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Reflexiones post-8M: ¿a dónde va el movimiento feminista?

Una pancarta de este 8M en Toledo.
13 de marzo de 2024 23:04 h

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Mi reflexión es personal y, aunque no pretende abarcar toda la complejidad del cambio social, que se me escapa, parte de una constatación particular. Siento que hemos perdido la capacidad de abrazar lo incómodo. La incomodidad era algo hace unos años abanderado por el movimiento feminista, y que luego, ¿quizá por su propio éxito?, se ha visto reemplazado por una serie de axiomas incuestionables. La temida consecuencia de la, por lo demás celebrable, popularización de un movimiento social. Abandonar la incomodidad ha supuesto, en los peores casos, anclar de nuevo a las mujeres a un rol pasivo o dejar de considerar posible un debate feminista en torno al significado y alcance legal del consentimiento, la cuestión trans o la regulación de la prostitución. Al final, desembarazarse de lo incómodo es negarse la posibilidad de mantener preguntas sin responder de forma definitiva. 

Por eso, apoyo a quienes defienden que en ningún caso debería sacrificarse una conversación socialmente necesaria para tratar de llegar a una solución rápida y definitiva. Son problemas cuyos orígenes arrastramos desde hace siglos, por lo que hace falta una acción rápida para proteger a las personas en posiciones vulnerables y una discusión lenta y paciente para todo lo demás. Entender la magnitud de estos temas, desde la perspectiva de las políticas públicas, en vez de abordarlo como una moda que se puede capitalizar para conseguir votos, seguramente ayudaría a evitar soluciones arriesgadas. El largo plazo, frecuentemente olvidado desde los gobiernos y, a veces, desde las calles, es el elefante en la habitación. Necesitamos la máxima protección posible, pero no a costa de cristalizar las mismas ideas que nos oprimen. Si esto es una posibilidad, es importante que nos la tomemos en serio. 

Aunque se han reducido las exigencias necesarias para considerarse a una misma feminista (algo, sin duda, también celebrable), a veces me da la sensación de que se ha hecho a costa de enraizar la identidad política del movimiento en torno a la idea de la víctima. Un concepto de víctima problemático, porque no siempre hace referencia a cuestiones estructurales de privilegio. Es decir, a un modelo específico y generalizado de relación entre los géneros que impone unos comportamientos determinados, los fomenta y los premia; y que está en el origen de injusticias muy visibles y medibles, como el brutalmente desigual reparto de las tareas de cuidados, la brecha salarial por género o la mayor parte de la violencia sexual, ejercida contra las mujeres en el 86% de los casos, según datos del Ministerio del Interior (2022). Según distintas fuentes, el riesgo de sufrir violencia sexual es más elevado para mujeres bisexuales o racializadas, entre otros factores, aunque faltan datos oficiales sobre esto para España. 

La idea de víctima a la que muchas y muchos se han apegado es a la de la víctima “en esencia”, cuya fuerza política radica en el hecho mismo de ser víctima. Es decir, de nuevo, pareciera que merecemos hablar y ocupar el espacio porque hemos sido victimizadas y no por, simplemente, ser humanas. Creo que es un problema que, desde el feminismo Barbie, nos veamos como necesariamente víctimas en el intercambio de tú a tú frente a un hombre, y a la vez dejemos de pensar colectivamente en nuestra capacidad de agencia e invisibilicemos el contexto más amplio que permite que eso ocurra. Incluso, diría que es eso mismo lo que produce que a las que no se ajustan a la imagen idealizada de mujer-víctima que manejamos, sean de alguna forma “expulsadas” del escenario. 

Pienso, por ejemplo, y aunque a muchos les moleste la mención, en Amber Heard. Ella ha desaparecido del espacio público, mientras que, al menos en España, seguimos viendo a Johnny Depp en las marquesinas de toda la ciudad. No fue una buena víctima, el caso nos confunde y preferimos apartarla (a ella) de nuestra vista. Algo parecido ocurre con algunas de mis más recientes heroínas literarias y cinematográficas: Nat, de Un amor, la novela de Sara Mesa y posterior adaptación a la gran pantalla de Isabel Coixet; la Mila de Elena Martín Gimeno en Creatura. O, si cruzamos el charco, la supuestamente egoísta Hannah de Girls, la maravillosa serie de televisión millenial dirigida por Lena Dunham. Creo que la literatura y el cine nos enseñan mucho más de lo social de lo que se tiende a reconocer. Pero supongo que esto no viene al caso.

Igual que hace cincuenta años, seguimos sin tener derecho a ser malas amigas o llevar la contraria. Tenemos que comprender y apoyar eternamente, y dejamos de ser creíbles si respondemos frente a las agresiones. Llevado al extremo, estas ideas nos dejan indefensas. Tenemos que estar, en todo momento, “por encima” del juego del agresor, aunque eso signifique, en definitiva, no defendernos. No es un debate fácil, y la acción que requiere no creo que lo sea tampoco, especialmente si además estamos comprometidas con los valores del bien común o el respeto mutuo, y apoyamos proyectos colectivos que trasciendan las categorías de género. Pero, honestamente, pienso que debemos reivindicar que las mujeres no siempre somos buenas. Y, lo que me parece más importante, que el feminismo sigue siendo un proyecto lleno de sentido desde esa afirmación.

A la vez, creo que hay que reivindicar que el feminismo es esencialmente bueno, a diferencia de nosotras, las mujeres, que no somos necesariamente angelicales. La tercera ola feminista ha tendido a cierto tono agresivo y confrontativo. Algo seguramente muy necesario, cuando eran pocas las que veían las injusticias que se producen en torno al género. Ahora que las feministas somos muchas y que hay un consenso amplio en la necesidad de que las cosas cambien en las relaciones entre géneros, ese tono se ha mantenido. ¿Es una estrategia políticamente productiva, a pesar de que a veces sea (es innegable) emocionalmente reconfortante? Quizá no siempre deja ver bien el fondo de la propuesta feminista. No estamos proponiendo una sociedad violenta, como la patriarcal. Estamos imaginando exactamente todo lo contrario. Aunque se sienta absurdo seguir repitiéndolo.

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