Palabra de hombre vale por dos
María Moliner definió en su Diccionario de uso del español la palabra arrepentirse, del latín “paenitere” (penitencia) como: “sentir haber hecho o dejado de hacer cierta cosa, bien por no encontrarla conveniente después de hecha, bien por ser una mala acción o por el daño causado”.
Hace unas semanas los medios se hacían eco de la carta que el cabecilla de La Manada de Pamplona, José Ángel Prenda, escribió el pasado mes de julio desde el centro penitenciario Puerto III, donde cumple 15 años de condena por un delito continuado de violación a una joven de 18 años en los Sanfermines de 2016. La misiva, dirigida a la Sección Segunda de la Audiencia Provincial de Navarra y que llegó tras el rechazo de dos peticiones de salida, recogía el perdón y el presunto “total arrepentimiento” del reo hacia la víctima y sus familiares —permítanme que ahora seamos nosotras quienes nos reapropiemos de la duda manifiesta que siempre cuestiona nuestra palabra en los casos de violencias contra las mujeres—. Pero no olvidemos que esta no es la primera carta de José Ángel Prenda, quien ya en 2016 acusaba a la denunciante de mentirosa y nos deleitaba con esta emocional prosa: “En la vida haría daño a una mujer y esto quiero dejarlo bien claro. Nunca. Que a nadie le quepa la duda de que sería el primero en ponerme enfrente de un maltratador o un violador”. Sería frente al espejo.
El otro día, durante esos cafés de supervivencia a la tesis que debieran ser obligatorios, mi amiga Miriam me descubrió la obra clave que necesitaba para articular mi pensamiento sobre el debate social que afloraba nuevamente sobre el caso de La Manada: Susana y los viejos (1610), de Artemisa Gentileschi. Pese a ser una de las grandes artistas del Barroco italiano y la primera mujer en acceder a la Academia de Bellas Artes de Florencia, Gentileschi cayó en el especial apartado del olvido al que somos relegadas las mujeres hasta que el feminismo de los 70 rescatara su simbólica obra. Daría para otro debate el reduccionismo desde el que se ha acogido la figura de Gentileschi, cuya obra se ha estudiado en base a la etiqueta de víctima por la violación que sufrió a los 18 años por parte de su profesor de dibujo Agostino Tassi —cuyo castigo, por cierto, fue el nuevo comienzo de un exilio en libertad—. Sin embargo, su calidad pictórica y su talentosa reinterpretación en clave feminista con la que retrata la fiereza y la agencia de las mujeres que aparecen en sus cuadros ya precedían a su agresión sexual.
En concreto, Susana y los viejos se trata de una historia bíblica que narra el acoso sexual que sufre la casta Susana por parte de dos ancianos jueces mientras tomaba un baño en su jardín. Los hombres la chantajean: o accede a ser violada o la acusan de adulterio. Este acoso, además, se produce aprovechando la ausencia de su marido —dinámica que nos resulta tristemente familiar, pues los agresores sólo fingen respeto a las mujeres en tanto que propiedad del varón (padre, marido, hermano, etc.) y no como seres humanos de pleno derecho—. Tras negarse al chantaje, cuando Susana iba a ser lapidada por las falsas acusaciones vertidas contra su persona, el profeta Daniel somete a los viejos a un interrogatorio. Y, finalmente, al descubrir la mentira, los lapidados son ellos.
La poderosa imagen de Susana oponiéndose al acoso de los ancianos nos deja una lección aprendida: palabra de hombre vale por dos. Así lo expone Nuria Varela en Cansadas parafraseando a la filósofa Celia Amorós: “Salomón no era sabio”. Esta crítica a la razón patriarcal incide en cómo la mirada androcéntrica ha configurado la justicia y la valía de nuestra palabra. En el caso del Rey Salomón, vemos cómo ante la amenaza de cortar a un bebé en dos, lo que se premia es la capacidad de desdecirse en el discurso femenino, en ningún caso la honorabilidad y la vehemencia con la que puede ser defendido el testimonio de una mujer. Gana la que retira su denuncia para acreditar su verdad como madre del bebé. Ellos, en cambio, son juez y parte. En la actualidad, hay países del mundo donde literalmente la palabra de la mujer vale la mitad que la del hombre por imperativo legal y otros, donde ni tan siquiera tienen derecho a alzar su voz. Sólo se nos cree cuando nos matan. Y a veces, ni eso. La joven Martina Rossi murió al saltar por un balcón en un hotel de Palma de Mallorca cuando trataba de huir de sus dos violadores. Dijeron que se había suicidado. Tras diez años, por fin hoy se reconoce la verdad.
Por su parte, la carta de 'El Prenda' contiene dos cuestiones fundamentales: de un lado, el perdón. Esa disculpa institucionalizada —“que por favor conste en mi ejecutoria y expediente penitenciario esta solicitud por escrito y se me dé copia de la misma”— con el claro objetivo de obtener beneficios penitenciarios (salidas puntuales de prisión previo estudio de la Junta de Tratamiento a las que tiene acceso por haber cumplido un cuarto de su condena). De otro, el reconocimiento expreso de su agresión sexual por vez primera.
Este escrito es relevante no precisamente por el perdón interesado que en él se recoge, sino porque confirma que el movimiento feminista que recorrió España y el mundo al grito del #Yosítecreo estaba en lo cierto. Periodistas, letrados, jueces y personas de a pie han quedado retratadas y expuestas. Beben de un sistema patriarcal cuya estereotipia sexualiza la violencia y culpabiliza a las víctimas abrazando a manos llenas la presunción de inocencia. Y deja así en evidencia a una sociedad profundamente machista en la que el vídeo de la violación en grupo de la joven de 18 años en los Sanfermines fue el más buscado en las páginas porno, ese mismo vídeo que fue catalogado por el magistrado Ricardo González “de jolgorio y regocijo”. Es sistémico, repugnante y fruto del tamiz de esa primera escuela de educación sexual que constituye la violenta industria pornográfica. Esa que nos asfixia porque “seguro que en el fondo le gusta”.
Después nos asombramos cuando los datos indican que uno de cada cinco hombres jóvenes de entre 15 y 29 años niega la violencia de género y la califica como invento ideológico, el doble que hace cuatro años según el Barómetro Juventud 2021. Todo ello en un país donde se denuncia una violación cada cinco horas.
En momentos como estos las palabras se precipitan por mi garganta con un estruendoso “Os lo dijimos”. ¿Pero de qué nos vale decirlo si no nos creen? ¿De verdad necesitábamos la palabra de un violador para constatar un hecho ya juzgado y sentenciado por el Tribunal Supremo? Teníamos los testimonios de dos mujeres víctimas de La Manada (en Pamplona y en Pozoblanco), los vídeos probatorios, las sentencias, sus escandalosos mensajes de WhatsApp “Follándonos a una entre los cinco. Todo lo que cuente es poco, puta pasada de viaje, hay vídeo”... ¿Qué más querían? Ah, sí, palabra de hombre vale por dos. Ahí la tienen.
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