Pandemia y desigualdad social
Todavía es pronto para predecir con precisión cuáles serán las consecuencias de la pandemia por coronavirus que está asolando a nuestro planeta, pero ya son conocidos algunos de los eslóganes con los que la clase política se está refiriendo a las mismas, para decirnos que nadie se va a quedar atrás, o para asegurar que esta guerra la ganamos juntos. Los calificativos de la situación cambiante que estamos viviendo parecen haber alcanzado su cenit, especialmente una vez que los principales organismos internacionales han descrito la crisis que comienza a vislumbrarse como la peor desde la II Guerra Mundial.
El destino ha querido que nuestro país tenga que gestionar una crisis sanitaria y económica de enorme magnitud con el primer gobierno de coalición de la democracia, al que precedieron dos elecciones generales en 2019, debido a la imposibilidad de formar gobierno, e importantes tensiones políticas derivadas de la moción de censura de 2018 y de la situación en Cataluña. Así las cosas, la ciudadanía se asoma a un futuro complejo e incierto, guiado por el gobierno políticamente más débil que nos ha dado nuestra joven democracia.
La gestión de la pandemia nos ha enseñado al menos dos lecciones muy valiosas desde la perspectiva del Estado social. En primer lugar, respecto al derecho a la educación, la suspensión presencial de la docencia ha supuesto la segregación del alumnado atendiendo a sus capacidades y recursos tecnológicos, la expulsión temporal del sistema educativo de aquellos que no pueden acceder a la docencia online, y nos ha recordado el papel que desempeñan los comedores escolares para los alumnos económicamente más desfavorecidos. Y, en segundo lugar, respecto al derecho a la salud, hay que reivindicar el papel que la sanidad pública de calidad desempeña en nuestro edificio social, una lección que deben aprender principalmente aquellas comunidades autónomas que utilizaron la crisis financiera de 2008 para acometer recortes de gran calado, así como para privatizar hospitales y centros de salud. En esta línea, resulta paradójico que algunas de las comunidades que lideraron el proceso privatizador, que fue frenado gracias a las manifestaciones que organizó la Marea Blanca en defensa de la sanidad pública, denuncien ahora sin sonrojo que carecen de medios y exijan responsabilidades al Gobierno de la nación por este motivo.
La sociedad española todavía no se ha recuperado de la crisis que hace una década asoló nuestra economía, y que se tradujo en elevadas tasas de desempleo, la congelación de las pensiones, recortes de los salarios y la generación de una enorme brecha social. Los informes de los principales organismos internacionales indican de forma incontestable que en una década nuestro país se ha convertido en uno de los más desiguales de la Unión Europea, y que se ha creado un círculo vicioso donde desigualdad y pobreza se dan la mano, de forma que a la desigualdad económica se ha unido la desigualdad de oportunidades. En otras palabras, la factura del 2008 la pagamos entre todos, pero unos todavía continúan sufriendo sus consecuencias, debido a la enorme fractura social que ha experimentado nuestra sociedad en la medida en la que la distancia entre los ricos y los pobres ha crecido considerablemente, y sin visos de tener marcha atrás.
Los argumentos que reclaman la adopción de medidas urgentes que reviertan la brecha social son tan variados como numerosos, y todos ellos coinciden en la necesidad de que la clase política alcance un pacto de Estado, que nos permita afrontar con unas mínimas garantías de éxito la difícil situación económica que se avecina en el corto y medio plazo. No es coherente que España utilice el comodín de la unidad y la solidaridad para reclamar la ayuda de la Unión Europea, y que al mismo tiempo sea insolidaria dentro de sus fronteras. Ahora bien, para que este proceso sea factible es necesario que la clase política salga de su burbuja y sea consciente de la gravedad de la situación a la que nos enfrentamos, de forma que el consenso no dependa del capricho de unos pocos o de la obtención de infames réditos electorales; pues en otro caso estarán dando la razón a Charles de Gaulle, cuando sentenció que “la política es demasiado seria para dejarla en manos de los políticos”.
En 2008, el rescate al sector financiero se realizó en gran medida a costa de sacrificar nuestro Estado del bienestar, lo que supuso una disminución muy importante de los recursos destinados a la sanidad, a la educación, a la infancia y a la atención de las personas en situación de dependencia. La consecuencia de una década sin políticas públicas diseñadas para revertir esta situación se ha traducido en la exclusión de las clases sociales más desfavorecidas, ya que para éstas el correcto funcionamiento de los servicios públicos mencionados es imprescindible para salir de una espiral que les condena a la miseria y a la marginación social.
De la reciente crisis financiera hemos aprendido que sacrificar a las personas para salvar la economía es la peor inversión que podemos hacer como sociedad y como país. Los principales indicadores señalan que los Estados con sistemas de salud pública y educativos robustos han controlado mejor los efectos sanitarios de la pandemia, y que sus estudiantes han podido continuar formándose en condiciones aceptables. En otras palabras, la solución a la crisis que se avecina no puede ser recortar nuestro Estado social, ya que precisamente la debilidad de éste después de una década de abandono ha tenido un efecto multiplicador en los efectos de la pandemia.
Ahora, más que nunca, es imprescindible que nuestra clase política esté a la altura de las circunstancias, demuestre la unidad y la madurez de la que está haciendo gala la ciudadanía, y diseñe políticas consensuadas que sean solidarias, lo que beneficiará a todos, no solo a los más necesitados; políticas que se soporten en la conservación y promoción de nuestro Estado de bienestar. Una solución diferente será nefasta para el futuro de España y, por extensión, para el de Europa.
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