden beneficiar de la definición de planes coordinados, de la elaboración de dichos indicadores y umbrales y del intercambio de buenas prácticas.

De igual forma, la anticipación para prevenir los contagios en las residencias de personas mayores y personas con discapacidad debe seguir siendo una prioridad indiscutible, si bien conviene asegurar medidas y acciones que permitan minimizar el impacto en la salud mental de estas personas que, tras meses sin el necesario contacto con sus familias, demandan un especial cuidado en este aspecto esencial para su salud. En este ámbito, ya se sabe lo que funciona y cómo hacerlo. Por tanto, las autoridades responsables no pueden permitir que se reproduzcan los brotes en ellas, que la transmisión se amplifique y que, como por desgracia ha ocurrido, se generen multitud de casos severos que requieran hospitalización y acaben causando fallecimientos.

En resumen, durante las próximas dos o tres semanas no bastará con seguir como hasta ahora. Es decir, con un enfoque basado en la contención de brotes aislados, con cada CCAA actuando a su aire y, a veces, regateando los recursos humanos indispensables, o incluso más pendientes de los golpes de efecto y de las críticas al adversario político que de las actuaciones realmente eficaces. Ello nos conduciría a una situación inaceptable con más casos y más muertes, algo que podemos minimizar si se refuerza el trabajo en la dirección que señalamos.

En algunas situaciones de alta transmisión comunitaria y elevada incidencia habrá que tomar medidas drásticas. Hacerlo a tiempo será un paso importante para no tener que volver a confinar más adelante. Hay que intensificar los esfuerzos, actuar con celeridad con o sin mando único, sin descartar los estados de alarma generalizado o localizados, porque de lo que se trata es de desplegar una estrategia convergente, sinérgica, en el marco de la co-gobernanza para librar una lucha sin cuartel hasta vencer la cadena de transmisión. La intensificación de los esfuerzos se hace aún más necesaria ahora dado el previsible incremento de casos al que, por desgracia, asistiremos en la próxima semana. Lo dijimos en una tribuna anterior: se está acabando el tiempo para intensificar esa estrategia antes de que reabran las aulas y poco después entremos de lleno en el otoño y en una nueva temporada gripal.

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